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� por Desmond J. Morris
1969-1970 08 Septiembre 2020
del
Sitio Web
Editorial-Streicher � � �
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El Zool�gico Humano�� - 1969
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Es �sta una forma
colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana
densamente poblada, pero es tambi�n sumamente inexacta, como puede
confirmar cualquiera que haya estudiado una jungla verdadera. � Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades.
A primera vista, as� parece. Pero esto es enga�oso. � Tambi�n otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un parque zool�gico manifiesta todas esas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compa�eros humanos. �
Evidentemente, entonces,
la ciudad no es una jungla de asfalto sino un zool�gico humano. �
Atrapado, no por un
cazador al servicio de un zool�gico, sino por su propia
inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras,
donde, a causa de la tensi�n, se halla en constante peligro de
enloquecer. � El mundo del zool�gico, como un padre gigantesco, protege a sus inquilinos: se suministran comida, bebida, albergue y cuidados m�dicos e higi�nicos; los problemas b�sicos de supervivencia se hallan reducidos al m�nimo. Hay tiempo libre en abundancia. � El modo en que se emplea este tiempo en un zool�gico no humano var�a, naturalmente, de una especie a otra. � Unos animales reposan tranquilamente y dormitan al Sol; otros encuentran cada vez m�s dif�cil aceptar una prolongada inactividad. Si es usted inquilino de un zool�gico humano, pertenece inevitablemente a esta segunda categor�a. Hall�ndose en posesi�n de un cerebro esencialmente exploratorio e inventivo, no podr� reposar durante mucho tiempo. � Se ver� impulsado con creciente intensidad al desarrollo de actividades cada vez m�s complicadas. Investigar�, organizar� y crear�, y, al final, se habr� hundido a mayor profundidad todav�a, en un mundo de parque zool�gico a�n m�s cautivo. �
A cada nueva complejidad,
se encontrar� alejado un paso m�s de su estado tribal natural, el
estado en que sus antepasados existieron durante un mill�n de a�os. � El cuadro se vuelve confuso e induce, a la vez, a la confusi�n; en parte, a causa de su misma complejidad y, en parte, porque nos hallamos implicados en �l en un papel dual, siendo espectadores y participantes al mismo tiempo. � Tal vez pueda aclararse la escena si la contemplamos desde el punto de vista del zo�logo, y esto es lo que intentar� en las p�ginas que siguen. �
En la mayor�a de los
casos, he seleccionado ejemplos que ser�n familiares a los lectores
occidentales. Esto no quiere decir, sin embargo, que me proponga
referir mis conclusiones s�lo a las culturas accidentales. Por el
contrario, todo indica que los principios subyacentes se aplican por
igual a los habitantes de ciudades de todo el mundo.
En nuestro incansable
progreso social, hemos liberado gloriosamente nuestros poderosos
impulsos exploradores e inventivos. Constituyen una parte b�sica de
nuestra herencia biol�gica. � Ellos nos suministran nuestra gran fuerza, as� como nuestra gran debilidad. Lo que trato de mostrar es el creciente precio que tenemos que pagar por satisfacerlos, y los ingeniosos expedientes que ideamos para hacer frente a ese precio, por exorbitante que resulte. � Los riesgos van aumentando continuamente, y el juego se hace cada vez m�s peligroso, las bajas m�s sobrecogedoras, y el paso m�s acelerado. � Pero, pese a los azares, es el juego m�s excitante que el mundo ha presenciado jam�s. Es absurdo sugerir que alguien deber�a tocar un silbato y tratar de detenerlo. �
No obstante, hay formas
diferentes de jugarlo, y, si podemos comprender mejor la verdadera
naturaleza de los jugadores, deber�a ser posible hacer el juego m�s
remunerador a�n, sin que, al mismo tiempo, se tornara m�s peligroso
y, por fin, desastroso para toda la especie.
� Repres�nteselo agreste, habitado por animales grandes y peque�os. Fig�rese ahora un grupo compacto de 60 seres humanos acampando en medio de ese territorio. � Trate de verse a s� mismo all�, como miembro de esa min�scula tribu, con el paisaje, su paisaje, extendi�ndose en torno m�s all� de cuanto puede abarcar su vista. � Nadie ajeno a su tribu utiliza ese vasto espacio. Constituye su �mbito dom�stico exclusivo, su terreno de caza tribal. Peri�dicamente, los hombres de su grupo se ponen en marcha en busca de presas. Las mujeres recogen bayas y frutas. Los ni�os juegan ruidosamente en torno al campamento, imitando las t�cnicas de caza de sus padres. �
Si la tribu prospera y
aumenta de tama�o, se desgajar� de ella un grupo que se dispondr� a
colonizar un nuevo territorio. Poco a poco, se ir� extendiendo la
especie. � Repres�nteselo civilizado, habitado por m�quinas y edificios. Fig�rese ahora un grupo compacto de seis millones de seres humanos acampando en medio de ese territorio. �
V�ase a s� mismo all�,
con la complejidad de la gran ciudad extendi�ndose a su alrededor,
m�s all� de cuanto puede abarcar su vista. � Hablando en t�rminos evolucionistas, ese dram�tico cambio ha sido casi instant�neo; han bastado unos cuantos miles de a�os para que la escena n�mero uno se convierta en la escena n�mero dos. � El animal humano parece haberse adaptado con brillantez a su extraordinaria nueva condici�n, pero no ha tenido tiempo para cambiar biol�gicamente, para evolucionar hasta una nueva especie gen�ticamente civilizada. � Ese proceso civilizador se ha realizado de modo exclusivo por el aprendizaje y el condicionamiento. � Biol�gicamente, contin�a siendo el sencillo animal tribal representado en la escena uno. As� vivi�, no durante unos cuantos siglos sino durante un mill�n de duros a�os. A lo largo de ese per�odo cambi� biol�gicamente. Evolucion� de modo espectacular. �
Las presiones de la
