por Jacques de Mahieu

1997

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La epopeya vikinga en M�xico y el Per�

Hacia el a�o 1067 de nuestra era, un jari vikingo que se llamaba veros�milmente Ullman - el hombre de Ull, dios de los cazadores - desembarca en Panuco, peque�o poblado del Golfo de M�xico. Era natural del Siesvig, la provincia meridional de Dinamarca donde escandinavos y alemanes ya se mezclaban, como todav�a hoy.

Era �sta la �poca de las grandes expediciones mar�timas de los "Reyes del Mar".

Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras est�riles, se lanzaban por el Atl�ntico, entraban en los r�os de la Europa occidental y tomaban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad.

Prefer�an, sin embargo, cuando pod�an, establecerse de modo permanente en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normand�a y buena parte de Inglaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente.

Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada s�lo permit�a maniobras limitadas.

A menudo las grandes tempestades del Norte los llevaban muy adentro en el oc�ano y los grandes descubrimientos que nos relatan las sagas, los de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia - la Nueva Inglaterra de hoy - fueron �l resultado inesperado de desv�os involuntarios. Tenemos derecho a pensar que fue por la misma raz�n que Ullman se encontr�, un buen d�a, en las costas de M�xico.

La Am�rica Central y la Am�rica del Sur s�lo nos ha llegado, en efecto, a trav�s de los relatos m�ticos e incompletos que recogieron, de boca de indios cultos, los cronistas espa�oles de la �poca de la Conquista, algunos de los cuales, como el obispo Diego de Landa, acababan de encarnizarse en quemar los libros mexicanos que, ellos s�, eran muy precisos.

De lo que podemos estar seguros, es que los indios quedaron mucho m�s impresionados por los barcos de los vikingos que por la apariencia f�sica de estos �ltimos. Ya hab�an visto a otros blancos, unos monjes irlandeses que llamaban papar, a la

Triada escandinava, veros�milmente llegados de Huitramannalandia, o Gran Irlanda, territorio situado al norte de la Florida.

Por el contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza parec�a palpitar con el viento, les habr�n parecido animales fabulosos. Tal vez sea �sta la raz�n por la cual Ullman entr� en la historia mexicana con el nombre de Quetzalc�atl, la Serpiente Emplumada.

Corridos por el clima c�lido y h�medo que les resultaba insoportable y, por otro lado, sedientos de descubrimientos, los vikingos no tardaron mucho en abandonar las tierras bajas de la costa para ir a instalarse en la meseta del An�huac.

All�, impusieron su autoridad a los toltecas, una Tribu nahuatl. Quetzalc�atl fue su quinto rey. Dio leyes a los ind�genas, los convirti� a su religi�n y les ense�� las artes de la agricultura y la metalurgia.

Unos veinte a�os despu�s de su desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucat�n por una tribu maya, los itz�es, que, traduciendo su apodo, lo llamaron Kukulk�n. S�lo permaneci� dos a�os en la provincia meridional de M�xico donde encontr�, sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea preexistente, la ciudad de Chich�n-Itz� y de visitar las regiones vecinas donde se lo oblig� a retomar el camino del An�huac.

Una desagradable sorpresa lo esperaba all�: parte de los vikingos que hab�a deso�do las �rdenes de uno de sus lugartenientes se hab�an casado, durante su ausencia, con indias y ya hab�an nacido numerosos ni�os mestizos. Furioso pero impotente, Ullman abandon� M�xico.

Con sus compa�eros leales, se hizo a la mar en el punto en que hab�a desembarcado veintid�s a�os antes. Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron as� a la costa del Pac�fico donde reembarcaron, a las �rdenes de un nuevo jefe que parece haberse llamado Heilamp - Pedazo de Patria, en norr�s - en botes de piel de lobo marino, para ir a fundar, m�s al sur, el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de Tiahuanacu.

Ignoramos el nombre del jarl que los mandaba cuando llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano del Per�. Las tradiciones ind�genas lo llamaban, en efecto, en un dan�s apenas deformado, Huirakocha, "Dios Blanco".

Pues, en Sudam�rica como en M�xico, los indios no tardaron en divinizar a sus h�roes civilizadores respectivos, aunque los hab�an tratado tan mal durante su vida.

Los vikingos reinaron durante casi doscientos cincuenta a�os en las regiones que constituyen hoy Bolivia y el Per�. Hacia 1290, sin embargo, fueron atacados por fuerzas diaguitas llegadas de Coquimbo (Chile) a las �rdenes del cacique Cari. Vencidos en sucesivas batallas, los blancos perdieron su capital, Tiahuanacu, y se refugiaron en la isla del Sol, en medio del Titicaca. Los indios los persiguieron hasta all� y la suerte de las armas fue, una vez m�s, desfavorable para el heredero de Huirakocha.

La mayor parte de sus compa�eros fueron degollados por los vencedores. El mismo logr� huir con algunos hombres.

Subi� a lo largo de la costa hasta el actual Puerto View en el Ecuador, construy� balsas y se fue hacia las islas oce�nicas. Otros daneses lograron refugiarse en la monta�a donde rehicieron sus fuerzas con la ayuda de tribus leales y, m�s tarde, bajaron hacia el Cuzco donde fundaron el imperio incaico. Unos peque�os grupos, por fin, se escondieron en la selva oriental donde iban a degenerar lentamente.

Todo eso, lo probamos, sobre la base de los datos que nos suministran las tradiciones ind�genas, la antropolog�a, la teolog�a, la filosof�a, la cosmograf�a, la arqueolog�a, la etnolog�a y la sociolog�a, en El Gran Viaje del Dios-Sol.

Pero no nos �bamos a detener en tan buen camino. Quer�amos pruebas materiales, tangibles, indiscutibles.

�Las encontramos.


I. Los "indios blancos" del Paraguay


1. Unos enanos de origen n�rdico
En la selva tropical del Oriente paraguayo, entre Villarica y la frontera brasile�a del Norte, viven bandas de ind�genas cuyo tipo f�sico es del todo distinto del de los amerindios.

Son los ach�s, que los indios y los paraguayos llaman guayak�es, nombre que viene del quichua huailla, llanura, y k'kellu, blancuzco, (la ll y la y s� pronuncian del mismo modo, en este idioma; la e y la i se confunden en una sola vocal) y significa, pues, "blancuzcos de la llanura".

Los cronistas espa�oles de la Conquista ya los conoc�an con el nombre de Caaigu�es o de guachagu�es. Pero fue en vano que los jesuitas intentaran convertirlos, y hasta acerc�rseles. Los espa�oles y los indios los tem�an tanto que ve�an en ellos especies de monos.

As� el capit�n de fragata Juan Francisco Aguirre, ge�grafo de la Comisi�n de Fronteras,' pod�a escribir al final del siglo XVIII:

"Hay una Nota en mi Diario sobre los indios guayaquiles, de cuya peque�ez y vida de mono hablo con ridiculez... son pigmeos en extremo y las partes generativas, extraordinarias.

En el var�n es tan deforme que alcanza en su peque�o cuerpo a dar una vuelta a su cintura...

