Atardecía. Elías Zapico recogía los
pinceles, el caballete, los aceites, las esencias y pigmentos y su recién estrenado
lienzo. Adoraba esos momentos en que trasladaba sus recuerdos a los cuadros. En
todos, el mismo faro sobre su majestuosa roca, acariciado por la luz de la
tarde; el mismo espigón, aceptando complacido, el romper de las olas en espuma
blanca; la misma embarcación yerma alejándose y ella; siempre ella, sentada en el
mismo saliente de roca oteando el mar… Todo inalterable a pesar del tiempo;
todo, en el mismo lugar, excepto ella.
Caminaba por el espigón cuando creyó
ver una silueta de mujer; la misma que una y otra vez pintaba en sus cuadros.
Parecía que esta última tela hubiera adquirido vida propia. La imagen le dejó
paralizado por un momento y le hizo volver la vista veinte años atrás evocando otro
momento.
Frente a él una mujer sentada en la
piedra, flanqueada por el faro; complacida, serena y dejando mecer sus cabellos
a voluntad del viento. Viento caprichoso que los despeinaba de derecha a
izquierda, al mismo compás que el baile de olas que rompían bajo sus pies. Y
una vez más, como entonces, ese intenso y embriagador perfume a flores frescas.
Se acercó despacio intentando controlar el corazón que parecía salírsele del
pecho por sienes y boca. Pensó que se había vuelto loco. Ya se lo decían en el
pueblo: “Elíes, qu'andes enforma tiempu namá nel faru y vas acabar viendo
fantasmes”[i]. Quiso creer que, al
acercarse, la figura femenina desaparecería y que todo volvería a su lugar. Achacó
la visión a una ilusión óptica producto del antojadizo juego de las luces de la
tarde, de los colores que el otoño confería al paisaje o quizá el espejismo
fuera una mezcla de todo eso con la profunda soledad que le invadía y su hambre
por el amor perdido… Pero no fue así. A menos de un metro de él, una mujer
joven de cabellos negros miraba al mar. Los cachivaches de pintura cayeron sin
remedio al pavimento y la joven volvió el gesto hacia él incorporándose de un
salto.
–Padre…
–Camino, hija… ¿Pasó algo?... Te hacía
en Londres… Pero hija… estás helada… –espetó Elías mientras ambos se fundían
en un emocionado abrazo.
Camino era igual que su madre y apareció
en la vida de Elías del mismo modo en que acababa de hacerlo ésta. Por aquel entonces, volvía de faenar en la mar cuando encontró a una hermosa joven sentada en la
misma roca con la mirada fija en sus azules aguas. Aquel día, como ahora, todo
olía a flores frescas: a rosas, a lilas y a jazmines[ii].
Padre e hija entraron en el faro sin
poder dejar de abrazarse. Empezaba a otoñear y a estas horas de la tarde
comenzaba a notarse el fresco. Elías sacó una pequeña manta de un arcón y se la
echó a la joven por los hombros. Hablaron. Hablaron durante toda la noche. De
Londres, de los estudios abandonados, del amor, de las dudas, del tiempo, de
los sueños, de los recuerdos, de la nostalgia, del faro y de su magia, de la
escalera, de la balconada, de la linterna y de madre… Con la primera luz del
día el padre preparó dos tazas de caldo bien calientes. Volvía con ellas en las
manos cuando Camino le dijo que estaba embarazada. Uno de los recipientes no
aguantó el temblor de las manos de Elías y cayó chocando contra el suelo rompiéndose
en cientos de miles de pedazos. Entonces fue cuando se fijó, por primera vez,
en el incipiente vientre que le mostraba su hija.
Se sentó frente a ella y creyó estar
viendo a la madre; el único amor que había conocido en su vida y la dama de
todos sus cuadros. El mismo nombre, Camino, la misma sala, el mismo otoño y en
ambos vientres una nueva vida que se gestaba. El mundo parecía haber retrocedido
a otro día de otro otoño y un temor a que la historia se repitiera
se adueñó de Elías. Nada de lo que había intentado para alejar a la joven de
ese lugar había dado resultado… Camino había vuelto.
Pasaron los días. Llegó el invierno al
faro y, tras él, una cálida primavera que explosionó dando paso a nuevas formas
de vida y colores. Camino dio a luz a una preciosa niña a
la que puso su nombre; el mismo que a ella le dio su madre y el tiempo siguió
su curso.
Una tarde en la que Elías volvía, como
solía hacerlo, de su paseo por el espigón notó un intenso perfume a canela,
lavanda y a manzanas[iii].
Las mismas fragancias que una vez engulleron a su amada. Despavorido, comenzó a
correr hacia el faro presa de un mal presagio, dejando en el suelo todo lo que
llevaba en sus manos. Corrió aún más desesperado cuando observó cómo una
pequeña embarcación se adentraba en el mar…Ésa que tantas veces aparecía en sus cuadros.
–“¡Camino… Camino!” –gritaba.
Entró en el faro y volvió a llamar a
su hija. Nadie contestó. Tomó al bebé en los brazos y corrió de un lado a
otro clamando su nombre. La buscó hasta que anocheció y también los días
siguientes, y los siguientes a los siguientes, aunque sabía que nunca la habría
de encontrar.
Volvió al faro solo, con la pequeña Camino en su regazo, al igual que lo
hiciera veinte años atrás.
[i]“ Elías,
que andas mucho tiempo solo en el faro y acabarás viendo fantasmas”.
[ii] Dicen
que el olor a flores frescas se percibe cuando un ángel te está dando un
regalo.
[iii]
Canela: otorga energía al cuerpo. Lavanda: aleja el miedo. Manzana: alivia el
dolor.