supervivencia eran grandes y lo moldearon... � Nos resulta tan familiar, que imaginamos vagamente haber llegado a ella de manera gradual y que, en consecuencia, nos hallamos plenamente equipados para enfrentarnos a todos los nuevos azares sociales. � Si nos forzamos a considerar la cuesti�n con fr�a objetividad, nos vemos obligados a admitir que no es as�. � Es s�lo nuestra incre�ble plasticidad, nuestra ingeniosa adaptabilidad, lo que hace que lo parezca. El sencillo cazador tribal est� haciendo todo lo posible por llevar airosa y orgullosamente sus nuevos jaeces; pero son vestiduras complejas y embarazosas, y no deja de tropezar con ellas. �
Sin embargo, antes de
examinar la forma en que tropieza y tan frecuentemente pierde el
equilibrio, debemos, en primer lugar, ver c�mo se las ha arreglado
para confeccionar su fabulosa capa de civilizaci�n. � Nuestros primeros antepasados cazadores hab�an conseguido ya extenderse a lo largo de buena parte del Viejo Mundo y no habr�an de tardar en emigrar desde el Asia oriental hasta el Nuevo Mundo. � Haber conseguido una expansi�n semejante debe de haber significado que su sencilla vida cazadora era ya algo m�s que un simple modo de emular a sus rivales carn�voros. Pero esto no es sorprendente si se piensa que el cerebro de nuestros antepasados de la Edad del Hielo era ya tan grande y estaba tan desarrollado como los nuestros en la actualidad. � Desde el punto de vista del esqueleto, hay poca diferencia entre ellos y nosotros. �
F�sicamente hablando, el
hombre moderno hab�a entrado ya en escena. De hecho, si con la ayuda
de una m�quina del tiempo fuera posible traer a nuestro hogar al
hijo reci�n nacido de un cazador de la Edad del Hielo y criarlo como
propio, es dudoso que alguien notara la supercher�a. � Afortunadamente, nos han dejado un testimonio de su destreza cazadora, no s�lo en los accidentales restos que podemos desenterrar en los suelos de sus cuevas, sino tambi�n en los impresionantes murales pintados en sus paredes. � Los velludos mamuts, los lanosos rinocerontes, bisontes y renos all� retratados no permiten albergar ninguna duda respecto a la naturaleza de su clima. Al emerger hoy en d�a de la oscuridad de las cuevas y salir a la abrasada campi�a, es dif�cil imaginarlo habitado por esas criaturas de gruesas pieles. �
Acude vividamente a la
mente el contraste entre la temperatura de anta�o y la actual. � All�, en el conf�n oriental del Mediterr�neo, se produjo una peque�a modificaci�n en el comportamiento alimenticio humano que hab�a de alterar todo el curso del progreso de la Humanidad. �
Era, ciertamente, trivial
y simple en s� mismo, pero su impacto hab�a de ser enorme. Hoy, no
le damos la menor importancia: lo llamamos agricultura. � La dieta se equilibraba compartiendo los botines. Virtualmente, todos los miembros adultos activos de la tribu eran suministradores de alimentos. � El almacenamiento de v�veres era relativamente peque�o. Se limitaban a salir y conseguir lo que necesitaban, cuando lo necesitaban. �
Eso era menos azaroso de
lo que parece, porque, claro est�, la poblaci�n mundial de nuestra
especie era entonces muy escasa, comparada con las masivas cifras de
hoy. Sin embargo, aunque esos primitivos cazadores recolectores
prosperaron much�simo y se extendieron hasta cubrir una amplia zona
del Globo, sus unidades tribales continuaron siendo peque�as y
simples. � El nuevo paso que dieron, el paso hacia la agricultura y la producci�n de alimentos, los situ� en un inesperado umbral y los arroj� con tanta rapidez a una forma desconocida de existencia social, que no tuvieron tiempo de desarrollar nuevas cualidades gen�ticamente controladas para ajustarse a ella. � A partir de entonces, su adaptabilidad y su plasticidad operativa, su capacidad de aprender y acomodarse a nuevos y m�s complejos modos, iban a ser sometidas a una dura prueba. �
La urbanizaci�n y las
complicaciones de la vida ciudadana s�lo fueron un paso m�s
adelante. � �sta hab�a sido su �nica esperanza de �xito en su rivalidad con los asesinos profesionales del mundo carn�voro, establecidos hac�a tiempo y provistos de afiladas garras, como los grandes felinos. � Los hombres cazadores hab�an desarrollado su cooperatividad juntamente con su inteligencia y su naturaleza exploradora, y la combinaci�n hab�a demostrado ser eficaz y mort�fera. Aprend�an con rapidez, ten�an buena memoria y sab�an reunir los elementos separados de su pasado aprendizaje para resolver nuevos problemas. �
Si esa cualidad les hab�a
sido �til en los primeros tiempos, cuando se hallaban dedicados a
sus arduas cacer�as, les era m�s esencial a�n ahora, pr�ximos al
hogar, en el umbral de una nueva y mucho m�s compleja forma de vida
social. � En esa regi�n hab�a tambi�n cabras salvajes, carneros salvajes, reses salvajes y cerdos salvajes. Los cazadores-recolectores humanos que se establecieron en esa zona hab�an domesticado ya al perro, pero �ste era utilizado fundamentalmente como compa�ero de caza y guardi�n, m�s que como fuente directa de alimento. � La verdadera agricultura comenz� con el cultivo de las dos plantas, el trigo y la cebada. �
No tard� en ser seguido
aquello por la domesticaci�n de cabras y ovejas primero, y, poco
despu�s, de reses vacunas y cerdos. Con toda probabilidad, los
animales fueron atra�dos primero por los cultivos, acudieron a comer
y se quedaron luego para ser alimentados y comidos ellos mismos. � Los grandes progresos modernamente conseguidos en el terreno de la agricultura y la ganader�a han sido mec�nicos m�s que biol�gicos. �
Pero fue lo que empez�
como meros residuos de las primitivas labores agr�colas lo que hab�a
de ejercer el impacto en verdad decisivo en nuestra especie. � Virtualmente, toda la tribu se hallaba implicada. � Pero cuando los cerebros con visi�n de futuro que hab�an ideado y planeado las maniobras cineg�ticas [del arte de la caza] volvieron su atenci�n a los problemas de organizar el cultivo de cosechas, la irrigaci�n de la tierra y la alimentaci�n de animales cautivos, consiguieron dos cosas. �
Fue tal su �xito, que
crearon por primera vez no s�lo una provisi�n constante de
alimentos, sino tambi�n un excedente alimenticio regular con el que
se pod�a contar. �
Hab�a nacido una Era de
especializaci�n.
