por Desmond J. Morris

1969-1970
presentaci�n de Alonso Gonz�lez de N�jera

08 Septiembre 2020

del Sitio Web Editorial-Streicher
Versi�n original en ingles

El afamado zo�logo y et�logo brit�nico Desmond J. Morris (1928), autor hasta hoy de casi cuarenta libros, public� en 1969 The Human Zoo, donde analiza la conducta humana en las grandes sociedades modernas y su parecido con la conducta animal en cautividad.

De dicho libro traducido (El Zoo Humano) en 1970, presentamos aqu� su breve introducci�n y su cap�tulo primero, que contiene un interesante cuadro de la evoluci�n humana desde la �poca m�s primitiva hasta explicar comportamientos que se dan en las modernas sociedades impersonales, donde el hombre parece aspirar siempre a vivir en grupos no tan extensos.




Tribus y S�per-Tribus

-�� El Zool�gico Humano�� -
por Desmond Morris

1969




INTRODUCCI�N

Cuando las presiones de la vida moderna se vuelven opresivas, el fatigado habitante de la ciudad suele hablar de su rebosante mundo como de una jungla de asfalto.

Es �sta una forma colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana densamente poblada, pero es tambi�n sumamente inexacta, como puede confirmar cualquiera que haya estudiado una jungla verdadera.

En condiciones normales, en sus h�bitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a s� mismos, no se masturban, atacan a su prole, desarrollan �lceras de est�mago, se hacen fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen asesinatos.

Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades.

�Revela, pues, esto, una diferencia b�sica entre la especie humana y otros animales?

A primera vista, as� parece. Pero esto es enga�oso.

Tambi�n otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un parque zool�gico manifiesta todas esas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compa�eros humanos.

Evidentemente, entonces, la ciudad no es una jungla de asfalto sino un zool�gico humano.

La comparaci�n que debemos hacer no es entre el habitante de la ciudad y el animal salvaje, sino entre el habitante de la ciudad y el animal cautivo. El moderno animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie.

Atrapado, no por un cazador al servicio de un zool�gico, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensi�n, se halla en constante peligro de enloquecer.

A pesar de las presiones, las ventajas son importantes.

El mundo del zool�gico, como un padre gigantesco, protege a sus inquilinos: se suministran comida, bebida, albergue y cuidados m�dicos e higi�nicos; los problemas b�sicos de supervivencia se hallan reducidos al m�nimo. Hay tiempo libre en abundancia.

El modo en que se emplea este tiempo en un zool�gico no humano var�a, naturalmente, de una especie a otra.

Unos animales reposan tranquilamente y dormitan al Sol; otros encuentran cada vez m�s dif�cil aceptar una prolongada inactividad. Si es usted inquilino de un zool�gico humano, pertenece inevitablemente a esta segunda categor�a. Hall�ndose en posesi�n de un cerebro esencialmente exploratorio e inventivo, no podr� reposar durante mucho tiempo.

Se ver� impulsado con creciente intensidad al desarrollo de actividades cada vez m�s complicadas. Investigar�, organizar� y crear�, y, al final, se habr� hundido a mayor profundidad todav�a, en un mundo de parque zool�gico a�n m�s cautivo.

A cada nueva complejidad, se encontrar� alejado un paso m�s de su estado tribal natural, el estado en que sus antepasados existieron durante un mill�n de a�os.

La historia del hombre moderno es la historia de su lucha para hacer frente a las consecuencias de este dif�cil progreso.

El cuadro se vuelve confuso e induce, a la vez, a la confusi�n; en parte, a causa de su misma complejidad y, en parte, porque nos hallamos implicados en �l en un papel dual, siendo espectadores y participantes al mismo tiempo.

Tal vez pueda aclararse la escena si la contemplamos desde el punto de vista del zo�logo, y esto es lo que intentar� en las p�ginas que siguen.

En la mayor�a de los casos, he seleccionado ejemplos que ser�n familiares a los lectores occidentales. Esto no quiere decir, sin embargo, que me proponga referir mis conclusiones s�lo a las culturas accidentales. Por el contrario, todo indica que los principios subyacentes se aplican por igual a los habitantes de ciudades de todo el mundo.

Si parezco estar diciendo:

"Retroceded, camin�is hacia el desastre", perm�tame asegurarle que no es as�.

En nuestro incansable progreso social, hemos liberado gloriosamente nuestros poderosos impulsos exploradores e inventivos. Constituyen una parte b�sica de nuestra herencia biol�gica.

No hay en ellos nada artificial ni antinatural.

Ellos nos suministran nuestra gran fuerza, as� como nuestra gran debilidad. Lo que trato de mostrar es el creciente precio que tenemos que pagar por satisfacerlos, y los ingeniosos expedientes que ideamos para hacer frente a ese precio, por exorbitante que resulte.

Los riesgos van aumentando continuamente, y el juego se hace cada vez m�s peligroso, las bajas m�s sobrecogedoras, y el paso m�s acelerado.

Pero, pese a los azares, es el juego m�s excitante que el mundo ha presenciado jam�s. Es absurdo sugerir que alguien deber�a tocar un silbato y tratar de detenerlo.

No obstante, hay formas diferentes de jugarlo, y, si podemos comprender mejor la verdadera naturaleza de los jugadores, deber�a ser posible hacer el juego m�s remunerador a�n, sin que, al mismo tiempo, se tornara m�s peligroso y, por fin, desastroso para toda la especie.



Cap�tulo Primero
TRIBUS Y S�PER-TRIBUS

Imagine usted un pedazo de tierra de 35 kil�metros de longitud y otros tantos de anchura.

Repres�nteselo agreste, habitado por animales grandes y peque�os. Fig�rese ahora un grupo compacto de 60 seres humanos acampando en medio de ese territorio.

Trate de verse a s� mismo all�, como miembro de esa min�scula tribu, con el paisaje, su paisaje, extendi�ndose en torno m�s all� de cuanto puede abarcar su vista.

Nadie ajeno a su tribu utiliza ese vasto espacio. Constituye su �mbito dom�stico exclusivo, su terreno de caza tribal. Peri�dicamente, los hombres de su grupo se ponen en marcha en busca de presas. Las mujeres recogen bayas y frutas. Los ni�os juegan ruidosamente en torno al campamento, imitando las t�cnicas de caza de sus padres.

Si la tribu prospera y aumenta de tama�o, se desgajar� de ella un grupo que se dispondr� a colonizar un nuevo territorio. Poco a poco, se ir� extendiendo la especie.

Imagine un pedazo de tierra de 35 kil�metros de longitud y otros tantos de anchura.

Repres�nteselo civilizado, habitado por m�quinas y edificios. Fig�rese ahora un grupo compacto de seis millones de seres humanos acampando en medio de ese territorio.

V�ase a s� mismo all�, con la complejidad de la gran ciudad extendi�ndose a su alrededor, m�s all� de cuanto puede abarcar su vista.

Compare ahora esas dos im�genes. En la segunda escena hay 100.000 individuos por cada uno de la primera escena. El espacio ha permanecido id�ntico.

Hablando en t�rminos evolucionistas, ese dram�tico cambio ha sido casi instant�neo; han bastado unos cuantos miles de a�os para que la escena n�mero uno se convierta en la escena n�mero dos.

El animal humano parece haberse adaptado con brillantez a su extraordinaria nueva condici�n, pero no ha tenido tiempo para cambiar biol�gicamente, para evolucionar hasta una nueva especie gen�ticamente civilizada.

Ese proceso civilizador se ha realizado de modo exclusivo por el aprendizaje y el condicionamiento.

Biol�gicamente, contin�a siendo el sencillo animal tribal representado en la escena uno. As� vivi�, no durante unos cuantos siglos sino durante un mill�n de duros a�os. A lo largo de ese per�odo cambi� biol�gicamente. Evolucion� de modo espectacular.

Las presiones de la supervivencia eran grandes y lo moldearon...

Han sucedido tantas cosas en los �ltimos miles de a�os, los a�os urbanos, los agitados a�os del hombre civilizado, que se nos hace dif�cil comprender la idea de que esto no es m�s que una �nfima parte de la historia humana.

Nos resulta tan familiar, que imaginamos vagamente haber llegado a ella de manera gradual y que, en consecuencia, nos hallamos plenamente equipados para enfrentarnos a todos los nuevos azares sociales.