Tales simplezas no es digno colocarlas en una obra p�blica, por rid�culas y antojadizas, por lo cual seguir� a los guayaquiles con la expresi�n de que por no abusar de la bondad del p�blico omito otras noticias m�s despreciables".

S�lo en los �ltimos setenta a�os unos pocos etn�logos lograron establecer con esos extra�os ind�genas algunos contactos espor�dicos.

En el campo de la antropolog�a, no se ten�an, hasta nuestro estudio, sino datos parciales, extra�dos de series insignificantes, y hasta de individuos aislados, que no permit�an llegar a conclusiones serias.

Lo que sab�amos, en este plano, acerca de los guayak�es no sal�a, en suma, del dominio de las simples impresiones personales.

No es nada sorprendente, pues, que las teor�as elaboradas, en cuanto al origen racial de este conjunto aberrante, sobre bases cient�ficas tan fr�giles no coincidan en ninguno de sus aspectos. Menghin adscribe los guayak�es a los fu�guidos premongoloides que habr�an constituido la primera ola de las migraciones efectuadas por el Estrecho de Behring, pero s�lo se apoya, para hacerlo, en algunos datos de orden arqueol�gico.

Esta tesis supone la supervivencia, en tierras americanas, desde hace quince a treinta mil a�os, de una raza que descender�a de los blancos prehist�ricos que poblaban el Asia central hasta la irrupci�n de los amarillos. Es �ste un fen�meno dif�cil de admitir.

Tanto m�s cuanto que, por otro lado, fuera de su peque�a estatura, com�n a tantas razas distintas, no hay ninguna coincidencia esencial, desde el punto de vista morfol�gico, entre los fu�guidos y los guayak�es. Manrique, por el contrario, quiere ver en �stos el producto evolutivo de una mezcla l�guido-amaz�nida en la cual habr�a predominado, al juzgar por ciertos indicios somatol�gicos, el primero de dichos elementos.

Pero tampoco coinciden las caracter�sticas de ambas razas.

En una breve alusi�n. Imbelloni menciona a los guayak�es como una fracci�n meridional de la familia tupi-guaran�. Lo cual no le impide reconocer que la tribu es "seguramente al�gena" y fue "guaranizada en una �poca reciente". Comprobaci�n �sta que nos lleva a descartar de entrada la tesis seg�n la cual se tratar�a de precursores de los guaran�es o de uno de sus residuos prctoides.

Maynthusen, que vivi� largos a�os en medio de los guayak�es, reconoce que son, desde el punto de vista som�tico, muy diferentes de los guaran�es, sin dejar por ello de asoci�rselos.

Cadogan, que sostiene la misma opini�n, s�lo se respalda en los datos culturales del problema:

"Tanto el idioma como los elementos fundamentales de la mitolog�a guayak� (son) indiscutiblemente de origen guaran�".

Pero veremos m�s adelante que Imbelloni ten�a raz�n en cuanto a este punto y que se trata, sin duda alguna, de una cultura adquirida.

Queda la teor�a pigmoide elaborada por Miraglia y Saguier y retomada por el P. Juste, quien, despu�s de rechazar audazmente la divisi�n de la especie humana en razas caucasoide, mongoloide y negroide, sugiere que la peque�a estatura de los guayak�es no tiene significaci�n racial alguna, pues,

"tampoco existe para nosotros un grupo natural pigmoide, sino simplemente un "canon pigmoide" que consideramos el resultado de la adaptaci�n al medio selv�tico. Este hecho aparece en varias razas y localidades de la zona intertropical".

Sin retomar lo que se sabe acerca de los aut�nticos pigmeos negroides, b�stenos recordar que �stos se caracterizan, no s�lo por una estatura inferior a 150 cm, sino tambi�n por una larga serie de rasgos diferenciales filogen�ticos.

La adaptaci�n al medio no crea pigmeos: en el caso contrario, todos los negros de las selvas africanas lo ser�an. Pero s� condiciones de vida adversas hacen que ciertas razas degeneren con formas aberrantes. Lo que se encuentra, en Sudam�rica, son poblaciones que sufren las consecuencias variables del enanismo. Vamos a ver que �ste es el caso de los guayak�es.

Al principio de nuestra b�squeda; no ten�amos ninguna base s�lida: s�lo datos parciales y discutibles y teor�as contradictorias sin mayor fundamento. Hasta el color de la piel de los guayak�es suscitaba opiniones divergentes.

De los cinco grupos conocidos de la raza en cuesti�n - de trescientos a quinientos individuos, pero deben de existir otras bandas a�n no detectadas - cuatro se caracterizan por un color blanco p�lido, mientras que el quinto es moreno. Yaj Bertoni quer�a ver en tal coloraci�n contrastada la prueba de un doble origen racial y, para �l, los morenos habr�an constituido la base de una evoluci�n posterior.

Cadogan acepta la tesis de la fuerte pigmentaci�n de los protoguaran�es. El color blanco en el seno de la raza se deber�a a un cruce con mujeres caaigu�es. De este modo, los guayak�es,

"no solamente habr�an podido asimilar totalmente a los caaigu�es blancos tan ponderados por �l. P. Lozano y otros cronistas, sino mismo producido una preponderancia de las caracter�sticas f�sicas de �stos en algunas bandas..."

Dicho con otras palabras, Cadogan imagina el "blanqueo" de una raza de color por hibridaci�n con sujetos ex�genos.

Tal explicaci�n es inadmisible desde el punto de vista biol�gico, pues semejante mezcla, a�n seguida por un largo proceso endog�mico, s�lo habr�a podido producir un conjunto mestizo de individuos m�s o menos grises, a lo m�s blancoides. Por otra parte, la descripci�n que de ellos nos da Lozano prueba, sin duda alguna, que los caaigu�es eran los antepasados directos de los guayak�es: mero problema de denominaci�n.

Por fin, sabemos que la tez morena y la facies mongoloide de los miembros de uno de los grupos provienen de una mestizaci�n reciente con siete matacos, extremadamente oscuros, que se escaparon, en 1907, de la reducci�n argentina de Santa Ana y se incorporaron a una banda de guayak�es blancos que no deb�an de comprender m�s de unos treinta individuos.

Nuestra hip�tesis de trabajo, seg�n la cual la raza al�gena en cuesti�n descender�a de la poblaci�n blanca del Per� precolombino, vale decir de los daneses de Tiahuanacu, era, sin lugar a duda, mucho m�s satisfactoria que semejante f�rrago de afirmaciones confusas.

Pero hab�a que demostrar su exactitud.

Es esto lo que hicimos. De inicio, pens�bamos que nuestro estudio ser�a f�cil. En 1959, en efecto, las autoridades paraguayas hab�an logrado reducir dos grupos guayak�es, un blanco y un moreno - en total unos sesenta individuos - y asentarlos en el Campamento de Arroyo Morot�, cerca de la villa de San Juan Nepomuceno.

Por ello los etn�logos que se interesaban en el problema hab�an podido trabajar sin mayores dificultades. Cuando nuestro equipo del Instituto de Ciencia del Hombre, de Buenos Aires, lleg� al Paraguay, una violenta epidemia de gripe acababa de matar a la mitad de los miembros de la colonia y los sobrevivientes hab�an sido transferidos m�s al norte, a Cerro Morot�, a nueve kil�metros dentro del territorio no controlado.

