LA BÚSQUEDA DEL AYER
Antonio Campillo Ruiz
LOUI JOVER
María
Virtudes de la Concepción miró con sorpresa hacia la derecha en aquel
cruce de
calles. Caminaba deprisa, como era su costumbre pero se detuvo de golpe. Tuvo
la necesidad de mirar con detenimiento hacia aquel rincón recoleto, ventana a
un mar calmo pero suavemente sonoro. Sí, allí había sido. Allí, por unos
instantes, pudo sentir tanto como pocas veces había percibido. Con un mohín en
la cara y mirando al suelo, levantó despacio la cabeza para poder mirar el
horizonte, cortado por la pequeña barandilla protectora del acantilado. Un
escalofrío le recordó que el viento era frío. Sus pasos, lentos, empezaron a
recorrer el camino prefijado.
LOUI JOVER
Cuando
se detuvo en el siguiente cruce no bajó a la calzada. Giro hacia atrás y
recorrió el espacio que le separaba de otro cruce en dirección perpendicular.
Anduvo ensimismada y llegando a un gran jardín se escondió detrás del grueso
tronco de un árbol. No quería descubrirse. Con una mirada pícara y ansiosa,
trató de asomar, sin ser descubierta, hacia uno de los bancos de madera. No, no
estaba. Se preguntó la causa por la que había supuesto que podría encontrarle
en aquel lugar, de hermoso recuerdo, a una hora tan inusual y con el vendaval
que estaba aumentando por momentos. Se dirigió hacia el banco y entrelazando
los brazos y arropándose con el abrigo, se sentó en él mirándose la punta de
los zapatos. No supo si pensaba, si recordaba, si meditaba momentos gratos.
Pareciese que el mundo se había acabado en ese momento y se encontraba ante una
insuperable soledad. Un escalofrío recorrió su cuerpo y reaccionó levantándose
de un salto. Bien, había sucedido. Pudo más su recuerdo. El agitado trajín
cotidiano mantenía a raya los sueños evocadores, sin embargo, esta vez pudo más
aquel encuentro con el pasado. Era la primera vez que se presentaba el
desfallecimiento de su fortaleza. Temía este momento y ya lo había tanteado.
María
Virtudes de la Concepción, ya no fue la misma desde este día. Se dejó llevar,
con deliciosa mansedumbre, por la sospecha, por el placer de planear los
presentimientos, por probar su existencia e imaginar situaciones traducidas a
proyectos de obligado cumplimiento diario. Así, cuando terminaba su trabajo,
recorría las mismas rutas por las que
había caminado con alegría airosa, cogida de la mano o simplemente junto
a quien la llevaba de un lugar a otro, sin descanso, sin reflexión premeditada,
con la improvisación de la sorpresa para ambos. Y, lo iniciado como un simple
recuerdo grato, se convirtió en una búsqueda, con investigación previa, sobre
el trazado del recorrido diario. La exigencia de una atención detalladamente
provocada, a veces, ocasionaba una irritación comprendida y anulada al momento.
En otras ocasiones, tras largo tiempo tratando de encontrar un lugar, un trayecto,
una leve muestra de la ilusión de un encuentro casual, todo acababa en un
principio de frustración.
Aquella
mañana, María Virtudes de la Concepción, despertó muy agitada y sudorosa. Probablemente
una pesadilla, pensó. Se serenó pacientemente y escarbó y escarbó en su memoria
para arrancar de ella el recuerdo de lo sucedido. Con lentitud, imágenes
empañadas de un halo semitransparente se fueron manifestando y pudo empezar a
reconstruir unas calles solitarias por las que caminaba en pijama y con los
pies descalzos. Iba tras la búsqueda del ansiado encuentro durante aquella
noche fría y oscura, sin rumbo pero con la certeza de encontrar lo deseado
durante tantos días. No percibía el frío ni las calles, recién mojadas por los
empleados de mantenimiento y limpieza. No sabía le tiempo que estuvo caminando
envuelta en la neblina que le hacía rebuscar en lugares desiertos. Una sombra
atrajo su atención y, con curiosidad la siguió por callejuelas y vericuetos.
Desapareció. Su frustración fue tal que con la cabeza mirando el duro asfalto
mojado, volvió a su caliente cama y agitada, volteó y volteó hasta despertar
confusa.
Bien,
ha sido una pesadilla, solo una pesadilla, levantándose del lecho húmedo,
manchada su impoluta blancura de un sucio barro negruzco. Observó con
desconcierto y temor sus pies, igualmente manchados de barro, húmedos y fríos
como témpanos, con el color negruzco de un asfalto recién pisado. Un alarido de
animal herido salió de su garganta y se propagó por toda la casa. Un eco
reverberante le devolvió a la realidad de un sueño vivido, de una obsesión vana,
de una búsqueda infructuosa hasta en la irrealidad de un sueño real.
Desde
aquel día, María Virtudes de la Concepción pensó y pensó. Sentada en su sillón
favorito, en aquel en donde había fraguado su plan para encontrar lo inalcanzable,
para crear la historia de la nada basada en fantasías. Con la naturalidad que
la caracterizaba cuando se encontraba en ese sillón, alcanzó un libro de entre
los cuatro que había encima de su pequeña mesa de té y, abriéndolo por una página
cualquiera se enfrascó en la lectura.
Antonio Campillo Ruiz