Si nos forzamos a considerar la cuesti�n con fr�a objetividad, nos vemos obligados a admitir que no es as�.

Es s�lo nuestra incre�ble plasticidad, nuestra ingeniosa adaptabilidad, lo que hace que lo parezca. El sencillo cazador tribal est� haciendo todo lo posible por llevar airosa y orgullosamente sus nuevos jaeces; pero son vestiduras complejas y embarazosas, y no deja de tropezar con ellas.

Sin embargo, antes de examinar la forma en que tropieza y tan frecuentemente pierde el equilibrio, debemos, en primer lugar, ver c�mo se las ha arreglado para confeccionar su fabulosa capa de civilizaci�n.

Debemos comenzar haciendo descender la temperatura hasta encontrarnos en plena Era glacial, hace unos veinte mil a�os.

Nuestros primeros antepasados cazadores hab�an conseguido ya extenderse a lo largo de buena parte del Viejo Mundo y no habr�an de tardar en emigrar desde el Asia oriental hasta el Nuevo Mundo.

Haber conseguido una expansi�n semejante debe de haber significado que su sencilla vida cazadora era ya algo m�s que un simple modo de emular a sus rivales carn�voros. Pero esto no es sorprendente si se piensa que el cerebro de nuestros antepasados de la Edad del Hielo era ya tan grande y estaba tan desarrollado como los nuestros en la actualidad.

Desde el punto de vista del esqueleto, hay poca diferencia entre ellos y nosotros.

F�sicamente hablando, el hombre moderno hab�a entrado ya en escena. De hecho, si con la ayuda de una m�quina del tiempo fuera posible traer a nuestro hogar al hijo reci�n nacido de un cazador de la Edad del Hielo y criarlo como propio, es dudoso que alguien notara la supercher�a.

En Europa, el clima era hostil, pero nuestros antepasados luchaban bien contra �l. Con la m�s sencilla de las tecnolog�as eran capaces de matar grandes piezas de caza.

Afortunadamente, nos han dejado un testimonio de su destreza cazadora, no s�lo en los accidentales restos que podemos desenterrar en los suelos de sus cuevas, sino tambi�n en los impresionantes murales pintados en sus paredes.

Los velludos mamuts, los lanosos rinocerontes, bisontes y renos all� retratados no permiten albergar ninguna duda respecto a la naturaleza de su clima. Al emerger hoy en d�a de la oscuridad de las cuevas y salir a la abrasada campi�a, es dif�cil imaginarlo habitado por esas criaturas de gruesas pieles.

Acude vividamente a la mente el contraste entre la temperatura de anta�o y la actual.

Al tocar a su fin la �ltima glaciaci�n, el hielo empez� a retirarse hacia el Norte a un ritmo de cincuenta metros al a�o, y los animales de las zonas fr�as se movieron con �l hacia el Norte. Frondosos bosques ocuparon el lugar de las fr�as tundras. La gran Edad del Hielo concluy� hace unos diez mil a�os, pregonando el advenimiento de una nueva �poca en el desarrollo humano.

El acaecimiento decisivo iba a tener lugar en el punto en que se unen �frica, Asia y Europa.

All�, en el conf�n oriental del Mediterr�neo, se produjo una peque�a modificaci�n en el comportamiento alimenticio humano que hab�a de alterar todo el curso del progreso de la Humanidad.

Era, ciertamente, trivial y simple en s� mismo, pero su impacto hab�a de ser enorme. Hoy, no le damos la menor importancia: lo llamamos agricultura.

Antes, todas las tribus humanas hab�an llenado sus vientres de una de estas dos formas: los hombres hab�an cazado animales para comer, y las mujeres hab�an recogido plantas para comer.

La dieta se equilibraba compartiendo los botines. Virtualmente, todos los miembros adultos activos de la tribu eran suministradores de alimentos.

El almacenamiento de v�veres era relativamente peque�o. Se limitaban a salir y conseguir lo que necesitaban, cuando lo necesitaban.

Eso era menos azaroso de lo que parece, porque, claro est�, la poblaci�n mundial de nuestra especie era entonces muy escasa, comparada con las masivas cifras de hoy. Sin embargo, aunque esos primitivos cazadores recolectores prosperaron much�simo y se extendieron hasta cubrir una amplia zona del Globo, sus unidades tribales continuaron siendo peque�as y simples.

Durante los cientos de miles de a�os de evoluci�n humana, los hombres hab�an ido adapt�ndose tanto f�sica como mentalmente, tanto estructural como operativamente, a esa forma cazadora de vida.

El nuevo paso que dieron, el paso hacia la agricultura y la producci�n de alimentos, los situ� en un inesperado umbral y los arroj� con tanta rapidez a una forma desconocida de existencia social, que no tuvieron tiempo de desarrollar nuevas cualidades gen�ticamente controladas para ajustarse a ella.

A partir de entonces, su adaptabilidad y su plasticidad operativa, su capacidad de aprender y acomodarse a nuevos y m�s complejos modos, iban a ser sometidas a una dura prueba.

La urbanizaci�n y las complicaciones de la vida ciudadana s�lo fueron un paso m�s adelante.

Por fortuna, el largo aprendizaje de la caza hab�a desarrollado el ingenio y un sistema de ayuda mutua. Los hombres cazadores a�n eran intuitivamente competitivos y auto-afirmativos, cierto, como sus antepasados simios, pero su car�cter competitivo se hab�a visto forzosamente atemperado por una creciente necesidad b�sica de cooperar.

�sta hab�a sido su �nica esperanza de �xito en su rivalidad con los asesinos profesionales del mundo carn�voro, establecidos hac�a tiempo y provistos de afiladas garras, como los grandes felinos.

Los hombres cazadores hab�an desarrollado su cooperatividad juntamente con su inteligencia y su naturaleza exploradora, y la combinaci�n hab�a demostrado ser eficaz y mort�fera. Aprend�an con rapidez, ten�an buena memoria y sab�an reunir los elementos separados de su pasado aprendizaje para resolver nuevos problemas.

Si esa cualidad les hab�a sido �til en los primeros tiempos, cuando se hallaban dedicados a sus arduas cacer�as, les era m�s esencial a�n ahora, pr�ximos al hogar, en el umbral de una nueva y mucho m�s compleja forma de vida social.

Las tierras situadas en el extremo oriental del Mediterr�neo eran la morada natural de dos plantas vitales: el trigo y la cebada silvestres.

En esa regi�n hab�a tambi�n cabras salvajes, carneros salvajes, reses salvajes y cerdos salvajes. Los cazadores-recolectores humanos que se establecieron en esa zona hab�an domesticado ya al perro, pero �ste era utilizado fundamentalmente como compa�ero de caza y guardi�n, m�s que como fuente directa de alimento.

La verdadera agricultura comenz� con el cultivo de las dos plantas, el trigo y la cebada.

No tard� en ser seguido aquello por la domesticaci�n de cabras y ovejas primero, y, poco despu�s, de reses vacunas y cerdos. Con toda probabilidad, los animales fueron atra�dos primero por los cultivos, acudieron a comer y se quedaron luego para ser alimentados y comidos ellos mismos.

No es casualidad que las otras dos regiones de la Tierra que, m�s tarde, presenciaron el nacimiento de civilizaciones independientes (Asia meridional y Am�rica central) fueran tambi�n lugares donde los cazadores-recolectores encontraron plantas silvestres adecuadas para el cultivo: arroz en Asia y ma�z en Am�rica.

Tan afortunados fueron esos cultivos de finales de la Edad de Piedra, que, hoy d�a, las plantas y animales que entonces fueron domesticados contin�an siendo las m�s importantes fuentes de alimentos en todas las operaciones agr�colas a gran escala.

Los grandes progresos modernamente conseguidos en el terreno de la agricultura y la ganader�a han sido mec�nicos m�s que biol�gicos.

Pero fue lo que empez� como meros residuos de las primitivas labores agr�colas lo que hab�a de ejercer el impacto en verdad decisivo en nuestra especie.

Retrospectivamente, es f�cil de explicar. Antes de que comenzara la labranza de la tierra y la cr�a de ganado, todo el que quer�a comer deb�a aportar su participaci�n en la b�squeda de alimento.

Virtualmente, toda la tribu se hallaba implicada.

Pero cuando los cerebros con visi�n de futuro que hab�an ideado y planeado las maniobras cineg�ticas [del arte de la caza] volvieron su atenci�n a los problemas de organizar el cultivo de cosechas, la irrigaci�n de la tierra y la alimentaci�n de animales cautivos, consiguieron dos cosas.