De esos peque�os
comienzos surgieron las grandes ciudades. � No significa, naturalmente, que fuera un paso f�cil de dar a la saz�n. � Cierto que el cazador-recolector humano era un animal magn�fico, lleno de aptitudes y potencialidades latentes. El hecho de que nosotros estemos aqu� hoy es prueba suficiente de ello. Pero hab�a evolucionado como cazador tribal, no como paciente y sedentario granjero. � Es tambi�n cierto que pose�a una mente sagaz, capaz de planear una expedici�n de caza y de comprender los cambios de estaci�n que se suced�an en su medio ambiente. � Mas para obtener �xito en su actividad de granjero ten�a que extender su sagacidad m�s all� de todo cuanto antes hab�a experimentado. �
La t�ctica de la caza
tuvo que convertirse en estrategia agropecuaria. Conseguido eso,
ten�a que aguzar a�n m�s su inteligencia para enfrentarse a las
nuevas complejidades sociales que hab�an de seguir a su reci�n
lograda opulencia, mientras los pueblos se convert�an en ciudades. � El uso de esta expresi�n da la impresi�n de que las ciudades empezaron a surgir por todas partes en una s�bita e impetuosa marcha hacia una nueva vida social. Pero no fue as�. Los viejos modos fueron extingui�ndose lenta y dificultosamente. �
De hecho, subsisten en la
actualidad en muchas partes del mundo. Numerosas culturas
contempor�neas est�n todav�a operando a niveles agropecuarios
virtualmente neol�ticos, y en ciertas regiones, tales como el
desierto del Kalahari, el Norte de Australia y el �rtico, podemos
a�n observar comunidades de cazadores-recolectores de puro estilo
paleol�tico. � Conforme a las medidas actuales, eran muy peque�as, y el modelo se extend�a lentamente, muy lentamente. �
Cada una de ellas se
basaba en una organizaci�n acusadamente localizada, �ntimamente
relacionada con las tierras de labor circundantes y ligada a ellas. � No era tanto el caso de "la tribu que perdi� su cabeza", como la cabeza humana rehusando perder su tribu. � La especie hab�a evolucionado como un animal tribal, y la caracter�stica fundamental de una tribu es que opera sobre una base localizada e interpersonal. No iba a resultar f�cil abandonar ese b�sico modelo social, tan t�pico de la antigua condici�n humana. � Pero eran las cosechas, tan eficientemente recogidas y transportadas, lo que estaba forzando la marcha. �
Al ir progresando la
agricultura y a medida que la �lite urbana, liberada de los trabajos
de la producci�n, fue concentrando su atenci�n en otros problemas
m�s nuevos, result� inevitable que emergiera finalmente una red
urbana, una interconexi�n jer�rquicamente organizada entre ciudades
vecinas. � All�, hace unos cinco mil o seis mil a�os, naci� el primer imperio, y el prefijo "pre" fue eliminado de la palabra "prehistoria" con la invenci�n de la escritura. �
Se desarroll� la
coordinaci�n entre ciudades, los dirigentes se convirtieron en
administradores, adquirieron estabilidad las profesiones,
progresaron el trabajo sobre metales y el transporte, los animales
de carga (distintos de los destinados al consumo alimenticio) fueron
domesticados, y surgi� la arquitectura monumental. � Sin embargo, el sencillo miembro de tribu hab�a recorrido ya un largo camino. Se hab�a convertido en un ciudadano, miembro de una s�per-tribu, y la diferencia clave consist�a en que en una s�per-tribu ya no conoc�a personalmente a cada miembro de su comunidad. � Era ese cambio, ese desplazamiento de la sociedad personal a la impersonal, lo que hab�a de causar al animal humano sus m�s intensas angustias en los milenios siguientes. �
Como especie, no
est�bamos biol�gicamente equipados para enfrentarnos a una masa de
desconocidos disfrazados de miembros de nuestra tribu. Era algo que
ten�amos que aprender a hacer, pero que no resultaba f�cil. Como
veremos m�s adelante, todav�a nos estamos esforzando por conseguirlo
en toda clase de secretas maneras... y algunas que no lo son tanto. �
En la antigua
civilizaci�n, que comenz� a desarrollarse en torno al Mediterr�neo,
en Egipto, Grecia, Roma y otros lugares, la administraci�n y el
Derecho se hicieron m�s opresivos y m�s complejos, juntamente con
las tecnolog�as y artes en creciente florecimiento. � La magnificencia de los restos de esas civilizaciones, ante los que hoy d�a nos sentimos maravillados, tiende a hacernos pensar que abarcaban vastas poblaciones, pero no es as�. En cabezas por s�per-tribu, el crecimiento fue gradual. � En fecha tan avanzada como el a�o 600 a.C., la ciudad m�s grande, Babilonia, no conten�a m�s de 80.000 personas. La Atenas cl�sica pose�a una poblaci�n ciudadana de 20.000 habitantes �nicamente, y tan s�lo la cuarta parte de ellos formaban parte de la verdadera �lite urbana. � La poblaci�n total de toda la ciudad-Estado, incluyendo mercaderes extranjeros, esclavos y residentes rurales y urbanos, ha sido estimada en una cifra aproximada que oscila entre los 70.000 y los 100.000 habitantes. � Para situar eso en una perspectiva adecuada, t�ngase en cuenta que la cifra es ligeramente inferior a la de la poblaci�n de las actuales ciudades universitarias, tales como Oxford y Cambridge. Naturalmente, las grandes metr�polis modernas no admiten comparaci�n: existen en la actualidad m�s de cien ciudades que superan el mill�n de habitantes, sobrepasando los diez millones la mayor de ellas. �
