Dos hombres entraron en el despacho de la décima planta trajeados
de la cabeza a los pies, como pulcros maniquíes expuestos en escaparates de las
tiendas de mayor caché de cualquier “milla de oro”. En sus manos, un portafolios y en ambas cabezas, un discurso ensayado y aprendido.
En ese mismo lugar, de
espaldas a la puerta, observando el mundo a través de una inmensa cristalera se encontraba un
hombre menudo, de aspecto desaliñado, especialmente descuidado ese día.
Uno de los dos varones impolutos, mientras cerraba el inmenso portón de madera lacada, carraspeó
para hacer notar su presencia.
-Tome
asiento, Sr. Sanabria… Tenemos algo muy interesante que proponerle y que le
reportará...
-NO. Mi
respuesta es no; discúlpenme señores…
-P-e-r-o…
ni siquiera ha escuchado nuestras condiciones.
-No hay
peros ni condiciones que valgan. Me voy. Dimito. Au revoir…
Con esas breves palabras y una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su cara, el hombrecillo salió satisfecho del despacho poniendo fin a su relación con la empresa.
Germán Sanabria tenía una rara destreza: podía escuchar
lo que sucedía a su alrededor sin tan siquiera estar en la misma habitación. Le
era suficiente un poquito de concentración para captar con pelos y señales
los detalles de cualquier conversación.
El día que vino al mundo pudo oír como el doctor Buenaventura hablaba con su padre: “El parto
viene de nalgas; si no se colocase en las dos próximas horas deberíamos
practicar una cesárea. Podría correr peligro la vida de la madre... y la del niño…”
Germán decidió
colocarse cabeza abajo y abandonar su postura sedente. No fue necesaria la cirugía; nació de parto natural.
Desde muy niño advirtió el potencial de esta gran
habilidad que fue utilizando día a día, cada vez con mayor precisión y destreza.
Las calificaciones en el colegio y en el instituto siempre fueron
brillantes, algo que no era de extrañar porque -con tiempo suficiente- conocía las
preguntas que le iban a ser formuladas. Bastaba con que el profesor leyera, aunque
fuese entre dientes el examen, para que Germán conociera de "pe a pa" el ejercicio.
Con el paso de los años, su capacidad se fue perfeccionando,
convirtiéndose casi en un arte adivinatorio. Ya no solo escuchaba lo que otros
pronunciaban, sino que supo llegar al lugar de la mente donde se gestaban los
pensamientos. Incluso practicó diversas técnicas para intentar cambiarlos… Pero
esto es algo que pertenece a otra historia.
Como no podía ser de otra manera, todas estas aptitudes le
vinieron muy bien para conseguir un buen trabajo en el mundo empresarial y gozar de una
posición económica muy desahogada… Era el rey en las distancias cortas y, últimamente, también en las largas.
Por estas circunstancias, a propios y a extraños, sorprendió la no aceptación
del supercontrato y su dimisión.
Germán había escuchado durante mucho tiempo a los demás; dedicando demasiada vida en planificar las respuestas que se querían oír; tragando y
desoyendo sus propias convicciones; sintiéndose engañado por lo que algunos decían pero no pensaban… Se había convertido en un triunfador para
el mundo y, a la vez, en un gran fracasado para sí mismo.
Con treinta años, Germán Sanabria, desapareció. Decidió decir
adiós a un mundo de poses y palabras medidas; demasiado predecible y cargado de falacias y dispuso,
como prioridad para el resto de su vida, comenzar a escucharse a sí mismo.
De esta historia hace ya más de veinte años en los que
se podría decir que nadie supo nunca más nada de él; al menos con certeza, aunque siempre hubo quienes
aseguraron haberle visto en los sitios más insospechados... Un paso por detrás de Obama el día que tomó posesión como Presidente, o próximo a la señora Merkel en una de sus cumbres
o, incluso, cerca del papa Benedicto… A la gente le gusta demasiado hablar por hablar.
De un tiempo a esta parte se oyen voces que aseguran que, en un lugar de la montaña asturiana cerca del Naranco, hay un pastorcillo loco;
un tipo especial y algo raro que parece conversar y reír a carcajadas con las ocurrencias
impredecibles de su rebaño de ovejas.