Fue tal su �xito, que crearon por primera vez no s�lo una provisi�n constante de alimentos, sino tambi�n un excedente alimenticio regular con el que se pod�a contar.

La creaci�n de ese excedente fue la llave que hab�a de abrir la puerta a la civilizaci�n. La tribu no s�lo pod�a hacerse m�s numerosa, sino que pod�a liberar a algunos de sus miembros para que se dedicaran a otras tareas: no tareas ocasionales, supeditadas a las primordiales exigencias de la b�squeda de alimentos, sino actividades de plena dedicaci�n que pod�an florecer y desarrollarse por derecho propio.

Hab�a nacido una Era de especializaci�n.

De esos peque�os comienzos surgieron las grandes ciudades.

He dicho que es f�cil de explicar, pero ello no significa que no sea dif�cil para nosotros, al volver la vista hacia atr�s, seleccionar el factor vital que condujo al siguiente gran paso de la historia humana.

No significa, naturalmente, que fuera un paso f�cil de dar a la saz�n.

Cierto que el cazador-recolector humano era un animal magn�fico, lleno de aptitudes y potencialidades latentes. El hecho de que nosotros estemos aqu� hoy es prueba suficiente de ello. Pero hab�a evolucionado como cazador tribal, no como paciente y sedentario granjero.

Es tambi�n cierto que pose�a una mente sagaz, capaz de planear una expedici�n de caza y de comprender los cambios de estaci�n que se suced�an en su medio ambiente.

Mas para obtener �xito en su actividad de granjero ten�a que extender su sagacidad m�s all� de todo cuanto antes hab�a experimentado.

La t�ctica de la caza tuvo que convertirse en estrategia agropecuaria. Conseguido eso, ten�a que aguzar a�n m�s su inteligencia para enfrentarse a las nuevas complejidades sociales que hab�an de seguir a su reci�n lograda opulencia, mientras los pueblos se convert�an en ciudades.

Es importante comprender esto cuando se habla de una "revoluci�n urbana".

El uso de esta expresi�n da la impresi�n de que las ciudades empezaron a surgir por todas partes en una s�bita e impetuosa marcha hacia una nueva vida social. Pero no fue as�. Los viejos modos fueron extingui�ndose lenta y dificultosamente.

De hecho, subsisten en la actualidad en muchas partes del mundo. Numerosas culturas contempor�neas est�n todav�a operando a niveles agropecuarios virtualmente neol�ticos, y en ciertas regiones, tales como el desierto del Kalahari, el Norte de Australia y el �rtico, podemos a�n observar comunidades de cazadores-recolectores de puro estilo paleol�tico.

Los primeros desenvolvimientos urbanos, las primeras ciudades, surgieron, no como una s�bita erupci�n en la piel de la sociedad prehist�rica, sino como unas cuantas manchas aisladas y diminutas. Aparecieron en lugares del Asia Sudoccidental como dram�ticas excepciones a la regla general.

Conforme a las medidas actuales, eran muy peque�as, y el modelo se extend�a lentamente, muy lentamente.

Cada una de ellas se basaba en una organizaci�n acusadamente localizada, �ntimamente relacionada con las tierras de labor circundantes y ligada a ellas.

Al principio, hab�a un comercio y una mutua relaci�n muy escasos entre un centro urbano y los otros. �ste hab�a de ser el siguiente gran avance, y requer�a tiempo. La barrera psicol�gica que se opon�a a semejante paso era, evidentemente, la p�rdida del particularismo local.

No era tanto el caso de "la tribu que perdi� su cabeza", como la cabeza humana rehusando perder su tribu.

La especie hab�a evolucionado como un animal tribal, y la caracter�stica fundamental de una tribu es que opera sobre una base localizada e interpersonal. No iba a resultar f�cil abandonar ese b�sico modelo social, tan t�pico de la antigua condici�n humana.

Pero eran las cosechas, tan eficientemente recogidas y transportadas, lo que estaba forzando la marcha.

Al ir progresando la agricultura y a medida que la �lite urbana, liberada de los trabajos de la producci�n, fue concentrando su atenci�n en otros problemas m�s nuevos, result� inevitable que emergiera finalmente una red urbana, una interconexi�n jer�rquicamente organizada entre ciudades vecinas.

La m�s antigua ciudad conocida surgi� en Jeric� hace m�s de ocho mil a�os, pero la primera civilizaci�n plenamente urbana se desarroll� mucho m�s al Este, al otro lado del desierto de Siria, en Sumeria.

All�, hace unos cinco mil o seis mil a�os, naci� el primer imperio, y el prefijo "pre" fue eliminado de la palabra "prehistoria" con la invenci�n de la escritura.

Se desarroll� la coordinaci�n entre ciudades, los dirigentes se convirtieron en administradores, adquirieron estabilidad las profesiones, progresaron el trabajo sobre metales y el transporte, los animales de carga (distintos de los destinados al consumo alimenticio) fueron domesticados, y surgi� la arquitectura monumental.

Para nuestros actuales niveles, las ciudades sumerias eran peque�as, con poblaciones que oscilaban desde 7.000 hasta no m�s de 20.000 habitantes.

Sin embargo, el sencillo miembro de tribu hab�a recorrido ya un largo camino. Se hab�a convertido en un ciudadano, miembro de una s�per-tribu, y la diferencia clave consist�a en que en una s�per-tribu ya no conoc�a personalmente a cada miembro de su comunidad.

Era ese cambio, ese desplazamiento de la sociedad personal a la impersonal, lo que hab�a de causar al animal humano sus m�s intensas angustias en los milenios siguientes.

Como especie, no est�bamos biol�gicamente equipados para enfrentarnos a una masa de desconocidos disfrazados de miembros de nuestra tribu. Era algo que ten�amos que aprender a hacer, pero que no resultaba f�cil. Como veremos m�s adelante, todav�a nos estamos esforzando por conseguirlo en toda clase de secretas maneras... y algunas que no lo son tanto.

Como consecuencia de la artificialidad de la inflaci�n de la vida social humana a escala s�per-tribal, se hizo necesario introducir formas m�s elaboradas de controles para mantener unidas las dilatadas comunidades. Era preciso pagar en disciplina los enormes beneficios materiales de la vida s�per-tribal.

En la antigua civilizaci�n, que comenz� a desarrollarse en torno al Mediterr�neo, en Egipto, Grecia, Roma y otros lugares, la administraci�n y el Derecho se hicieron m�s opresivos y m�s complejos, juntamente con las tecnolog�as y artes en creciente florecimiento.

Fue un lento proceso.

La magnificencia de los restos de esas civilizaciones, ante los que hoy d�a nos sentimos maravillados, tiende a hacernos pensar que abarcaban vastas poblaciones, pero no es as�. En cabezas por s�per-tribu, el crecimiento fue gradual.

En fecha tan avanzada como el a�o 600 a.C., la ciudad m�s grande, Babilonia, no conten�a m�s de 80.000 personas. La Atenas cl�sica pose�a una poblaci�n ciudadana de 20.000 habitantes �nicamente, y tan s�lo la cuarta parte de ellos formaban parte de la verdadera �lite urbana.

La poblaci�n total de toda la ciudad-Estado, incluyendo mercaderes extranjeros, esclavos y residentes rurales y urbanos, ha sido estimada en una cifra aproximada que oscila entre los 70.000 y los 100.000 habitantes.

Para situar eso en una perspectiva adecuada, t�ngase en cuenta que la cifra es ligeramente inferior a la de la poblaci�n de las actuales ciudades universitarias, tales como Oxford y Cambridge. Naturalmente, las grandes metr�polis modernas no admiten comparaci�n: existen en la actualidad m�s de cien ciudades que superan el mill�n de habitantes, sobrepasando los diez millones la mayor de ellas.

La Atenas moderna contiene nada menos que 1.850.000 personas.

Si hab�an de continuar creciendo en esplendor, los antiguos Estados urbanos no pod�an confiar por m�s tiempo en la producci�n local. Ten�an que aumentar sus provisiones por uno de estos dos medios: el comercio o la conquista.

Roma sigui� ambos procedimientos, pero dio preferencia a la conquista, y la llev� a cabo con tan devastadora eficiencia administrativa y militar, que fue capaz de crear la ciudad m�s grande que el mundo hab�a visto jam�s, con una poblaci�n que se acercaba al medio mill�n de habitantes, y erigiendo un modelo cuyos ecos hab�an de resonar a todo lo largo de las centurias siguientes.