La Atenas moderna
contiene nada menos que 1.850.000 personas. � Roma sigui� ambos procedimientos, pero dio preferencia a la conquista, y la llev� a cabo con tan devastadora eficiencia administrativa y militar, que fue capaz de crear la ciudad m�s grande que el mundo hab�a visto jam�s, con una poblaci�n que se acercaba al medio mill�n de habitantes, y erigiendo un modelo cuyos ecos hab�an de resonar a todo lo largo de las centurias siguientes. � Esos ecos persisten hoy d�a, no s�lo en el esfuerzo cerebral de los organizadores, manipuladores y talentos creadores, sino tambi�n en la �lite urbana, cada vez m�s ociosa y �vida de emociones, cuyos miembros se han hecho tan numerosos que su humor puede agriarse f�cilmente y deben ser mantenidos entretenidos a toda costa. �
En el sofisticado
habitante ciudadano del Imperio Romano podemos ya ver hoy un
prototipo del actual miembro de la s�per-tribu. � Cierto que, durante las centurias siguientes, la trama fue espes�ndose, pero continu� siendo esencialmente la misma. Las muchedumbres se hicieron m�s densas, las �lites se volvieron m�s selectas, las tecnolog�as adquirieron un car�cter m�s t�cnico. Las frustraciones y tensiones de la vida ciudadana aumentaron en intensidad. � Los choques s�per-tribales se hicieron m�s sangrientos. Hab�a demasiadas personas, lo cual significaba que hab�a personas de sobra, personas que se pod�an dilapidar. � A medida que las relaciones humanas, perdidas en la multitud, se hac�an m�s impersonales, la inhumanidad del hombre hacia el hombre aumentaba hasta alcanzar proporciones horribles. Sin embargo, como he dicho antes, una relaci�n impersonal no es una relaci�n biol�gicamente humana, de modo que eso no resulta sorprendente. � Lo sorprendente es que las desmesuradamente hinchadas s�per-tribus hayan podido sobrevivir y, lo que es m�s, que hayan sobrevivido tan bien. No es esto algo que debamos aceptar simplemente porque nos hallamos en el siglo XX, sino algo de lo que debemos maravillarnos. � Es un asombroso testimonio de nuestra incre�ble habilidad, tenacidad y plasticidad como especie. � �C�mo pudimos conseguirlo? � Lo �nico que pose�amos, como animales, era un conjunto de caracter�sticas biol�gicas desarrolladas durante nuestro largo aprendizaje como cazadores. La respuesta debe de radicar en la naturaleza de esas caracter�sticas y en la forma en que hemos sabido explotarlas y manipularlas sin distorsionarlas con tanta intensidad como (superficialmente) parecemos haber hecho. �
Debemos examinarlas con
mayor atenci�n. � Los miembros m�s d�biles del grupo aceptan sus papeles subordinados. No huyen a la maleza y se establecen por su cuenta. � Hay fortaleza y seguridad en el n�mero. Cuando ese n�mero se hace demasiado grande, entonces, desde luego, se desgaja un nuevo grupo que se separa del anterior, pero los simios individuales aislados son anormalidades. Los grupos se mueven de un modo compacto de un sitio a otro, y se mantienen unidos en todo momento. � Esa fidelidad no es simplemente la consecuencia de una tiran�a impuesta por parte de los dirigentes, los machos dominantes. � Tal vez sean d�spotas, pero desempe�an tambi�n otro papel, el de guardianes y protectores. Si existe una amenaza al grupo proveniente del exterior, tal como un ataque de un predador hambriento, son ellos quienes se muestran m�s activos en la defensa. En presencia de un desaf�o externo, los machos superiores deben unir sus fuerzas para hacerle frente, olvidadas sus querellas internas. �
Pero, en otras ocasiones,
la cooperaci�n activa dentro del grupo se halla reducida a su
m�nimo. � Su gigantesco esfuerzo por convertirse de comedores de frutos en cazadores requiri� una cooperaci�n interna mucho m�s grande y activa. � El mundo externo, adem�s de ofrecer p�nicos ocasionales, presentaba ahora un casi constante desaf�o al cazador de emergencia. � El resultado fue un desplazamiento b�sico hacia la ayuda mutua, hacia el compartimiento y la combinaci�n de recursos. Esto no significa que el hombre primitivo empezara a moverse como una �nica entidad, como un banco de peces; la vida era demasiado compleja para eso. Subsist�an la competici�n y la jefatura, contribuyendo a proporcionar �mpetu y a reducir la indecisi�n, pero la autoridad desp�tica fue severamente restringida. �
Se consigui� un delicado
equilibrio que, como ya hemos visto, hab�a de mostrarse muy eficaz,
permitiendo a los primitivos cazadores humanos extenderse por la
mayor parte de la superficie terrestre con la sola ayuda de un
m�nimo de tecnolog�a. � on la p�rdida del modelo tribal persona a persona, el p�ndulo competitivo-cooperativo empez� a oscilar peligrosamente de un lado a otro y no ha dejado de hacerlo, nocivamente, desde entonces. � El que los miembros subordinados de las s�per-tribus se convirtieran en multitudes impersonales ha sido la causa de que las oscilaciones m�s violentas del p�ndulo se hayan producido hacia el lado dominante, competitivo. � Los s�per-desarrollados grupos urbanos fueron r�pida y repetidamente presa de formas exageradas de tiran�a, despotismo y dictadura. �
Las s�per-tribus dieron
nacimiento a s�per-jefes, los cuales ejerc�an poderes que hac�an
parecer positivamente benignos a los tiranos simios. Dieron
nacimiento tambi�n a s�per-subordinados en forma de esclavos, que
padec�an una sumisi�n mucho m�s extrema que la que habr�an conocido
ni siquiera los m�s bajos y rastreros de los monos. �
Eso era posible porque
los seguidores, como los jefes, estaban aficionados por la
impersonalidad de la condici�n s�per-tribal. � Dentro de ese grupo, pod�a satisfacer sus necesidades b�sicas de ayuda y coparticipaci�n mutuas. � Otros subgrupos - la clase de esclavos, por ejemplo - pod�an entonces ser considerados m�s confortablemente como extra�os ajenos a su protecci�n. � Hab�a nacido la "doble medida" social... � La fuerza insidiosa de esas nuevas subdivisiones radicaba en el hecho de que hac�an incluso posible que las relaciones personales se desarrollaran de una forma impersonal. �
Aunque un subordinado -
un esclavo, un siervo o un criado - pudiera ser conocido
personalmente por un amo, el hecho de que hubiera sido encuadrado en
otra categor�a social significaba que pod�a ser tratado tan mal como
un miembro de la masa impersonal. � Tal vez desplace 4.883.000 toneladas de piedra para constru�r una pir�mide, pero, dada su deformada estructura social, sus d�as est�n contados. Se puede dominar mucho a muchos y durante mucho tiempo, pero aun dentro de la sofocante atm�sfera de una s�per-tribu existe un l�mite. � Si cuando se alcanza el l�mite el p�ndulo bio-social retrocede suavemente hacia su equilibrado punto medio, la sociedad puede darse por afortunada. �
Si, como es m�s probable,
oscila violentamente de un lado a otro, correr� la sangre a una
escala que nuestro primitivo antepasado cazador jam�s hubiera
imaginado. � Muchas fuerzas act�an contra �l y, sin embargo, nunca deja de retornar a la superficie. Nos agrada considerar eso una victoria de los poderes del altru�smo intelectual sobre las debilidades bestiales, como si la �tica y la moralidad fuesen alguna especie de invenci�n moderna. Si eso fuera realmente cierto, es dudoso que nos encontr�semos aqu� para proclamarlo. � Si no llev�ramos en nosotros mismos el fundamental impulso biol�gico de cooperar con nuestros semejantes, jam�s habr�amos sobrevivido como especie. Si nuestros antepasados cazadores hubieran sido realmente crueles e insaciables tiranos cargados de "pecado original", la historia del �xito humano habr�a finalizado hace mucho tiempo. �
La doctrina del pecado
original estriba en que las condiciones artificiales de la
s�per-tribu act�an sin cesar contra nuestro altruismo biol�gico, y
�ste necesita toda la ayuda que pueda encontrar. � Pero cuando ridiculizan el concepto del "buen salvaje", lo que hacen es introducir confusi�n. � Ponen de relieve que no hab�a nada noble en la ignorancia o la superstici�n, y en ese aspecto tienen raz�n. Pero �sta es s�lo una parte de la historia. La otra parte concierne a la conducta del cazador primitivo respecto a sus compa�eros. � Aqu�, la situaci�n debe de haber sido diferente. � Compasi�n, bondad, ayuda mutua, un impulso fundamental para cooperar dentro de la tribu, debi� de ser la pauta a seguir para que los primitivos grupos de hombres sobrevivieran en su precario ambiente.
Si hubieran sido impuestos en un grado adecuado para hacer frente y resistir a las nuevas presiones, todo habr�a ido bien; pero en las civilizaciones primitivas los hombres eran biso�os en la tarea de conseguir ese delicado equilibrio. � Fracasaron repetidamente, y con resultados mort�feros. �
En la actualidad tenemos
m�s experiencia, pero el sistema nunca ha sido perfeccionado,
porque, a medida que las s�per-tribus han continuado expandi�ndose,
el problema no ha dejado de replantearse.
De ah� se sigue que, si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser un estuprador homicida y rapaz. � �Constituye esto realmente una adecuada descripci�n de la peculiaridad del hombre como especie biol�gica? �
No encaja en el cuadro
zool�gico de la emergente especie tribal. Por desgracia, no
obstante, s� encaja en el marco s�per-tribal. � La mayor�a de las personas de su s�per-tribu le son desconocidas; no tiene con ellas ning�n lazo personal ni tribal. � El ladr�n t�pico no est� robando a uno de sus compa�eros conocidos. No est� infringiendo el viejo c�digo biol�gico tribal. En su �nimo, �l est� simplemente situando a su v�ctima completamente fuera de su tribu. Para contrarrestar eso, es preciso que se imponga una ley s�per-tribal. � A este respecto, es de notar que a veces hablamos de "honor entre ladrones" y de "c�digo del hampa". � Esto pone de manifiesto el hecho de que consideramos a los delincuentes como pertenecientes a una pseudo-tribu distinta y separada dentro de la s�per-tribu. � Es interesante observar, de paso, c�mo tratamos al delincuente:
Como soluci�n, a corto
plazo da buenos resultados, pero, a largo plazo, el efecto es que
fortalece su identidad pseudo-tribal en vez de debilitarla, y le
ayuda, adem�s, a ensanchar sus contactos sociales pseudo-tribales.