El gobierno de Asunci�n quer�a evitar as�, en la medida de lo posible, el contacto con la poblaci�n paraguaya de selv�colas que pod�an sobrevivir a la mordedura de una v�bora, pero no al virus "civilizado" m�s benigno contra el cual no est�n inmunizados. Tambi�n buscaba utilizar al grupo ya reducido para atraer las bandas que vagaban en la regi�n.

Ya lo hab�a logrado, en enero de 1970, cuando el inicio de nuestra b�squeda: treinta guayak�es acababan de incorporarse a la colonia primitiva. Sesenta los seguir�an en febrero de 1971.

Entre tiempo, el problema, para nuestro equipo - dirigido por el Lie. Pedro E. Rivero - era llegar a Cerro Morot�.

A pesar de los consejos de las autoridades militares paraguayas - y gracias a su apoyo - se alcanz� el objetivo. Pudimos as� realizar un estudio antropol�gico satisfactorio que abarc� a veintiocho individuos adultos - veinte varones y ocho mujeres - para cada uno de los cuales establecimos una ficha b�sica que fue completada posteriormente merced a fotos antropom�tricas.

Lo cual nos permito dise�ar la silueta, geom�trica del guayak� tipo (cf. Fig. 1) comparada con las siluetas, trazadas mediante id�ntico procedimiento, del .f�omo europqeus septentrionalis (ario n�rdico), del Homo europaeus alpinus (ario alpino) y del indio quichua del Altiplano andino, seg�n las mediciones de Nicola Pende (18), para los tipos europeos, y las de Ferris (17), para el tipo peruano.

Por otro lado, tomamos veintiocho muestras de cabello. "

No es nuestro prop�sito imponer a nuestros lectores treinta p�ginas de n�meros que los especialistas podr�n encontrar en el informe publicado por nuestro Instituto.

Nos limitaremos, pues, a resumir aqu� sus datos esenciales. Desde el punto de vista morfol�gico, el guayak� var�n tiene seis caracter�sticas fundamentales:

peque�a estatura (1,57 m de promedio); cabeza muy grande, larga, estrecha y hundida en los hombros hasta el punto de esconder el cuello, de frente; tronco muy desarrollado y muy ancho, con una cintura relativamente fina, y capacidad tor�cica excepcional; aparato genital anormalmente desarrollado, con un largo pene que cuelga, en posici�n de descanso, por debajo del escroto; miembros cortos; piernas delgadas y, en apariencia, largas en raz�n de la altura de la bac�a.

El guayak� da as� la impresi�n de poseer un biotipo compuesto: brevil�neo encima de la cintura, longil�neo debajo. Tiene la silueta caracter�stica de un enano que habr�a adquirido en anchura lo que hubiera perdido en altura.

Su estructura horizontal, sus piernas cortas y ligeramente arqueadas hacia afuera (a la inversa de las de un jinete) y sus pies vueltos hacia adentro le dan, cuando camina, una apariencia simiesca. No obstante, si comparamos su silueta con las que utilizamos como elementos de referencia, comprobaremos que se acerca mucho m�s al tipo ario n�rdico que al tipo alpino y al tipo quichua.

Salvo en un punto: su t�rax es el de un respiratorio monta��s, seg�n la clasificaci�n de Sigaud. Agreguemos que tiene m�sculos alargados, una fuerza f�sica extraordinaria - sus vecinos mby�es no consiguen armar su arco - y una agilidad poco com�n.

Las mensuraciones morfol�gicas no revelan ninguna diferencia entre guayak�es blancos y guayak�es morenos.

Lo mismo sucede en cuanto a la forma de la cara:

ning�n rastro de prognatismo; una frente amplia, ancha y casi recta, con, en algunos, una evidente macrocefalia degenerativa; una boca de tipo ario en el 60 % de los sujetos; una nariz ligeramente aguile�a, con un tabique fino, cuando no evidencia un hundimiento de claras caracter�sticas degenerativas, y una base fina en m�s de la mitad de los sujetos; ojos derechos, de tipo ario, en el 27 % de los casos, ligeramente ovalados en el 54 % de los individuos considerados, y ovalados, de tipo amerindio, en los dem�s, pero siempre desprovistos de la plica mong�lica.

Los p�mulos s�lo son francamente salientes en un caso de cada cinco.

Completemos este an�lisis se�alando que los ach�s r�en, con suma facilidad, y tienen, por lo tanto, al contrario de los amerindios, no solamente una fuerte tendencia a exteriorizar su alegr�a, sino tambi�n los m�sculos faciales que les permiten hacerlo. En resumen, la cara del guayak� var�n ofrece caracter�sticas mestizas, pero con neto predominio de rasgos fision�micos arios.

Esta conclusi�n es reforzada por un �ndice cefalom�trico, vale decir medido en vivo, extremadamente variable cuyo promedio es, en los varones, 81,4 (m�ximo, 86,7; m�nimo, 76,7) y, en las mujeres, 82,8 (m�ximo, 86,1; m�nimo, 78,3). La raza oscila, pues, entre la mesocefal�a de los varones y la sub-braquicefal�a de las mujeres.

En realidad, las variaciones que acabamos de se�alar son mucho m�s importantes que estos valores estad�sticos. En efecto, s�lo pueden ser la consecuencia de una mestizaci�n reciente de dos conjuntos raciales, el uno dolicoc�falo, el otro braquic�falo. Ahora bien, los indios, guaran�es y otros, del Paraguay y sus alrededores son fuertemente braquic�falos.

Luego, la raza primitiva de los guayak�es ten�a una dolicocefal�a pronunciada." Por otra parte, si la mestizaci�n fuera antigua, el proceso de homogeneizaci�n, especialmente r�pido en grupos endog�micos tan reducidos, habr�a concentrado los �ndices individuales y �stos se apartar�an muy poco del promedio.

Es evidentemente en el campo anal�tico colorim�trico de la piel que la diferencia entre blancos y morenos se nota m�s. Los primeros, en efecto, son tan p�lidos como europeos n�rdicos y algunas mujeres ofrecen, sin estar enfermas, la tez rosada que se se�ala, en las obras de antropometr�a, como caracter�stica de los t�sicos.

Los segundos, por el contrario, tienen una piel que cubre varias tonalidades de pardo, de lo claro a lo oscuro. Sucede lo mismo con los ojos, casta�os claros en los blancos y casta�os oscuros en los morenos. Todos tienen cabellos que van del casta�o claro al casta�o oscuro, a menudo con reflejos rojizos.

Los guayak�es varones tienen una cabellera abundante, pero, en la mayor parte de los casos, la frente es muy despejada y se notan a menudo entradas que responden a un fen�meno de calvicie. En el grupo estudiado, la mitad de los varones mostraban una calvicie occipital a veces muy pronunciada. Lo cual no se produce jam�s, en los amerindios. Dos de ellos ten�an el pelo ondulado, de tipo europeo.

El an�lisis de las veintiocho muestras tomadas, hecho por el Laboratorio de Anatom�a Patol�gica (C�tedra de Medicina Legal) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, estableci� que todos los cabellos ofrec�an una secci�n ovoidea que se acerca a la redondeada sin nunca alcanzarla. Es �sta una caracter�stica propia de las razas blancas.