Esos ecos persisten hoy d�a, no s�lo en el esfuerzo cerebral de los organizadores, manipuladores y talentos creadores, sino tambi�n en la �lite urbana, cada vez m�s ociosa y �vida de emociones, cuyos miembros se han hecho tan numerosos que su humor puede agriarse f�cilmente y deben ser mantenidos entretenidos a toda costa.

En el sofisticado habitante ciudadano del Imperio Romano podemos ya ver hoy un prototipo del actual miembro de la s�per-tribu.

Desarrollando nuestro relato urbano, hemos llegado, con la antigua Roma, a una fase en que la comunidad humana ha crecido de tal modo y alcanza una densidad tal que, zool�gicamente hablando, hemos llegado ya a la condici�n moderna.

Cierto que, durante las centurias siguientes, la trama fue espes�ndose, pero continu� siendo esencialmente la misma. Las muchedumbres se hicieron m�s densas, las �lites se volvieron m�s selectas, las tecnolog�as adquirieron un car�cter m�s t�cnico. Las frustraciones y tensiones de la vida ciudadana aumentaron en intensidad.

Los choques s�per-tribales se hicieron m�s sangrientos. Hab�a demasiadas personas, lo cual significaba que hab�a personas de sobra, personas que se pod�an dilapidar.

A medida que las relaciones humanas, perdidas en la multitud, se hac�an m�s impersonales, la inhumanidad del hombre hacia el hombre aumentaba hasta alcanzar proporciones horribles. Sin embargo, como he dicho antes, una relaci�n impersonal no es una relaci�n biol�gicamente humana, de modo que eso no resulta sorprendente.

Lo sorprendente es que las desmesuradamente hinchadas s�per-tribus hayan podido sobrevivir y, lo que es m�s, que hayan sobrevivido tan bien. No es esto algo que debamos aceptar simplemente porque nos hallamos en el siglo XX, sino algo de lo que debemos maravillarnos.

Es un asombroso testimonio de nuestra incre�ble habilidad, tenacidad y plasticidad como especie.

�C�mo pudimos conseguirlo?

Lo �nico que pose�amos, como animales, era un conjunto de caracter�sticas biol�gicas desarrolladas durante nuestro largo aprendizaje como cazadores. La respuesta debe de radicar en la naturaleza de esas caracter�sticas y en la forma en que hemos sabido explotarlas y manipularlas sin distorsionarlas con tanta intensidad como (superficialmente) parecemos haber hecho.

Debemos examinarlas con mayor atenci�n.

Teniendo presente nuestro linaje simiesco, la organizaci�n social de las especies supervivientes de simios puede suministrarnos pistas reveladoras. La existencia de individuos poderosos y dominantes que gobiernan desp�ticamente al resto del grupo es un fen�meno muy extendido entre los primates superiores.

Los miembros m�s d�biles del grupo aceptan sus papeles subordinados. No huyen a la maleza y se establecen por su cuenta.

Hay fortaleza y seguridad en el n�mero. Cuando ese n�mero se hace demasiado grande, entonces, desde luego, se desgaja un nuevo grupo que se separa del anterior, pero los simios individuales aislados son anormalidades. Los grupos se mueven de un modo compacto de un sitio a otro, y se mantienen unidos en todo momento.

Esa fidelidad no es simplemente la consecuencia de una tiran�a impuesta por parte de los dirigentes, los machos dominantes.

Tal vez sean d�spotas, pero desempe�an tambi�n otro papel, el de guardianes y protectores. Si existe una amenaza al grupo proveniente del exterior, tal como un ataque de un predador hambriento, son ellos quienes se muestran m�s activos en la defensa. En presencia de un desaf�o externo, los machos superiores deben unir sus fuerzas para hacerle frente, olvidadas sus querellas internas.

Pero, en otras ocasiones, la cooperaci�n activa dentro del grupo se halla reducida a su m�nimo.

Volviendo a los animales humanos, podemos ver que este sistema b�sico - cooperaci�n social de cara al exterior, competici�n social de cara al interior - nos es tambi�n aplicable a nosotros, aunque nuestros primitivos antepasados humanos se vieron obligados a desplazar un tanto la balanza.

Su gigantesco esfuerzo por convertirse de comedores de frutos en cazadores requiri� una cooperaci�n interna mucho m�s grande y activa.

El mundo externo, adem�s de ofrecer p�nicos ocasionales, presentaba ahora un casi constante desaf�o al cazador de emergencia.

El resultado fue un desplazamiento b�sico hacia la ayuda mutua, hacia el compartimiento y la combinaci�n de recursos. Esto no significa que el hombre primitivo empezara a moverse como una �nica entidad, como un banco de peces; la vida era demasiado compleja para eso. Subsist�an la competici�n y la jefatura, contribuyendo a proporcionar �mpetu y a reducir la indecisi�n, pero la autoridad desp�tica fue severamente restringida.

Se consigui� un delicado equilibrio que, como ya hemos visto, hab�a de mostrarse muy eficaz, permitiendo a los primitivos cazadores humanos extenderse por la mayor parte de la superficie terrestre con la sola ayuda de un m�nimo de tecnolog�a.

�Qu� fue de ese delicado equilibrio cuando las diminutas tribus se convirtieron en gigantescas s�per-tribus? C

on la p�rdida del modelo tribal persona a persona, el p�ndulo competitivo-cooperativo empez� a oscilar peligrosamente de un lado a otro y no ha dejado de hacerlo, nocivamente, desde entonces.

El que los miembros subordinados de las s�per-tribus se convirtieran en multitudes impersonales ha sido la causa de que las oscilaciones m�s violentas del p�ndulo se hayan producido hacia el lado dominante, competitivo.

Los s�per-desarrollados grupos urbanos fueron r�pida y repetidamente presa de formas exageradas de tiran�a, despotismo y dictadura.

Las s�per-tribus dieron nacimiento a s�per-jefes, los cuales ejerc�an poderes que hac�an parecer positivamente benignos a los tiranos simios. Dieron nacimiento tambi�n a s�per-subordinados en forma de esclavos, que padec�an una sumisi�n mucho m�s extrema que la que habr�an conocido ni siquiera los m�s bajos y rastreros de los monos.

Para dominar a una s�per-tribu de esa manera se necesitaba algo m�s que un �nico d�spota. Aun con nuevas tecnolog�as destructivas - armas, mazmorras, torturas - para ayudarle a mantener coactivamente condiciones de total sojuzgamiento, precisaba tambi�n una masa de seguidores si hab�a de conseguir mantener en un extremo el p�ndulo biol�gico.

Eso era posible porque los seguidores, como los jefes, estaban aficionados por la impersonalidad de la condici�n s�per-tribal.

Apaciguaban hasta cierto punto sus conciencias cooperativas mediante la creaci�n de subgrupos, o pseudo-tribus, dentro del cuerpo principal de la s�per-tribu. Cada individuo establec�a relaciones personales del antiguo tipo biol�gico con un peque�o grupo de dimensiones tribales formado por compa�eros sociales o profesionales.

Dentro de ese grupo, pod�a satisfacer sus necesidades b�sicas de ayuda y coparticipaci�n mutuas.

Otros subgrupos - la clase de esclavos, por ejemplo - pod�an entonces ser considerados m�s confortablemente como extra�os ajenos a su protecci�n.

Hab�a nacido la "doble medida" social...

La fuerza insidiosa de esas nuevas subdivisiones radicaba en el hecho de que hac�an incluso posible que las relaciones personales se desarrollaran de una forma impersonal.

Aunque un subordinado - un esclavo, un siervo o un criado - pudiera ser conocido personalmente por un amo, el hecho de que hubiera sido encuadrado en otra categor�a social significaba que pod�a ser tratado tan mal como un miembro de la masa impersonal.

Es s�lo una verdad parcial decir que el poder corrompe. La subyugaci�n extrema puede corromper con id�ntica eficacia. Cuando el p�ndulo bio-social oscila hacia la tiran�a alej�ndose de la cooperaci�n activa, queda corrompida la sociedad entera. Tal vez produzca grandes avances materiales.