De este modo, podemos
considerar la ley como un instrumento equilibrador, que tiende a
contrarrestar las distorsiones de la existencia s�per-tribal y que
ayuda a mantener, en condiciones antinaturales, las formas de
conducta social que son naturales a la especie humana. � Tiranos y d�spotas pueden, naturalmente, imponer leyes severas e irrazonables coartando a la poblaci�n en un grado superior a lo que justifican las prevalentes condiciones s�per-tribales. �
Una jefatura d�bil tal
vez imponga un sistema de leyes que carezca de fuerza para mantener
unido a un pueblo en expansi�n. En cualquiera de ambos casos se
produce el desastre cultural o la decadencia. � Es una "ley aislante", una ley que ayuda a hacer a una cultura distinta de otra. � Proporciona cohesi�n a una sociedad al conferirle una fisonom�a exclusiva. Esas leyes s�lo desempe�an un papel secundario en los tribunales. Afectan m�s bien a la religi�n y a las costumbres sociales. Su funci�n consiste en intensificar la ilusi�n de que uno pertenece a una tribu unificada, m�s que a una s�per-tribu desparramada y en trance de dispersi�n. � Si se las critica porque parecen arbitrarias o carentes de sentido, la respuesta es siempre que son tradicionales y deben ser obedecidas sin discusi�n. � Y est� bien no discutirlas porque, en s� mismas, son arbitrarias y, con frecuencia, absurdas. Su valor radica en el hecho de que son compartidas por todos los miembros de la comunidad. � Cuando se debilitan, la unidad de la comunidad se debilita tambi�n un poco. � Adoptan muchas formas:
Estos temas han sido estudiados detalladamente por etn�logos y antrop�logos culturales, que se han sentido fascinados por su gran diversidad. � La diversidad, la diferenciaci�n de una cultura respecto a otra, ha sido, desde luego, la funci�n misma de esas reglas de conducta. � Pero, maravill�ndose ante su variedad, no debe uno pasar por alto sus similitudes fundamentales. Las costumbres y los vestidos pueden ser sorprendentemente distintos en detalle de una cultura a otra, pero poseen la misma funci�n b�sica y las mismas formas b�sicas. �
Si empezamos a hacer una
lista de todas las costumbres sociales de una cultura determinada,
encontraremos equivalentes de casi todas ellas en casi todas las
dem�s culturas. S�lo diferir�n los detalles, y diferir�n tan
acusadamente que llegar�n a veces a oscurecer el hecho de que se
est� en presencia de los mismos tipos sociales b�sicos. � Adem�s, si se ampl�a el campo de observaci�n, es posible encontrar todav�a otras culturas que utilizan el azul oscuro, o el gris, o el amarillo, o arpillera oscura natural. � Habi�ndose educado usted en una cultura en la que, desde su temprana infancia, uno de esos colores, por ejemplo el negro, ha estado siempre intensamente asociado con la muerte y el duelo, resultar� inaudito pensar en llevar colores tales como el amarillo o el azul para dicho fin. � Por consiguiente, su reacci�n inmediata al descubrir que esos colores se llevan como luto en otros lugares es observar cu�n diferentes son de su propio vestido habitual. � Esta es la trampa, tan cuidadosamente tendida por las exigencias de aislamiento cultural. �
La superficial
observaci�n de que los colores var�an tan dram�ticamente oscurece el
hecho, m�s fundamental, de que todas esas culturas comparten la
realizaci�n de una "manifestaci�n" de duelo, y que en todas ellas
eso implica llevar un vestido que sea acusadamente distinto del no
destinado a ese fin. �
Su reacci�n inmediata no
es que eso constituye el equivalente cultural de esas personas con
sus m�s familiares cocktail parties, sino que se trata de
alguna especie de extra�a costumbre local. Tambi�n aqu� el modelo
social b�sico es el mismo, pero los detalles difieren. � Es en las m�s grandes ocasiones sociales, tales como coronaciones, funerales oficiales, bailes, banquetes, conmemoraciones de independencia, grandes acontecimientos deportivos, desfiles militares, festivales y fiestas campestres (o sus equivalentes), donde las leyes aislantes desempe�an su papel m�s importante. � Var�an de un caso a otro en mil min�sculos detalles, a cada uno de los cuales se presta escrupulosa atenci�n, como si las vidas mismas de los participantes dependieran de ello. �
En cierto sentido,
efectivamente, sus vidas sociales dependen de ello, pues s�lo con su
conducta en los lugares p�blicos pueden fortalecer y mantener sus
sentimientos de identidad social, de pertenecer a un grupo cultural,
y cuanto m�s solemne es la ocasi�n, mayor es la ostentaci�n. � Aun cuando esos procedimientos rituales puedan no tener nada que ver directamente con el sistema de poder derrocado, lo recuerdan con demasiada intensidad y deben desaparecer. Se pueden poner en su lugar unas cuantas actuaciones apresuradamente improvisadas, pero es dif�cil inventar rituales de la noche a la ma�ana. �
(Un interesante aspecto
del movimiento cristiano es que su temprano �xito dependi�, en
cierto grado, de haberse incorporado las viejas ceremonias paganas,
convenientemente disfrazadas, para sus propias celebraciones
festivas). � No son las cadenas de identidad social lo que sus seguidores querr�n romper, sino las cadenas de una determinada fisonom�a social. � Tan pronto como �stas queden destru�das, necesitar�n otras nuevas, y no tardar�n en sentirse insatisfechos con una sensaci�n abstracta de "libertad". �
�stas son las exigencias
de las leyes aislantes. � Volviendo la vista hacia atr�s a trav�s de la historia s�per-tribal, resulta f�cil ver c�mo la funci�n de anti-comunicaci�n del idioma ha sido casi tan importante como su funci�n de comunicaci�n. �
Ha erigido enormes
barreras entre grupos con m�s eficacia que ninguna costumbre social.