Los amerindios, como todos los mongoloides, tienen un pelo de secci�n redonda.

Por fin, todos los guayak�es varones tienen una barba abundante que cubre el ment�n, el labio superior y las mejillas, sin soluci�n de continuidad con el cabello. Normalmente, se la afeitan con un instrumento de ca�a, pero las ra�ces de los pelos son bien visibles. El hechicero del campamento llevaba barba entera.

Ahora bien: los amerindios son generalmente lampi�os y s�lo los ancianos de algunas razas tienen una barba pobre, de tipo mongoloide, que nunca cubre sino el ment�n.

La pilosidad corp�rea es m�s variable que la barba, en los sujetos que estudiamos. Es siempre abundante en el pubis, pero a menudo rala en las axilas. S�lo se la nota en el tronco de un poco m�s de la mitad de los sujetos.

Casi todos los guayak�es blancos varones, m�s de la mitad de los guayak�es morenos y casi la mitad de las mujeres llevan vello en sus miembros, fen�meno �ste desconocido entre los amerindios. M�s extra�o todav�a resulta el hecho de que numerosos varones tienen mechones de pelos abundantes en las orejas y en las narices.

La L�mina I nos muestra el retrato, que figura en la galer�a del Departamento de Asuntos Ind�genas de Asunci�n, de un guayaqu� blanco t�pico: mesoc�falo y tal vez hasta dolicoc�falo, frente despejada, calvicie pronunciada, barba, cara alargada, ojos derechos.

En la L�mina II aparece otro guayak� blanco, cubierto de pintura medicinal:

se notar�n la cara caballuna, el ment�n saliente, la frente megaloc�fala y el pene extremadamente desarrollado, sobre todo por tratarse de un hombre enfermo.

La L�mina III reproduce la fotograf�a de un guayak� de aspecto netamente ario.

Llaman la atenci�n el color blanco p�lido de la piel, el pelo ondulado, la frente despejada, los ojos derechos aunque entrecerrados por el sol. �nicamente recuerda el amerindio la nariz ligeramente achatada del sujeto, el que podr�a pasearse en cualquier regi�n de Europa sin resultar extra�o. En la mujer de la L�mina IV, llaman la atenci�n los senos de tipo europeo y, en especial, el color rosado del pez�n y la aureola, que las indias tienen negros.

En contrapartida, los rasgos de la cara son mucho m�s mongoloides que en los varones, fen�meno �ste que se comprueba en todos los conjuntos mestizos de Sudam�rica.

Dos puntos m�s, de desigual importancia. El primero, el an�lisis hematol�gico y serol�gico, no fue abordado por nosotros. Por un lado, en efecto, exist�an en este campo estudios serios. Por otro lado, el valor de esta t�cnica en cuanto a la clasificaci�n racial es muy discutible. Algunos antrop�logos acostumbran ir m�s lejos de lo que les permiten los datos obtenidos gracias a ella.

Debajo de los promedios estad�sticos se disimulan particularidades �tnicas que no caben en esquemas a�n demasiado simplistas.

Se lo ignora todo acerca de las correlaciones existentes entre factores serol�gicos y factores morfol�gicos y no disponemos de ninguna investigaci�n cl�nica sobre las modificaciones fisiol�gicas que provoca las degradaciones de la raza, con mestizaci�n o sin ella.

En fin, demasiado a menudo, se generaliza la supuesta homogeneidad hematol�gica de los amerindos. La mayor parte de ellos pertenecen al grupo O, pero se encuentran, por ejemplo, en los blood y en los blackfeet de raza pura "algunas de las frecuencias m�s altas de A que se conozcan en cualquier parte del mundo" y la repartici�n de los tipos, A, B y O entre los esquimales no mestizados es an�loga a la que se puede observar entre los europeos.

No entraremos aqu� en el detalle de an�lisis demasiado complejos. Limit�monos a decir que los guayak�es pertenecen al grupo O, como la mayor parte de los amerindios, pero que se diferencian de �stos por todos los dem�s factores serol�gicos.

Tales son los resultados obtenidos por Saguier Negrete en setenta muestras, por Brown y Gajdusek, en un n�mero igual de sujetos, y por Matson y sus colaboradores en cincuenta y uno. Estos �ltimos concluyen que los guayak�es "en verdad se parecen m�s a los europeos" que a los amerindios. Desde este punto de vista, la ausencia del factor Diego en todos los sujetos tiene especial importancia, pues aparece en el 20 % de los guaran�es que los rodean.

Brown y Gajdusek no dejan por ello de afirmar, muy imprudentemente, que los guayak�es son amerindios puros y homog�neos, en especial por su sangre del grupo O. Si busc�ramos probar una teor�a y no analizar un problema, nos ser�a f�cil contestar que este mismo hecho prueba que nuestros "indios blancos" descienden de los normandos, ya que el 75 % de �stos, en Francia, tambi�n tienen sangre O.

El segundo punto que todav�a queda por mencionar es mucho m�s importante. Se trata del an�lisis de los dermatoglifos. Las improntas digitales humanas comportan, en efecto, crestas epid�rmicas que pueden tomar la forma de arcos, de presillas o de torbellinos, y la proporci�n de estas tres figuras var�a con la raza.

En los europeos, las presillas dominan con respecto a los torbellinos de 2,24 a 1, en promedio.

En los amerindios, esta misma relaci�n es de 1,16 a 1. Efectuamos veintid�s relevamientos dactilosc�picos completos de guayak�es (doscientos veinte improntas digitales) y el an�lisis hecho por la Facultad de Medicina de Buenos Aires nos dio una proporci�n de 2,66 a 1 entre presillas y torbellinos.

Lo cual excluye totalmente a los guayak�es de la raza amerindia y los sit�a, por el contrario, no s�lo en la raza aria, que tiene el m�s alto �ndice de la gran raza blanca, sino tambi�n en la subraza n�rdica cuyo �ndice es el m�s elevado de la raza aria. Encontramos, en efecto, en los daneses contempor�neos, una relaci�n de 2,23 a 1 y en los noruegos, m�s puros, una de 2,64 a 1, id�ntica a la que relevamos en los guayak�es.

Estos, en contrapartida, se diferencian tanto de los europeos como de los amerindios por un considerable porcentaje de arcos: 18,6 % contra O a 12 % - daneses, 5,7 %; noruegos, 7,4 % - y 2 a 8 %, respectivamente.

S�lo se encuentra una proporci�n comparable de arcos en algunos pigmeos del �frica y en los bosquimanos. El fen�meno no est� vinculado de ninguna manera con el pigmoidismo: no se manifiesta ni en los pigmeos del Kivu ni en los bakolas, y tampoco en los negritos del Asia, mientras que los bosquimanos, en los cuales se lo nota, no son pigmeos.

Tal vez se trate de la consecuencia de un proceso de degeneraci�n regresiva. Inclusive nos podemos preguntar si las razas peque�as con alto porcentaje de arcos del �frica central son realmente pigmeas, y no simplemente enanas como los guayak�es y los bosquimanos. Pero esto no es sino una hip�tesis.