Tal vez desplace 4.883.000 toneladas de piedra para constru�r una pir�mide, pero, dada su deformada estructura social, sus d�as est�n contados. Se puede dominar mucho a muchos y durante mucho tiempo, pero aun dentro de la sofocante atm�sfera de una s�per-tribu existe un l�mite.

Si cuando se alcanza el l�mite el p�ndulo bio-social retrocede suavemente hacia su equilibrado punto medio, la sociedad puede darse por afortunada.

Si, como es m�s probable, oscila violentamente de un lado a otro, correr� la sangre a una escala que nuestro primitivo antepasado cazador jam�s hubiera imaginado.

El hecho de que el impulso cooperativo humano se reafirme tan intensa y repetidamente constituye el milagro de la supervivencia civilizada.

Muchas fuerzas act�an contra �l y, sin embargo, nunca deja de retornar a la superficie. Nos agrada considerar eso una victoria de los poderes del altru�smo intelectual sobre las debilidades bestiales, como si la �tica y la moralidad fuesen alguna especie de invenci�n moderna. Si eso fuera realmente cierto, es dudoso que nos encontr�semos aqu� para proclamarlo.

Si no llev�ramos en nosotros mismos el fundamental impulso biol�gico de cooperar con nuestros semejantes, jam�s habr�amos sobrevivido como especie. Si nuestros antepasados cazadores hubieran sido realmente crueles e insaciables tiranos cargados de "pecado original", la historia del �xito humano habr�a finalizado hace mucho tiempo.

La doctrina del pecado original estriba en que las condiciones artificiales de la s�per-tribu act�an sin cesar contra nuestro altruismo biol�gico, y �ste necesita toda la ayuda que pueda encontrar.

Soy consciente de que existen autoridades que se manifestar�n en rotundo desacuerdo con lo que acabo de decir. Consideran al hombre inclinado por naturaleza a ser d�bil, codicioso y malvado, necesitado de severos c�digos impuestos para que sea fuerte, comedido y bueno.

Pero cuando ridiculizan el concepto del "buen salvaje", lo que hacen es introducir confusi�n.

Ponen de relieve que no hab�a nada noble en la ignorancia o la superstici�n, y en ese aspecto tienen raz�n. Pero �sta es s�lo una parte de la historia. La otra parte concierne a la conducta del cazador primitivo respecto a sus compa�eros.

Aqu�, la situaci�n debe de haber sido diferente.

Compasi�n, bondad, ayuda mutua, un impulso fundamental para cooperar dentro de la tribu, debi� de ser la pauta a seguir para que los primitivos grupos de hombres sobrevivieran en su precario ambiente.

S�lo cuando las tribus se expandieron hasta convertirse en s�per-tribus impersonales, fue cuando la vieja pauta de conducta se vio sometida a fuerte presi�n y empez� a derrumbarse.

S�lo entonces fue preciso imponer leyes y c�digos de disciplina para rectificar el equilibrio.

Si hubieran sido impuestos en un grado adecuado para hacer frente y resistir a las nuevas presiones, todo habr�a ido bien; pero en las civilizaciones primitivas los hombres eran biso�os en la tarea de conseguir ese delicado equilibrio.

Fracasaron repetidamente, y con resultados mort�feros.

En la actualidad tenemos m�s experiencia, pero el sistema nunca ha sido perfeccionado, porque, a medida que las s�per-tribus han continuado expandi�ndose, el problema no ha dejado de replantearse.

Perm�tanme enfocarlo de otra manera. Se ha dicho con frecuencia que,

"la ley proh�be a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer".

De ah� se sigue que, si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser un estuprador homicida y rapaz.

�Constituye esto realmente una adecuada descripci�n de la peculiaridad del hombre como especie biol�gica?

No encaja en el cuadro zool�gico de la emergente especie tribal. Por desgracia, no obstante, s� encaja en el marco s�per-tribal.

El robo, quiz�s el m�s corriente de los delitos, constituye un buen ejemplo. Un miembro de una s�per-tribu se halla sometido a una presi�n, sufriendo todas las tensiones y los esfuerzos de su artificiosa condici�n social.

La mayor�a de las personas de su s�per-tribu le son desconocidas; no tiene con ellas ning�n lazo personal ni tribal.

El ladr�n t�pico no est� robando a uno de sus compa�eros conocidos. No est� infringiendo el viejo c�digo biol�gico tribal. En su �nimo, �l est� simplemente situando a su v�ctima completamente fuera de su tribu. Para contrarrestar eso, es preciso que se imponga una ley s�per-tribal.

A este respecto, es de notar que a veces hablamos de "honor entre ladrones" y de "c�digo del hampa".

Esto pone de manifiesto el hecho de que consideramos a los delincuentes como pertenecientes a una pseudo-tribu distinta y separada dentro de la s�per-tribu.

Es interesante observar, de paso, c�mo tratamos al delincuente:

lo encerramos en una comunidad confinada, compuesta exclusivamente de delincuentes.

Como soluci�n, a corto plazo da buenos resultados, pero, a largo plazo, el efecto es que fortalece su identidad pseudo-tribal en vez de debilitarla, y le ayuda, adem�s, a ensanchar sus contactos sociales pseudo-tribales.

Reconsiderando la idea de que,

"la ley proh�be a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer", podr�amos darle una nueva formulaci�n en el sentido de que "la ley s�lo proh�be a los hombres hacer lo que las condiciones artificiales de civilizaci�n les impulsan a hacer".

De este modo, podemos considerar la ley como un instrumento equilibrador, que tiende a contrarrestar las distorsiones de la existencia s�per-tribal y que ayuda a mantener, en condiciones antinaturales, las formas de conducta social que son naturales a la especie humana.

Sin embargo, esto es una simplificaci�n excesiva. Implica perfecci�n en los jefes, los creadores de la ley.

Tiranos y d�spotas pueden, naturalmente, imponer leyes severas e irrazonables coartando a la poblaci�n en un grado superior a lo que justifican las prevalentes condiciones s�per-tribales.

Una jefatura d�bil tal vez imponga un sistema de leyes que carezca de fuerza para mantener unido a un pueblo en expansi�n. En cualquiera de ambos casos se produce el desastre cultural o la decadencia.

Existe tambi�n otra clase de ley que tiene muy poco que ver con la argumentaci�n que he estado exponiendo, salvo en cuanto que contribuye a mantener unida a la sociedad.

Es una "ley aislante", una ley que ayuda a hacer a una cultura distinta de otra.

Proporciona cohesi�n a una sociedad al conferirle una fisonom�a exclusiva. Esas leyes s�lo desempe�an un papel secundario en los tribunales. Afectan m�s bien a la religi�n y a las costumbres sociales. Su funci�n consiste en intensificar la ilusi�n de que uno pertenece a una tribu unificada, m�s que a una s�per-tribu desparramada y en trance de dispersi�n.

Si se las critica porque parecen arbitrarias o carentes de sentido, la respuesta es siempre que son tradicionales y deben ser obedecidas sin discusi�n.

Y est� bien no discutirlas porque, en s� mismas, son arbitrarias y, con frecuencia, absurdas. Su valor radica en el hecho de que son compartidas por todos los miembros de la comunidad.

Cuando se debilitan, la unidad de la comunidad se debilita tambi�n un poco.

Adoptan muchas formas:

  • los complicados procedimientos de las ceremonias sociales - matrimonios, entierros, conmemoraciones, desfiles, festividades, etc�tera

  • las intrincaciones de la etiqueta, el protocolo y los modales sociales

  • las complejidades del vestido, el uniforme, las condecoraciones, los adornos y las ostentaciones sociales

Estos temas han sido estudiados detalladamente por etn�logos y antrop�logos culturales, que se han sentido fascinados por su gran diversidad.

La diversidad, la diferenciaci�n de una cultura respecto a otra, ha sido, desde luego, la funci�n misma de esas reglas de conducta.

Pero, maravill�ndose ante su variedad, no debe uno pasar por alto sus similitudes fundamentales. Las costumbres y los vestidos pueden ser sorprendentemente distintos en detalle de una cultura a otra, pero poseen la misma funci�n b�sica y las mismas formas b�sicas.

Si empezamos a hacer una lista de todas las costumbres sociales de una cultura determinada, encontraremos equivalentes de casi todas ellas en casi todas las dem�s culturas. S�lo diferir�n los detalles, y diferir�n tan acusadamente que llegar�n a veces a oscurecer el hecho de que se est� en presencia de los mismos tipos sociales b�sicos.