Ha identificado, con m�s eficacia que ninguna otra cosa, al
individuo como miembro de una determinada s�per-tribu y puesto
obst�culos en el camino de su deserci�n hacia otro grupo. � Pero a medida que eso sucede, se desarrolla una direcci�n de sentido inverso: los acentos y los dialectos se tornan m�s significativos socialmente: se inventan el argot, el cal�, la german�a. � As� como los miembros de una nutrida s�per-tribu intentan fortalecer sus homogeneidades tribales creando subgrupos, del mismo modo se desarrolla todo un espectro de "lenguas" dentro del idioma oficial. � As� como el ingl�s y el alem�n funcionan como distintivos de identidad y mecanismos aislantes entre un ingl�s y un alem�n, as� tambi�n un acento de clase alta inglesa a�sla a su propietario de otro de clase baja, y la jerga de la qu�mica y de la psiquiatr�a a�sla a los qu�micos de los psiquiatras. � (Es triste que el mundo acad�mico, que, en su funci�n educativa, deber�a estar consagrado a la comunicaci�n, haga uso de aislantes lenguajes pseudo-tribales tan extremados como la german�a de los delincuentes. �
La excusa es que lo exige
la precisi�n de la expresi�n. Eso es verdad hasta cierto punto, pero
ese punto es rebasado frecuente y ostentosamente). � Si son adoptadas por toda la s�per-tribu y penetran en el lenguaje oficial, entonces han perdido su funci�n original. � (Es dudoso que est� usted utilizando la misma expresi�n de slang para designar, por ejemplo, a una muchacha atractiva, un polic�a o un acto sexual, que el que emplearon sus padres cuando ten�an su edad. Pero usted utiliza todav�a las mismas palabras oficiales). � En casos extremos, un subgrupo adoptar� un idioma enteramente extranjero. �
La Corte rusa, por
ejemplo, hablaba en franc�s en un momento hist�rico dado. En Gran
Breta�a se observan todav�a restos de esa clase de conducta en los
restaurantes m�s caros, donde los men�s suelen estar redactados en
franc�s. �
El hecho de que nunca
sean accesibles para interrogarlos les ayuda a conservar su
posici�n. � Le da su �nica oportunidad de ser un tirano y de ser amado por ello al mismo tiempo. �
Puede introducir las m�s
despiadadas formas de control y enviar a la muerte a miles de sus
seguidores, y, sin embargo, ser saludado todav�a como un gran
protector. Nada estrecha m�s los lazos internos de un grupo que una
amenaza proveniente del exterior. � Si una s�per-tribu grandemente desarrollada est� empezando a rasgarse por las costuras, los descosidos pueden ser r�pidamente remendados por la aparici�n de un poderoso y hostil "ellos" que nos convierte en un unido "nosotros". � Es dif�cil decir con cu�nta frecuencia los dirigentes han urdido deliberadamente un choque entre grupos teniendo esto presente, pero, sea o no deliberadamente consciente, la reacci�n cohesiva se produce casi siempre. Hace falta un dirigente extraordinariamente inepto para no conseguirla. � Naturalmente, debe tener un enemigo que sea susceptible de ser pintado con colores suficientemente malvados; en caso contrario, es probable que tenga dificultades. �
Los terribles horrores de
la guerra s�lo se convierten en gloriosas batallas cuando la amenaza
procedente del exterior es realmente seria, o puede lograrse que lo
parezca. �
El miembro de la
s�per-tribu puede sentirse agradecido por ese infortunado
inconveniente. �
En tiempos m�s sencillos,
todos ellos se concentraban en una sola persona, un rey o emperador
omnipotente capaz de hab�rselas con toda la escala del mando. Pero,
con el transcurso del tiempo y la expansi�n de los grupos, la
verdadera jefatura se ha desplazado de una esfera a otra, a
cualquier estamento que, en un momento dado, contenga al individuo
m�s excepcional. � Este expediente pol�tico ha sido, en s� mismo, una valiosa fuerza cohesiva, proporcionando al miembro de la s�per-tribu una sensaci�n mayor de "pertenecer" a su grupo y de tener alguna influencia sobre �l. �
Una vez elegido el nuevo
dirigente, no tarda en ponerse de manifiesto que la influencia es
menor de lo que se imaginaba, pero, en el momento de la elecci�n
misma, la comunidad se siente estremecida por una inestimable
sensaci�n de identidad social. �
Sin embargo, ese tipo de
distorsi�n es inevitable en una compleja comunidad como es una
s�per-tribu moderna. � Cargaban el acento en el disfrute com�n de las cosas, sin preocuparse mucho de la rigurosa protecci�n de la propiedad personal. � La propiedad era tanto para dar como para guardar. Pero, como he dicho antes, las tribus eran peque�as, y todos conoc�an a todos los dem�s. � Tal vez estimaran las posesiones individuales, pero las puertas y las cerraduras eran cosa del futuro. Tan pronto como la tribu se hubo convertido en una s�per-tribu impersonal, con desconocidos en medio de ella, la rigurosa protecci�n de la propiedad se hizo necesaria y empez� a desempe�ar un papel mucho m�s amplio en la vida social. �
Cualquier intento
pol�tico por ignorar ese hecho tropezar�a con considerables
dificultades. El comunismo moderno est� comenzando a descubrirlo y
ya ha empezado a ajustar consecuentemente su sistema.
Simplemente, las s�per-tribus eran demasiado grandes, y los problemas de gobierno demasiado complejos, demasiado t�cnicos. � La situaci�n exig�a un sistema de representaci�n, y �ste, a su vez, exig�a una clase profesional de expertos. � Hasta qu� punto puede eso alejarse del "gobierno por el pueblo" ha quedado claramente ilustrado recientemente en Inglaterra, cuando se sugiri� que los debates parlamentarios deber�an ser televisados, para que, gracias a la ciencia moderna, el pueblo pudiera al fin desempe�ar un papel m�s �ntimo en los asuntos de Estado. � Pero como eso habr�a desvirtuado la especializada y profesional atm�sfera, la propuesta encontr� una vigorosa oposici�n y fue rechazada. � Otro tanto puede decirse del gobierno por el pueblo. Esto no es sorprendente, sin embargo. Gobernar una s�per tribu es como tratar de mantener en equilibrio a un elefante sobre una cuerda. Parece que lo mejor que un sistema pol�tico puede esperar es utilizar los m�todos derechistas para llevar a cabo los programas pol�ticos de izquierda. � (Esto es, en efecto, lo que se est� haciendo actualmente, tanto en el Este como en el Oeste). � Es una maniobra dif�cil y requiere una gran astucia profesional y no poca refinada oratoria. Si los pol�ticos modernos son con frecuencia objeto de s�tira y mofa, es porque demasiadas personas comprenden demasiado a menudo el truco. �
Pero, dadas las