As� formulados sin �ndices ni elementos de comparaci�n, los datos antropol�gicos parciales que acabamos de mencionar pueden parecer un tanto deshilvanados.

S�anos permitido, pues, reproducir aqu� las conclusiones generales de nuestro Informe completo:

  1. Los guayak�es pertenecen a una raza blanca dolicoc�fala, de apariencia n�rdica, ligeramente mestizada con elementos amerindios. Lo prueban el color de la piel, los ojos y el pelo, las particularidades del sistema piloso (barba, calvicie y secci�n ovoidea del cabello), los dermatoglifos, la conformaci�n cef�lica y los rasgos fision�micos fundamentales.

  2. La mestizaci�n con elementos amerindios es reciente. Lo prueba la gran variabilidad del �ndice cefalom�trico.

  3. Los guayak�es son biol�gicamente degenerados. Lo prueba la desproporci�n existente entre su cabeza grande y su aparato genital muy desarrollado, por una parte, y sus miembros cortos y su peque�a estatura, por otra. Las dimensiones de la cabeza y, en especial, la altura de la cara corresponden a individuos de muy alta estatura.

  4. Los guayak�es eran, primitivamente, longil�neos. Lo prueban la altura aparente y la delgadez de sus piernas.

  5. Los guayak�es vivieron durante largo tiempo en el Altiplano andino. Lo prueban las caracter�sticas brevil�neas del tronco, el gran desarrollo del t�rax y la elevada capacidad tor�cica.

En resumen: los guayak�es son los descendientes de un conjunto humano de raza blanca y biotipo longil�neo - como el Homo europaeus septentrionalis - que vivi�, durante siglos, en el Altiplano donde se le produjo el ensanchamiento del tronco.

Posteriormente, este conjunto baj� a la selva tropical o subtropical donde sufri� un proceso degenerativo que provoc� la reducci�n de su estatura, con todas las caracter�sticas propias del enanismo patol�gico.

M�s tarde, se mestiz� con mujeres amerindias - veros�milmente guaran�es - que le trajeron genes mongoloides.

Este �ltimo proceso es muy reciente - dos o tres generaciones - pues la homogeneidad de los dos aportes - blanco y amarillo - est� muy lejos de haber sido alcanzada en los grupos blancos. En el mismo lapso, un grupo se mestiz� de modo m�s acentuado incorpor�ndose algunos indios pertenecientes a una raza especialmente oscura.

Estas conclusiones respaldaban s�lidamente nuestra primitiva hip�tesis de trabajo.

Los guayaqu�es, de raza blanca y de caracter�sticas n�rdicas, mestizaci�n aparte, ven�an del Altiplano donde viv�an, hasta el final del siglo XIII, los descendientes de los daneses que hab�an llegado de M�xico 'doscientos cincuenta a�os antes. Todo dejaba suponer pues, entre unos y otros, una filiaci�n directa.

Pero faltaban pruebas concretas.


2. Un pueblo degenerado

La degeneraci�n biol�gica ha tenido, para los guayak�es consecuencias demogr�ficas y sociales muy graves.

Por razones que constituyen todav�a un misterio cient�fico, nacen entre ellos tres veces menos mujeres que varones: el mismo fen�meno que se produce en el T�bet y entre los waikaes, una tribu de "indios blancos" del Amazonas.

No siempre fue as�. Los guayak�es conservan el recuerdo de un pasado lejano en el cual sus familias eran polig�micas, vale decir respond�an a las normas biosociales de los pueblos guerreros. El exceso de nacimientos masculinos ya se manifestaba, sin embargo, en el siglo XVIII.

El P. Lozano escrib�a en efecto, en aquella �poca: "Suelen hacerse la guerra entre s� para robarse las mujeres, pues el n�mero de varones es muy superior al de las mujeres, cosa rara en Am�rica".

Este desequilibrio entre los sexos ha tenido una doble consecuencia.

En primer lugar, la tasa de natalidad es muy baja, lo cual, agregado a condiciones de vida excepcionalmente duras y a la guerra, va llevando la raza hacia su desaparici�n. En segundo lugar, la familia poli�ndrica se ha impuesto. Cada mujer vive con dos o tres varones: un marido principal y uno o dos maridos secundarios.

De ah� un extremo relajamiento de las costumbres; El marido secundario es, por lo general, un amante "legitimado". La mujer, por cierto, no manda en el seno del grupo, pero s� constituye su elemento m�s importante, el que no puede f�cilmente reemplazarse.

Por un lado tiene tendencia a considerarse el factor de continuidad de la familia y a cambiar sus maridos seg�n su fantas�a o su inter�s. Los ni�os, por otro lado, tienen dos o tres padres "carnales", m�s los maridos sucesivos de su madre. En el seno de una banda de treinta o sesenta individuos, pr�cticamente son los hijos de todo el mundo.

Llegamos as� muy cerca del estado de promiscuidad. En fin, la dependencia familiar del var�n con respecto a la mujer zapa la autoridad masculina. Si el orden natural no rige en la familia, es dif�cil que lo haga en la tribu.

La vida n�mada contribuye a la inestabilidad social. Un guerrero o cazador se impone por sus haza�as y todos se someten a su autoridad. Pero envejece, y se va acercando el momento en que se convertir� en una traba para los suyos y habr� que abandonarlo a los urub�es. Mucho antes de este d�a, por lo dem�s, un jefe m�s joven ha surgido y ha tomado el lugar del anterior, exactamente como un marido joven desplaza al marido viejo.

Agreguemos a estos factores de desorden el nomadismo en s�. Nos resultar� f�cil, entonces, comprender por qu� una banda guayak� se parece m�s a una jaur�a de lobos que a una comunidad humana.

Aqu� tambi�n se trata de una situaci�n relativamente reciente. Hasta el siglo XVII, los guayak�es viv�an en el estado sedentario. Cazaban, por cierto, y guerreaban entre s� y con sus vecinos, los mby�es-guaran�es. Pero ten�an sus aldeas y cultivaban el ma�z. Lozano lo se�ala a�n en el siglo XVIII, cuando el proceso de degeneraci�n ya se encontraba muy adelantado.

�Por qu� este cambio de modo de vida? �Por qu� estos agricultores cazadores se convirtieron en cazadores recolectores? Por su esp�ritu de independencia.

En 1628, en efecto, los jesuitas evacuaron el Guayr� (cf. mapa, al final del volumen) e instalaron a los ne�fitos, como dec�an, que trajeron de all� entre el Paran� y el Paraguay, por un lado, y en las actuales provincias argentinas de Misiones y Corrientes, por otro.

Reforzaron las reducciones existentes en estas regiones, pero tambi�n fundaron nuevos establecimientos. Y situaron uno de estos �ltimos en San Joaqu�n, a unos 20 km de la gran aldea guayak� de Cerro Morot�. Volveremos sobre este punto.

�Para qu� instalarse as� en pleno territorio no controlado? �Para controlarlo, por supuesto!

Los jesuitas hab�an tratado de crearse un imperio en el Guayr� y hab�an debido renunciar a su proyecto cediendo ante la presi�n portuguesa. Ya no ten�an otra soluci�n que conquistar la selva virgen del Paraguay propiamente dicho, lo m�s lejos posible de las autoridades espa�olas.