Se�alemos, por v�a de ejemplo, que, en algunas culturas, las ceremonias del duelo implican el uso de vestidos negros; en otras, por el contrario, la ropa de luto es blanca.

Adem�s, si se ampl�a el campo de observaci�n, es posible encontrar todav�a otras culturas que utilizan el azul oscuro, o el gris, o el amarillo, o arpillera oscura natural.

Habi�ndose educado usted en una cultura en la que, desde su temprana infancia, uno de esos colores, por ejemplo el negro, ha estado siempre intensamente asociado con la muerte y el duelo, resultar� inaudito pensar en llevar colores tales como el amarillo o el azul para dicho fin.

Por consiguiente, su reacci�n inmediata al descubrir que esos colores se llevan como luto en otros lugares es observar cu�n diferentes son de su propio vestido habitual.

Esta es la trampa, tan cuidadosamente tendida por las exigencias de aislamiento cultural.

La superficial observaci�n de que los colores var�an tan dram�ticamente oscurece el hecho, m�s fundamental, de que todas esas culturas comparten la realizaci�n de una "manifestaci�n" de duelo, y que en todas ellas eso implica llevar un vestido que sea acusadamente distinto del no destinado a ese fin.

Del mismo modo, cuando un ingl�s visita Espa�a por primera vez se sorprende al encontrar los espacios p�blicos de las ciudades y pueblos atestados de personas a la hora del atardecer, caminando todas de un lado a otro, al parecer sin rumbo.

Su reacci�n inmediata no es que eso constituye el equivalente cultural de esas personas con sus m�s familiares cocktail parties, sino que se trata de alguna especie de extra�a costumbre local. Tambi�n aqu� el modelo social b�sico es el mismo, pero los detalles difieren.

Podr�an darse ejemplos similares hasta abarcar todas las formas de actividad comunitaria, siendo el principio que cuanto m�s social es la ocasi�n, m�s variables son los detalles y m�s extra�a parece ser, a primera vista, la conducta de la cultura ajena.

Es en las m�s grandes ocasiones sociales, tales como coronaciones, funerales oficiales, bailes, banquetes, conmemoraciones de independencia, grandes acontecimientos deportivos, desfiles militares, festivales y fiestas campestres (o sus equivalentes), donde las leyes aislantes desempe�an su papel m�s importante.

Var�an de un caso a otro en mil min�sculos detalles, a cada uno de los cuales se presta escrupulosa atenci�n, como si las vidas mismas de los participantes dependieran de ello.

En cierto sentido, efectivamente, sus vidas sociales dependen de ello, pues s�lo con su conducta en los lugares p�blicos pueden fortalecer y mantener sus sentimientos de identidad social, de pertenecer a un grupo cultural, y cuanto m�s solemne es la ocasi�n, mayor es la ostentaci�n.

�ste es un hecho que los revolucionarios triunfantes pasan por alto o subestiman a veces. Al desembarazarse de la vieja estructura de poder que detestan, se ven obligados a eliminar con ella la mayor�a de los antiguos ceremoniales.

Aun cuando esos procedimientos rituales puedan no tener nada que ver directamente con el sistema de poder derrocado, lo recuerdan con demasiada intensidad y deben desaparecer. Se pueden poner en su lugar unas cuantas actuaciones apresuradamente improvisadas, pero es dif�cil inventar rituales de la noche a la ma�ana.

(Un interesante aspecto del movimiento cristiano es que su temprano �xito dependi�, en cierto grado, de haberse incorporado las viejas ceremonias paganas, convenientemente disfrazadas, para sus propias celebraciones festivas).

Una vez terminadas la excitaci�n y las agitaciones de la revoluci�n, la eventual insatisfacci�n de muchos disgustados revolucionarios se debe, en una forma no manifiesta, a su sensaci�n de p�rdida de la pompa y los acontecimientos sociales. Los dirigentes revolucionarios har�an bien en prever ese problema.

No son las cadenas de identidad social lo que sus seguidores querr�n romper, sino las cadenas de una determinada fisonom�a social.

Tan pronto como �stas queden destru�das, necesitar�n otras nuevas, y no tardar�n en sentirse insatisfechos con una sensaci�n abstracta de "libertad".

�stas son las exigencias de las leyes aislantes.

Otros aspectos de la conducta social entran tambi�n en acci�n como fuerzas cohesivas. El idioma es una de ellas. Tendemos a considerar el idioma exclusivamente como un medio de comunicaci�n, pero es algo m�s que eso. Si no lo fuera, todos estar�amos hablando la misma lengua.

Volviendo la vista hacia atr�s a trav�s de la historia s�per-tribal, resulta f�cil ver c�mo la funci�n de anti-comunicaci�n del idioma ha sido casi tan importante como su funci�n de comunicaci�n.

Ha erigido enormes barreras entre grupos con m�s eficacia que ninguna costumbre social. Ha identificado, con m�s eficacia que ninguna otra cosa, al individuo como miembro de una determinada s�per-tribu y puesto obst�culos en el camino de su deserci�n hacia otro grupo.

As� como las s�per-tribus han crecido y se han fundido unas con otras, tambi�n los idiomas locales se han fundido, o sumergido, y se est� reduciendo el n�mero total de ellos existente en el mundo.

Pero a medida que eso sucede, se desarrolla una direcci�n de sentido inverso: los acentos y los dialectos se tornan m�s significativos socialmente: se inventan el argot, el cal�, la german�a.

As� como los miembros de una nutrida s�per-tribu intentan fortalecer sus homogeneidades tribales creando subgrupos, del mismo modo se desarrolla todo un espectro de "lenguas" dentro del idioma oficial.

As� como el ingl�s y el alem�n funcionan como distintivos de identidad y mecanismos aislantes entre un ingl�s y un alem�n, as� tambi�n un acento de clase alta inglesa a�sla a su propietario de otro de clase baja, y la jerga de la qu�mica y de la psiquiatr�a a�sla a los qu�micos de los psiquiatras.

(Es triste que el mundo acad�mico, que, en su funci�n educativa, deber�a estar consagrado a la comunicaci�n, haga uso de aislantes lenguajes pseudo-tribales tan extremados como la german�a de los delincuentes.

La excusa es que lo exige la precisi�n de la expresi�n. Eso es verdad hasta cierto punto, pero ese punto es rebasado frecuente y ostentosamente).

Las palabras de argot o de slang pueden llegar a ser tan especializadas que es casi como si estuviera naciendo un nuevo idioma. Es t�pico de las expresiones de slang el que una vez que se difunden y se convierten en propiedad com�n son sustituidas por nuevos t�rminos por el grupo que las origin�.

Si son adoptadas por toda la s�per-tribu y penetran en el lenguaje oficial, entonces han perdido su funci�n original.

(Es dudoso que est� usted utilizando la misma expresi�n de slang para designar, por ejemplo, a una muchacha atractiva, un polic�a o un acto sexual, que el que emplearon sus padres cuando ten�an su edad. Pero usted utiliza todav�a las mismas palabras oficiales).

En casos extremos, un subgrupo adoptar� un idioma enteramente extranjero.

La Corte rusa, por ejemplo, hablaba en franc�s en un momento hist�rico dado. En Gran Breta�a se observan todav�a restos de esa clase de conducta en los restaurantes m�s caros, donde los men�s suelen estar redactados en franc�s.

Las religiones han funcionado de modo muy semejante al idioma, fortaleciendo los lazos dentro de un grupo y debilit�ndolos entre grupos. Operan sobre la sencilla y �nica premisa de que existen poderosas fuerzas actuantes por encima y m�s all� de los miembros humanos ordinarios del grupo, y que esas fuerzas, esos s�per jefes, deben ser complacidos, apaciguados y obedecidos sin discusi�n.

El hecho de que nunca sean accesibles para interrogarlos les ayuda a conservar su posici�n.

Al principio, los poderes de los dioses eran limitados y sus esferas de influencia se hallaban divididas, pero, al ir creciendo las s�per-tribus hasta proporciones cada vez m�s dif�ciles de manejar, se hicieron necesarias fuerzas cohesivas m�s grandes.

Adem�s de la ley, la costumbre, el idioma y la religi�n, existe otra forma m�s violenta de fuerza cohesiva que ayuda a mantener unidos a los miembros de una s�per-tribu, y es la guerra. Por decirlo c�nicamente, podr�a afirmarse que nada ayuda tanto a un jefe como una buena guerra.