dimensiones que alcanzan las actuales s�per-tribus, no parece haber
alternativa. � Ya he mencionado la forma en que pseudo-tribus especializadas cristalizan dentro del cuerpo principal, como grupos sociales, grupos de clase, grupos profesionales, grupos acad�micos, grupos deportivos, etc., restableciendo para el individuo urbano diversas formas de identidad tribal. � Afortunadamente, esos grupos permanecen dentro de la comunidad principal, pero, con frecuencia, se producen fisuras m�s dr�sticas. � Los Imperios se escinden en pa�ses independientes, y los pa�ses, en sectores de gobierno aut�nomo. A pesar de la mejora de las comunicaciones, a pesar de objetivos y pol�ticas comunes, las escisiones contin�an. Bajo el efecto de la presi�n cohesiva de la guerra, se pueden forjar alianzas r�pidamente, pero, en tiempo de paz, las separaciones y las divisiones est�n a la orden del d�a. �
El hecho de que grupos
desgajados se esfuercen desesperadamente por forjar alguna especie
de homogeneidad local, significa tan s�lo que las fuerzas cohesivas
de la s�per-tribu a que pertenec�an no eran lo bastante fuertes o
excitantes para mantenerlos unidos. � Parece como si s�lo una amenaza procedente de otro planeta pudiera suministrar la necesaria fuerza cohesiva, y eso, s�lo temporalmente. Queda por ver si, en el futuro, el ingenio del hombre introducir� en su existencia social alg�n nuevo factor que resuelva el problema. �
Por el momento, parece
poco probable. � Por desgracia, eso es un mito, por la �nica raz�n de que la televisi�n, a diferencia de la comunicaci�n social personal, es un sistema unilateral. Yo puedo escuchar y llegar a conocer a un locutor de televisi�n, pero �l no puede escucharme ni llegarme a conocer. �
Cierto que yo puedo saber
lo que est� pensando y haciendo, y eso es, desde luego, una gran
ventaja, pero no constituye un sustituto de las relaciones
bilaterales de los aut�nticos contactos sociales. �
Somos, y, probablemente,
continuaremos siendo, simples animales tribales. � Mientras en una parte del mundo se est�n produciendo escisiones, en otra se est�n desarrollando fusiones. �
Si la situaci�n contin�a
hoy d�a siendo tan inestable como lo ha sido durante siglos, �por
qu�, entonces, persistir en ella? Si es tan peligrosa, �por qu� la
mantenemos? � El torbellino urbano parece acentuar m�s intensamente esa cualidad. � As� como las aves marinas son reproductivamente excitadas concentr�ndose masivamente en densas comunidades procreadoras, as� tambi�n el animal humano es intelectualmente excitado concentr�ndose masivamente en densas comunidades urbanas. �
Son las colonias
procreadoras de ideas humanas. �ste es el aspecto positivo del
asunto. Pese a los muchos inconvenientes del sistema, mantiene �ste
en funcionamiento. �
Los individuos que viven
en un gran complejo urbano padecen una diversidad de cargas y
tensiones: ruido, aire viciado, falta de ejercicio, limitaci�n de
espacio, exceso de gente, exceso de est�mulos y, parad�jicamente,
para algunos, soledad y aburrimiento. � Lo m�s que hace es trasladarse a los suburbios. All� puede crear una atm�sfera pseudo-tribal, alejada de las tensiones de la gran ciudad, pero cuando llega la ma�ana del lunes vuelve a lanzarse de nuevo a la lucha. �
Podr�a alejarse, pero
echar�a de menos la excitaci�n, la excitaci�n del neo-cazador,
disponi�ndose a capturar la pieza m�s grande en los m�s grandes y
mejores terrenos de caza que le ofrece su medio ambiente. � Comparadas con un pueblo, as� parece ser, en efecto, pero dista mucho de alcanzar sus l�mites exploratorios. Eso se debe a que existe un antagonismo fundamental entre las fuerzas cohesivas e inventivas de la sociedad.
As� como hay un conflicto entre competici�n y cooperaci�n, as� tambi�n existe una lucha entre conformidad e innovaci�n. � S�lo en la ciudad es viable la innovaci�n sostenida. S�lo la ciudad es lo suficientemente fuerte y segura en su gregaria conformidad para tolerar las fuerzas dislocadoras de la originalidad y la creatividad rebeldes. �
Las agudas espadas
iconoclastas son meros alfilerazos en la carne del gigante, que le
proporcionan una agradable sensaci�n de cosquilleo, despert�ndolo
del sue�o e incit�ndolo a la acci�n. �
Pero, �hasta qu� punto
son comparables los inconvenientes a los del zool�gico animal? � Es bien conocida la soledad de la gran ciudad. Es f�cil perderse en la gran multitud impersonal. Es f�cil que las agrupaciones familiares naturales y las relaciones tribales personales se distorsionen, se quebranten o se fragmenten. �
En un pueblo, todos los
vecinos son amigos personales o, en el peor de los casos, enemigos
personales; nunca extra�os. En la gran ciudad, muchas personas ni
siquiera saben c�mo se llaman sus vecinos. �
Pero, al mismo tiempo, la
paradoja del aislamiento social de la rebosante ciudad puede causar
gran tensi�n y desventura a muchos de los moradores del zool�gico
humano. � Consideramos la claustrofobia como una respuesta anormal. � En su forma extrema lo es, pero en una forma m�s leve, menos claramente reconocida, es una situaci�n que padecen todos los habitantes de ciudad. Se han hecho t�midos intentos para corregir eso. Se sit�an aparte secciones especiales de la ciudad como muestra de la voluntad de proveer espacios abiertos, peque�os trozos de "medio ambiente natural", llamados parques. �
Originariamente, los
parques eran terrenos de caza en los que hab�a ciervos y otros
animales, donde los miembros ricos de la s�per-tribu pod�an revivir
sus ancestrales m�dulos de conducta cazadora; pero en los modernos
parques ciudadanos s�lo subsiste la vida vegetal. �
Tendr�a que abarcar miles
de kil�metros cuadrados para proporcionar una extensi�n natural de
espacio para la enorme poblaci�n a que sirve. Lo mejor que puede
decirse en su favor es que es mejor que nada. � Pero no importa, se han alejado, han recorrido una extensi�n m�s amplia, y, al hacerlo, han continuado la lucha contra la antinatural angostura espacial de la ciudad. � Aunque las abarrotadas carreteras de la moderna s�per-tribu hayan convertido eso en algo muy semejante a un ritual, todav�a es preferible eso que renunciar. La situaci�n es peor a�n para los habitantes del zool�gico animal. � Su versi�n del recorrido de autom�viles en caravana, es el a�n m�s est�pido pasear de un lado a otro del suelo de su jaula. Pero tampoco renuncian. �
Deber�amos sentirnos
agradecidos por poder hacer algo m�s que pasear de un lado a otro de
nuestras habitaciones. � � |
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