Hablando del Guayr�, el P. de Charlevoix no disimula en absoluto esta tendencia a hacer carpa aparte:

"En la �poca en que los Padres Cataldino y Maceta se alejaron de las ciudades espa�olas para encontrar menos obst�culos en la conversi�n de los indios...".

Para los guayak�es, la amenaza era seria.

En San Joaqu�n no hab�a un mero grupo de agricultores, sino una milicia bien entrenada y provista de armas de fuego tra�das del Guayr�. Alg�n d�a, habr�a que someterse, como los guaran�es se hab�an sometidb, y aceptar el paternalismo esclavista de los jesuitas. Los guayak�es no ten�an la capacidad de aceptaci�n de los indios.

Prefirieron abandonar sus casas y sus campos y lanzarse en la selva. La vida n�mada que adoptaron no era, en aquel entonces, tan dura como en nuestros d�as. Hab�a, por cierto, que renunciar a vivir bajo un techo y hasta a vestirse.

Pero la caza no faltaba. Y, sobre todo, los habitantes de la selva eran libres. Libres, a la noche, de cantar en coro y de repetir incansablemente las historias del pasado. Libres, tal o cual d�a de cada a�o, de encaminarse hacia alg�n santo lugar donde las bandas se juntaban para celebrar, como otrora, el culto del Sol.

Esta vida primitiva, en cierto modo paradis�aca, no pod�a durar. Los jesuitas se hab�an ido, en el siglo XIX, pero la poblaci�n europea y mestiza aumentaba sin cesar. Las estancias y los obrajes avanzaban cada d�a m�s en la selva. Grupos de ber� - as� llaman los guayak�es a los blancos y mestizos paraguayos - armados hasta los dientes, saqueaban los cotos de caza cuya fauna destru�an sin consideraci�n de ninguna especie.

Cada verano, los n�mades, que viv�an c�modamente, hasta entonces, de caza y de miel silvestre, empezaron a conocer el hambre. Ten�an que comer la pulpa de la palmera pind�, y hasta las larvas de un gran cole�ptero que vive en la madera podrida.

Ve�an, sin embargo, muy cerca, animales desconocidos que ni nombre ten�an en su idioma, y este ma�z cuyo recuerdo conservaban. El hambre da malos consejos. Los guayak�es empezaron a degollar vacas y caballos que despedazaban con sus hachas de piedras y a saquear los campos de los ber�.

Estos no se mostraban muy comprensivos cuando se trataba del fruto de su trabajo.

De vez en cuando, organizaban expediciones punitivas, haciendo prisioneros - por lo general ni�os - que convert�an en verdaderos esclavos. No sin p�rdidas, por otro lado, pues el arco guayak� es un arma temible. Era la guerra, y sigue siendo la guerra a�n hoy. Pero, cuando un conflicto de este tipo opone sedentarios a n�mades, siempre ganan los primeros, a la larga. Fue �sta la raz�n por la cual, cierto d�a de 1959, un primer grupo de guayak�es se someti�.

Entre tiempo, la raza hab�a seguido degenerando con ritmo acelerado. �En qu� se hab�an convertido esos soldados daneses que se hab�an refugiado en la selva hacia 1290?

�En qu� se hab�an convertido esos agricultores organizados del siglo XVI? En fieras, o poco menos.

Los guayak�es caminaban sin cesar, totalmente desnudos, y dorm�an a la intemperie, alrededor de un fuego, sin siquiera un techo de hojas que los protegiera de la lluvia, cada noche en un lugar distinto. Ya no plantaban nada desde hac�a mucho tiempo.

Ya no sab�an fabricar nada, salvo sus arcos, sus flechas, sus hachas, y esos extra�os cestos con capa de cera en los cuales trasportaban la miel. No hab�an olvidado del todo el arte de la alfarer�a, pero ten�an cada vez menos oportunidades de practicarlo.

Por otro lado, les faltaban mujeres.

�Por qu� no robar algunas a los mby�es, sus vecinos guaran�es, como robaban vacas a los paraguayos? Pero la mujer, aun cautiva, trae con su sangre sus costumbres y su idioma.

Ya muy olvidadas, las tradiciones guayak�es fueron guaraniz�ndose cada vez m�s y, en la cara de los ni�os, empezaron a aparecer los estigmas de la mestizaci�n. Todo iba cambiando, menos el hambre que, desde hac�a tiempo, hab�a llevado a ciertas bandas a hacerse can�bales.

La antropofagia es una costumbre muy difundida en el continente sudamericano. Se la encuentra en dos formas bien diferenciadas. Los indios que practican el exocanibalismo - era �ste el caso de la mayor parte de los guaran�es - comen a sus prisioneros de guerra que hacen asar como caza, en la parrilla. Es a la vez un ritual de venganza y un grato complemento de alimentaci�n.

El endocanibalismo se presenta bajo aspectos muy distintos.

Consiste en absorber con alguna bebida alcoh�lica o hasta con agua pura, los huesos reducidos a polvo del miembro de la tribu que acaba de morir y que, previamente, se ha incinerado.

En el primer caso, la antropofagia es principalmente alimenticia aunque ciertos etn�logos quieren ver en ella, tambi�n, una especie de "comuni�n" mediante la cual uno se incorpora el poder�o vital de la v�ctima. En el segundo caso, constituye un rito de protecci�n contra el alma tel�rica de la muerte que reside en los huesos y que se elimina consumiendo �stos.

Muy pocas veces las dos formas coexisten en una misma tribu.

Tambi�n en este campo los guayak�es se diferencian de los amerindios. La mayor parte de ellos, pues algunas bandas desconocen el canibalismo, comen con tanta satisfacci�n a sus enemigos como a sus propios muertos, a todos sus muertos. Asan el cad�ver o, si se trata de un ni�o muy peque�o, hacen con �l un puchero.

En ambos casos, la carne se consume �ntegramente, salvo el sexo de las mujeres que se entierra. Los huesos y, en especial, el cr�neo son rotos a golpes de arco y luego abandonados, lo que tambi�n hacen los guayak�es no antrop�fagos que dejan, previamente, el cuerpo descomponerse. Pues la rotura del cr�neo aleja de los vivos, a quienes amenaza, el alma del muerto que, liberada, huye en la selva.

El canibalismo en s�, por lo tanto, es independiente del ritual funerario, aun cuando lo acompa�a. Lo cual permite suponer que naci� como consecuencia del hambre.

El asco que provoca en nosotros la idea de comer carne humana es s�lo el producto de cierta sensibilidad que las circunstancias, y tenemos ejemplos recientes, pueden muy bien anular.

En los guayak�es, la antropofagia no constituye sino un aspecto secundario del proceso de degeneraci�n que han ido sufriendo en un medio cada vez m�s hostil.

�La realidad hist�rica de dicho proceso est� suficientemente establecida? �No ser�a posible, a pesar del testimonio de Lozano, que nuestros "indios blancos" fueran lisa y llanamente unos primitivos, en el pleno sentido de la palabra, unos atrasados? No, y Fierre Clastres lo ha demostrado.