Le da su �nica oportunidad de ser un tirano y de ser amado por ello al mismo tiempo.

Puede introducir las m�s despiadadas formas de control y enviar a la muerte a miles de sus seguidores, y, sin embargo, ser saludado todav�a como un gran protector. Nada estrecha m�s los lazos internos de un grupo que una amenaza proveniente del exterior.

El hecho de que las discordias internas desaparecen ante la existencia de un enemigo com�n no ha escapado a la atenci�n de los gobernantes pasados y presentes.

Si una s�per-tribu grandemente desarrollada est� empezando a rasgarse por las costuras, los descosidos pueden ser r�pidamente remendados por la aparici�n de un poderoso y hostil "ellos" que nos convierte en un unido "nosotros".

Es dif�cil decir con cu�nta frecuencia los dirigentes han urdido deliberadamente un choque entre grupos teniendo esto presente, pero, sea o no deliberadamente consciente, la reacci�n cohesiva se produce casi siempre. Hace falta un dirigente extraordinariamente inepto para no conseguirla.

Naturalmente, debe tener un enemigo que sea susceptible de ser pintado con colores suficientemente malvados; en caso contrario, es probable que tenga dificultades.

Los terribles horrores de la guerra s�lo se convierten en gloriosas batallas cuando la amenaza procedente del exterior es realmente seria, o puede lograrse que lo parezca.

A pesar de sus atractivos para un dirigente despiadado, la guerra tiene un inconveniente manifiesto: uno de los bandos est� expuesto a una derrota absoluta, y podr�a ser el suyo.

El miembro de la s�per-tribu puede sentirse agradecido por ese infortunado inconveniente.

�stas son, pues, las fuerzas cohesivas que ejercen su influjo en las grandes sociedades urbanas. Cada una de ellas ha desarrollado su propia y especializada clase de dirigente: el administrador, el juez, el pol�tico, el l�der social, el alto dignatario eclesi�stico, el general.

En tiempos m�s sencillos, todos ellos se concentraban en una sola persona, un rey o emperador omnipotente capaz de hab�rselas con toda la escala del mando. Pero, con el transcurso del tiempo y la expansi�n de los grupos, la verdadera jefatura se ha desplazado de una esfera a otra, a cualquier estamento que, en un momento dado, contenga al individuo m�s excepcional.

En tiempos m�s recientes se ha hecho frecuente la pr�ctica de permitir que la plebe participe en la elecci�n de un nuevo dirigente.

Este expediente pol�tico ha sido, en s� mismo, una valiosa fuerza cohesiva, proporcionando al miembro de la s�per-tribu una sensaci�n mayor de "pertenecer" a su grupo y de tener alguna influencia sobre �l.

Una vez elegido el nuevo dirigente, no tarda en ponerse de manifiesto que la influencia es menor de lo que se imaginaba, pero, en el momento de la elecci�n misma, la comunidad se siente estremecida por una inestimable sensaci�n de identidad social.

Como una ayuda a ese proceso, se env�an a participar en el gobierno del pa�s dirigentes locales pseudo-tribales. En algunos pa�ses, eso se ha convertido en poco m�s que un acto ritual, ya que los representantes "locales" no son m�s que profesionales importados.

Sin embargo, ese tipo de distorsi�n es inevitable en una compleja comunidad como es una s�per-tribu moderna.

El objetivo del gobierno mediante representantes elegidos es excelente y claro, aun cuando resulta dif�cil de llevar a la pr�ctica. Se basa en un retorno parcial a la "pol�tica" del primitivo sistema tribal humano, donde cada miembro de la tribu (o, al menos, los machos adultos) ten�a voz en el gobierno de la sociedad.

Cargaban el acento en el disfrute com�n de las cosas, sin preocuparse mucho de la rigurosa protecci�n de la propiedad personal.

La propiedad era tanto para dar como para guardar. Pero, como he dicho antes, las tribus eran peque�as, y todos conoc�an a todos los dem�s.

Tal vez estimaran las posesiones individuales, pero las puertas y las cerraduras eran cosa del futuro. Tan pronto como la tribu se hubo convertido en una s�per-tribu impersonal, con desconocidos en medio de ella, la rigurosa protecci�n de la propiedad se hizo necesaria y empez� a desempe�ar un papel mucho m�s amplio en la vida social.

Cualquier intento pol�tico por ignorar ese hecho tropezar�a con considerables dificultades. El comunismo moderno est� comenzando a descubrirlo y ya ha empezado a ajustar consecuentemente su sistema.

Otro ajuste era tambi�n necesario en todos los casos en que el objetivo consist�a en reinstaurar el viejo modelo tribal de la �poca cazadora de,

"gobierno del pueblo por el pueblo".

Simplemente, las s�per-tribus eran demasiado grandes, y los problemas de gobierno demasiado complejos, demasiado t�cnicos.

La situaci�n exig�a un sistema de representaci�n, y �ste, a su vez, exig�a una clase profesional de expertos.

Hasta qu� punto puede eso alejarse del "gobierno por el pueblo" ha quedado claramente ilustrado recientemente en Inglaterra, cuando se sugiri� que los debates parlamentarios deber�an ser televisados, para que, gracias a la ciencia moderna, el pueblo pudiera al fin desempe�ar un papel m�s �ntimo en los asuntos de Estado.

Pero como eso habr�a desvirtuado la especializada y profesional atm�sfera, la propuesta encontr� una vigorosa oposici�n y fue rechazada.

Otro tanto puede decirse del gobierno por el pueblo. Esto no es sorprendente, sin embargo. Gobernar una s�per tribu es como tratar de mantener en equilibrio a un elefante sobre una cuerda. Parece que lo mejor que un sistema pol�tico puede esperar es utilizar los m�todos derechistas para llevar a cabo los programas pol�ticos de izquierda.

(Esto es, en efecto, lo que se est� haciendo actualmente, tanto en el Este como en el Oeste).

Es una maniobra dif�cil y requiere una gran astucia profesional y no poca refinada oratoria. Si los pol�ticos modernos son con frecuencia objeto de s�tira y mofa, es porque demasiadas personas comprenden demasiado a menudo el truco.

Pero, dadas las dimensiones que alcanzan las actuales s�per-tribus, no parece haber alternativa.

Las s�per-tribus modernas han manifestado una gran tendencia a fragmentarse debido a que, en muchos aspectos, son muy dif�ciles de manejar socialmente.

Ya he mencionado la forma en que pseudo-tribus especializadas cristalizan dentro del cuerpo principal, como grupos sociales, grupos de clase, grupos profesionales, grupos acad�micos, grupos deportivos, etc., restableciendo para el individuo urbano diversas formas de identidad tribal.

Afortunadamente, esos grupos permanecen dentro de la comunidad principal, pero, con frecuencia, se producen fisuras m�s dr�sticas.

Los Imperios se escinden en pa�ses independientes, y los pa�ses, en sectores de gobierno aut�nomo. A pesar de la mejora de las comunicaciones, a pesar de objetivos y pol�ticas comunes, las escisiones contin�an. Bajo el efecto de la presi�n cohesiva de la guerra, se pueden forjar alianzas r�pidamente, pero, en tiempo de paz, las separaciones y las divisiones est�n a la orden del d�a.

El hecho de que grupos desgajados se esfuercen desesperadamente por forjar alguna especie de homogeneidad local, significa tan s�lo que las fuerzas cohesivas de la s�per-tribu a que pertenec�an no eran lo bastante fuertes o excitantes para mantenerlos unidos.

El sue�o de una pac�fica s�per-tribu universal est� siendo frustrado una y otra vez.

Parece como si s�lo una amenaza procedente de otro planeta pudiera suministrar la necesaria fuerza cohesiva, y eso, s�lo temporalmente. Queda por ver si, en el futuro, el ingenio del hombre introducir� en su existencia social alg�n nuevo factor que resuelva el problema.

Por el momento, parece poco probable.

Recientemente, se han producido numerosos debates en torno a la forma en que los modernos medios de comunicaci�n de masas, tales como la televisi�n, est�n "encogiendo" la superficie social del Globo. Se ha sugerido que el rumbo emprendido ayudar� al movimiento hacia una comunidad internacional.

Por desgracia, eso es un mito, por la �nica raz�n de que la televisi�n, a diferencia de la comunicaci�n social personal, es un sistema unilateral. Yo puedo escuchar y llegar a conocer a un locutor de televisi�n, pero �l no puede escucharme ni llegarme a conocer.