Este etn�logo nos dice, en efecto, que los guayak�es poseen, en su lengua, para designar el ma�z que no cultivan, una palabra (wat�) distinta del t�rmino guaran� (avat�), mientras no tienen ninguna para la mandioca que conocen, sin embargo, puesto que la roban en los campos de los paraguayos. Luego, cultivaban en otro tiempo el ma�z, pero no la mandioca, salvo que hubieran olvidado el vocablo correspondiente a este tub�rculo.

Otro hecho a�n m�s llamativo, siempre seg�n Clastres.

Los guayak�es llaman jaka los recipientes met�licos que roban a los paraguayos. Ahora bien: existe en la lengua guaran� un t�rmino muy parecido, ajak�, que designa una gran canasta que sirve para trasportar las mazorcas de ma�z y las ra�ces de mandioca. La palabra guayak� no constituye un empr�stito reciente, pues los guaran�es emplean, para nombrar los recipientes met�licos, el vocablo castellano lata que los guayak�es desconocen.

Estos ten�an, por lo tanto, en su dialecto un t�rmino que correspond�a a un recipiente de cester�a, de uso agr�cola, que ya no empleaban pero del cual hab�an conservado un vago recuerdo y que aplicaron a las latas que obten�an de los ber�.

El hecho de que la palabra sea m�s o menos la misma que en guaran� no proviene de ning�n modo de una trasferencia reciente - si fuera as�, los guayak�es dir�an: lata - sino lisa y llanamente del origen del idioma que hablan: un dialecto guaran� o, por lo menos - la opini�n de los ling�istas no es un�nime - fuertemente guaranizado.

No hay duda alguna, pues. Los guayak�es no son unos primitivos, sino unos degenerados. Daremos de ello pruebas m�s tangibles. Pero debemos mencionar aqu�, en apoye de esta tesis, la extraordinaria capacidad de readaptaci�n de los individuos de su raza que, por uno u otro motivo, escapan del ambiente selv�tico.

Se convierten r�pidamente, no s�lo en trabajadores incansables, lo que, por cierto no es el caso de los indios, sino tambi�n en artesanos de excepcional habilidad.

Los vimos, en Cerro Morot�, construirse casas forestales que son m�s que simples cabanas y por ejemplo, tallar con un machete, y verdaderamente no es �ste el instrumento apropiado, mangos de hacha de forma perfecta que parec�an salir de una m�quina. Hay, por lo dem�s, en el Paraguay, muchos guayak�es cuyo origen nadie sospecha.

Sacados de sus bandas como consecuencia de expediciones punitivas, fueron criados en estancias; luego, ya adultos, se han fundido lisa y llanamente en la poblaci�n. Una nenita, raptada en la selva, a los cuatro a�os de edad, por un franc�s y adoptada por �l, curs� estudios notables, en la Argentina y en Europa.

Hoy, es doctora en antropolog�a.


3. El enano rubio de la mitolog�a guayak�

No es nuestro prop�sito exponer aqu� las creencias de los guayak�es.

S�lo se diferencian de las de sus vecinos guaran�es por su extremada simplicidad: �bamos a decir su extremada pureza. Nuestro Primer Padre, el Trueno Rel�mpago, sali� de las tinieblas originarias y, sin acercarse a su esposa, por el solo efecto de su palabra, engendr� al dios creador que hizo brotar la luz de su pecho y, luego, form� el mundo con su propia sustancia.

Pero, a este fondo com�n, se agregan, en los guayak�es, dos mitos que, por motivos distintos, nos interesan especialmente.

El primero es el de los dos duendes. Uno de ellos es moreno oscuro, tal vez negro. Es Bai�n, el genio del mal, el amo de la noche, que tiene la luna encerrada en una enorme marmita de tierra. El otro, Jacarendy, es un enano de piel blanca y pelo rubio. Lleva un peque�o arco y flechas y silba sin cesar, como el andyr�, uno de los p�jaros del Trueno-Rel�mpago, que lo acompa�a en todos sus desplazamientos. Es el amo de las abejas y esconde sus panales de miel.

No es malo, pero le gusta hacer chistes. Mujeriego, su esposa lo pega para castigarlo.

Como vemos, se trata de una personificaci�n de las dos razas en presencia. Los amerindios, morenos, son malos porque son el enemigo. Los guayak�es, blancos, no tienen sino defectos amables y Dios los protege. Lo que merece reflexi�n es el hecho de que Jacarendy no sea solamente blanco, como los acn�s de hoy, sino tambi�n rubio. Hay que admitir, pues, que los antepasados de los guayak�es lo eran.

Ya que estamos hablando de duendes, abramos un par�ntesis para mencionar a Japery, el amo del agua, que tiene la mala costumbre de pegar a los guayak�es con un palo que �stos, llaman wyr� pa�n pero del cual son incapaces de dar la menor descripci�n, por la sencilla raz�n que el instrumento s�lo existe para ellos en nivel mitol�gico.

Clastres, a quien debemos esta comprobaci�n, qued� muy sorprendido, pues, de o�r a los ach�s llamar pa�nlos machetes que les regalaba. Dedujo que hab�an debido de tener, en otra �poca, espadas de madera como las que los guaran�es, que las usaban para ejecutar a sus prisioneros, llamaban del mismo modo.

Lo que nos hace dudar de la validez de esta explicaci�n es que los guayak�es, cuando hablan del palo de Japery, no dicen pa�n, sino wyr� pa�n, vale decir "pa�n de madera". Lo cual deja suponer que tienen el vago recuerdo de pa�n hechos, como los machetes, con otro material que no pod�a ser sino met�lico. Nada m�s natural de ser, como creemos, los descendientes de los daneses de Tiahuanacu.

Esta hip�tesis, el mito guayak� de los or�genes no la contradice de ninguna manera, a pesar de lo que parece a primera vista:

"Los primeros abuelos de los guayak�es salieron de las profundidades de la tierra, ara�ando las paredes del precipicio, cual armadillo, para salir.

El camino que permiti� a los primeros abuelos de los guayak�es salir de las profundidades de la tierra fue un hermoso curso de agua. Los primeros abuelos ten�an los sobacos hediondos, la piel muy morena, carec�an de arcos, de flechas, de tembet�, ten�an las manos vac�as".

Cadogan, a quien debemos este texto, deduce del mito en cuesti�n que los antepasados de los ach�s eran de piel oscura.

Pero tambi�n nos dice que la palabra guayak� broa, moreno, negro, significa tambi�n sucio, y parece que este �ltimo sentido es el correcto: los antepasados de los guayak�es, cuando lograron escapar siguiendo un curso de agua, estaban desprovistos de todo y mugrientos hasta el punto de tener mal olor.

M�s a�n: nos preguntamos si la expresi�n "profundidades de la tierra" no proviene de un error de traducci�n y si no se trata, en realidad, de las "profundidades de la monta�a", vale decir de los Andes, de donde ven�an, en efecto, los daneses que se refugiaron en la selva.

Pues, en guaran�, tierra (yuy) y monta�a (yvyty) tienen la misma ra�z, y lo mismo debe de darse en el dialecto guayak�.