Cierto que yo puedo saber lo que est� pensando y haciendo, y eso es, desde luego, una gran ventaja, pero no constituye un sustituto de las relaciones bilaterales de los aut�nticos contactos sociales.

Aun cuando en los pr�ximos a�os se consiguieran nuevos y, por ahora, inimaginables progresos en las t�cnicas de comunicaci�n de masas, continuar�an vi�ndose dificultadas por las limitaciones bio-sociales de nuestra especie. No nos hallamos equipados, como las termitas, para convertirnos voluntariamente en miembros de una vasta comunidad.

Somos, y, probablemente, continuaremos siendo, simples animales tribales.

Sin embargo, pese a esto, y pese a las espasm�dicas fragmentaciones que constantemente se est�n produciendo en todo el Globo, debemos enfrentarnos al hecho de que la tendencia principal apunta a mantener los masivos niveles s�per-tribales.

Mientras en una parte del mundo se est�n produciendo escisiones, en otra se est�n desarrollando fusiones.

Si la situaci�n contin�a hoy d�a siendo tan inestable como lo ha sido durante siglos, �por qu�, entonces, persistir en ella? Si es tan peligrosa, �por qu� la mantenemos?

Se trata de algo m�s que un simple juego internacional de poder. Existe una intr�nseca propiedad biol�gica del animal humano que consigue una profunda satisfacci�n en ser arrojado al caos urbano de una s�per-tribu. Esa cualidad es la insaciable curiosidad del hombre, su inventiva, su atletismo intelectual.

El torbellino urbano parece acentuar m�s intensamente esa cualidad.

As� como las aves marinas son reproductivamente excitadas concentr�ndose masivamente en densas comunidades procreadoras, as� tambi�n el animal humano es intelectualmente excitado concentr�ndose masivamente en densas comunidades urbanas.

Son las colonias procreadoras de ideas humanas. �ste es el aspecto positivo del asunto. Pese a los muchos inconvenientes del sistema, mantiene �ste en funcionamiento.

Hemos examinado algunos de esos inconvenientes en el plano social, pero existen tambi�n en el plano personal.

Los individuos que viven en un gran complejo urbano padecen una diversidad de cargas y tensiones: ruido, aire viciado, falta de ejercicio, limitaci�n de espacio, exceso de gente, exceso de est�mulos y, parad�jicamente, para algunos, soledad y aburrimiento.

Puede pensarse que el precio que est� pagando el miembro de la s�per-tribu es demasiado elevado; que ser�a preferible una vida tranquila, pac�fica, contemplativa. Tambi�n �l lo piensa, desde luego, pero, al igual que con el ejercicio f�sico que siempre se est� proponiendo realizar, raras veces hace algo al respecto.

Lo m�s que hace es trasladarse a los suburbios. All� puede crear una atm�sfera pseudo-tribal, alejada de las tensiones de la gran ciudad, pero cuando llega la ma�ana del lunes vuelve a lanzarse de nuevo a la lucha.

Podr�a alejarse, pero echar�a de menos la excitaci�n, la excitaci�n del neo-cazador, disponi�ndose a capturar la pieza m�s grande en los m�s grandes y mejores terrenos de caza que le ofrece su medio ambiente.

Sobre esta base, cabr�a esperar que cada una de las grandes ciudades fuese un hirviente n�cleo de innovaci�n e inventiva.

Comparadas con un pueblo, as� parece ser, en efecto, pero dista mucho de alcanzar sus l�mites exploratorios. Eso se debe a que existe un antagonismo fundamental entre las fuerzas cohesivas e inventivas de la sociedad.

Las unas tienden a mantener inm�viles las cosas y son, por consiguiente, reiterativas y est�ticas.

Las otras impulsan los nuevos desarrollos y la inevitable repulsa de los viejos modelos.

As� como hay un conflicto entre competici�n y cooperaci�n, as� tambi�n existe una lucha entre conformidad e innovaci�n.

S�lo en la ciudad es viable la innovaci�n sostenida. S�lo la ciudad es lo suficientemente fuerte y segura en su gregaria conformidad para tolerar las fuerzas dislocadoras de la originalidad y la creatividad rebeldes.

Las agudas espadas iconoclastas son meros alfilerazos en la carne del gigante, que le proporcionan una agradable sensaci�n de cosquilleo, despert�ndolo del sue�o e incit�ndolo a la acci�n.

Esa excitaci�n exploradora, pues, con la ayuda de las fuerzas cohesivas que he descrito, es lo que mantiene a tantos habitantes de ciudades voluntariamente encerrados dentro de sus jaulas de zool�gico humano. Las alegr�as y los desaf�os de la vida s�per-tribal son tan grandes que, con un poco de ayuda, pueden superar a los enormes peligros e inconvenientes.

Pero, �hasta qu� punto son comparables los inconvenientes a los del zool�gico animal?

El hu�sped del zool�gico animal se encuentra en confinamiento solitario, o en un grupo social anormalmente distorsionado. Cerca de �l, en otras jaulas, tal vez pueda ver u o�r a otros animales, pero no establecer con ellos ning�n contacto aut�ntico. Ir�nicamente, las condiciones s�per-sociales de la vida urbana humana pueden actuar de forma muy semejante.

Es bien conocida la soledad de la gran ciudad. Es f�cil perderse en la gran multitud impersonal. Es f�cil que las agrupaciones familiares naturales y las relaciones tribales personales se distorsionen, se quebranten o se fragmenten.

En un pueblo, todos los vecinos son amigos personales o, en el peor de los casos, enemigos personales; nunca extra�os. En la gran ciudad, muchas personas ni siquiera saben c�mo se llaman sus vecinos.

Esa despersonalizaci�n ayuda a sostener a los rebeldes e innovadores, que, en una comunidad tribal m�s peque�a, se ver�an sometidos a fuerzas cohesivas mucho mayores. Ser�an aplastados por las exigencias de la acomodaci�n.

Pero, al mismo tiempo, la paradoja del aislamiento social de la rebosante ciudad puede causar gran tensi�n y desventura a muchos de los moradores del zool�gico humano.

Aparte del aislamiento personal, existe tambi�n la presi�n directa del api�amiento f�sico. Cada clase de animal ha evolucionado para existir en una cierta dimensi�n de espacio vital. Tanto en el zool�gico animal como en el zool�gico humano ese espacio se halla severamente restringido, y las consecuencias pueden ser graves.

Consideramos la claustrofobia como una respuesta anormal.

En su forma extrema lo es, pero en una forma m�s leve, menos claramente reconocida, es una situaci�n que padecen todos los habitantes de ciudad. Se han hecho t�midos intentos para corregir eso. Se sit�an aparte secciones especiales de la ciudad como muestra de la voluntad de proveer espacios abiertos, peque�os trozos de "medio ambiente natural", llamados parques.

Originariamente, los parques eran terrenos de caza en los que hab�a ciervos y otros animales, donde los miembros ricos de la s�per-tribu pod�an revivir sus ancestrales m�dulos de conducta cazadora; pero en los modernos parques ciudadanos s�lo subsiste la vida vegetal.

En t�rminos de dimensi�n de espacio, el parque ciudadano es rid�culo.

Tendr�a que abarcar miles de kil�metros cuadrados para proporcionar una extensi�n natural de espacio para la enorme poblaci�n a que sirve. Lo mejor que puede decirse en su favor es que es mejor que nada.

La alternativa que se les ofrece a los buscadores urbanos de espacio es efectuar breves salidas al campo, y lo hacen con gran energ�a. En hilera interminable, toc�ndose unos a otros, los autom�viles emprenden la marcha cada fin de semana, y toc�ndose unos a otros, en hilera interminable, regresan.

Pero no importa, se han alejado, han recorrido una extensi�n m�s amplia, y, al hacerlo, han continuado la lucha contra la antinatural angostura espacial de la ciudad.

Aunque las abarrotadas carreteras de la moderna s�per-tribu hayan convertido eso en algo muy semejante a un ritual, todav�a es preferible eso que renunciar. La situaci�n es peor a�n para los habitantes del zool�gico animal.

Su versi�n del recorrido de autom�viles en caravana, es el a�n m�s est�pido pasear de un lado a otro del suelo de su jaula. Pero tampoco renuncian.

Deber�amos sentirnos agradecidos por poder hacer algo m�s que pasear de un lado a otro de nuestras habitaciones.