El otro mito que nos interesa aqu� es s�lo un aspecto, insignificante a primera vista, de la creencia en la inmortalidad El guayak� tiene dos almas que surgen, y tal vez nacen, en el momento de la muerte: un alma tel�rica que se convierte en fantasma y es peligrosa para los vivos; un alma celestial que se trasforma en un harendy, un Ser Flam�gero, y que sube a juntarse con el Sol en la Floresta Invisible que constituye el Para�so.

Esta �ltima, sin embargo, s�lo consigue abandonar la tierra gracias a un procedimiento un tanto sorprendente.

Fabrica una gran urna de barro que llena de cenizas y en la cual los "p�jaros del alma" vienen a descansar. En el momento de elevarse hacia la Floresta Invisible, entierra su urna entre las ra�ces de un �rbol y los p�jaros levantan vuelo con ella.

Fierre Clastres (2e) a quien debemos de conocer esta "muy extra�a creencia", como �l mismo dice, nos da de ella una explicaci�n que no nos satisface en absoluto:

"Es as� muy sorprendente comprobar que los ach� hacen exactamente en el plano del mito lo que los guaran� hacen, ellos, realmente: pues, sin duda alguna, la marmita del alma no es sino la gran urna funeraria de los guaran�...

El 'mitema' de la urna funeraria del alma es (por lo tanto) el recuerdo de un antiguo ritual de sepelio que segu�an los guayak� en una �poca en la cual, agricultores y, luego, medio sedentarios, estaban en condiciones de fabricar, como los guaran�, las grandes urnas destinadas a recibir los muertos.

El hecho de que la t�cnica de fabricaci�n de las grandes urnas se haya deteriorado como consecuencia del abandono de la agricultura y del nomadismo permanente, condenando as� a desaparecer el ritual y el instrumento que �ste implicaba, no nos parece nada sorprendente: lo que es extra�o, por el contrario, es que los guayak� sepan todav�a hacer alfarer�a".

Esta hip�tesis es dif�cil de admitir, pues no se han encontrado nunca cementerios guayak�es y todo hace suponer que, antes de comerse a sus muertos, los ach�s los incineraban o enterraban, como lo hacen a�n algunas de sus bandas, volviendo cuidadosamente, una vez descompuesto el cuerpo, para romper los huesos, como lo exige la liberaci�n del alma o, m�s bien, de las almas.

Pensamos, por nuestra parte, que existe otra explicaci�n, como veremos en el pr�ximo cap�tulo.


4. Los dibujos runoides de los guayak�es

Si ya resulta sorprendente, como bien lo dice Clastres, que los guayak�es, cazadores recolectores n�mades, fabriquen piezas de alfarer�a, es m�s extra�o a�n que utilicen instrumentos de m�sica.

Estos, fuera de silbatos de hueso que responden a otras necesidades, son de dos tipos: flautas de Pan, de hueso o de ca�a, cuyos tubos est�n tapados en la base, y especies de guitarra de tres cuerdas, sin mango, hechos de una pieza de madera ahuecada y tapada con una tablilla provista de un orificio rectangular. El primero de estos instrumentos est� muy difundido entre los indios del Altiplano andino.

Se supone, pero sin la menor prueba, que el segundo es una imitaci�n reciente de la guitarra propiamente dicha.

Est�bamos preparando nuestra primera expedici�n al territorio guayak� cuando nos llamaron la atenci�n las fotograf�as que ilustraban un art�culo recientemente publicado por una revista especializada de Buenos Aires. Se las hab�a tomado tres o cuatro a�os antes en el campamento de Arroyo Morot�.

Una de ellas representaba una "guitarra" ach�.


La cosa en s� nos interesaba muy poco. Pero el instrumento llevaba dibujos tan poco amerindios como fuera posible:

"figuras que, seg�n creemos, podr�an considerarse simb�licas", escrib�a Tomasini, autor del art�culo.

Era poco decir, pues los dibujos en cuesti�n ten�an todas las apariencias de runas. �En el marco de nuestra hip�tesis de trabajo, esto casi parec�a demasiado bonito!

No ignor�bamos, por cierto, hasta qu� punto la extrema simplicidad geom�trica de los caracteres escandinavos hace f�ciles coincidencias meramente casuales. Uno de dichos signos, no obstante, parec�a descartar toda eventualidad de este tipo. Muy complicado, era la reproducci�n exacta de una "runa secreta" que figura en la inscripci�n de Kingigtorssuaq, en Groenlandia, y que probablemente represente el n�mero 10 C).

Nuestra primera expedici�n nos iba a suministrar, en este campo, una pieza complementaria: un fragmento de cer�mica de factura amerindia, en cuya parte interior (cf.Fig. 2) estaban grabados, muy superficialmente, adem�s de un dibujo geom�trico bastante complejo, diez signos de los cuales nueve eran runas perfectamente trazadas que nos fue f�cil transliterar: NUIH.H LGEAM.

El otro, representado por un punto en nuestra trascripci�n, es dudoso: runa deformada, runa invertida, o una u latina cuyo empleo era corriente, sobre todo en Gran Breta�a y en Irlanda, al final de la �poca r�nica.

El pen�ltimo signo, ea, pertenece, por lo dem�s, al futhorc anglosaj�n y no al futhark escandinavo (cf. Fig. 4). El suboficial paraguayo, jefe del campamento, ni siquiera nos hab�a ense�ado la pieza, descubierta por casualidad, en su caba�a, por un miembro de nuestra expedici�n.

Por supuesto, no hab�a nunca o�do hablar de la escritura r�nica. Nos explic� que el fragmento de cer�mica hab�a sido desenterrado en los alrededores y que una mujer guayak� hab�a grabado en �l algunos de los signos tradicionales de la tribu. La inscripci�n, efectivamente, era muy reciente.

Parec�a confirmarse, pues, que los guayak�es utilizaban como elementos de decoraci�n - no como letras, pues son totalmente analfabetos - caracteres r�nicos medievales.

La mujer que hab�a grabado la inscripci�n no pudo ser identificada.

El autor de los dibujos del instrumento de m�sica hab�a muerto de gripe en Arroyo Morot�. Nos se�alaron, sin embargo, a dos hombres del campamento que a�n sab�an trazar s�mbolos tribales.

El Lie. Rivero les pidi� que lo hicieran para nosotros y consintieron, ri�ndose a carcajadas.


Se les dio primero hojas de papel y una lapicera de bolilla, y en seguida, sin vacilar, se pusieron a "escribir" a toda velocidad.

El resultado fue sorprendente: arabescos lineares complicados que, si se nos los hubiera ense�ado sin indicarnos su origen, nos habr�an hecho pensar en alguna escritura cursiva desconocida.

Es cierto que estos dos "indios blancos" viv�an desde hac�a diez a�os en el campamento y deb�an de haber visto a menudo textos manuscritos.

Un segundo intento, sobre tablas, con carb�n de madera, dio, por parte de uno de los guayak�es - el otro hab�a renunciado - dos series totalmente distintas. Sus signos separados no eran runas, por cierto, pero tampoco garabatos cualesquiera.

En nuestra opini�n, esos analfabetos conservan una tradici�n gr�fica, aunque han olvidado su sentido.

Tercer intento: se dio a "Benigno" - a estos can�bales se les dio nombres espa�oles - un fragmento de cer�mica que acab�bamos de desenterrar y un cuchillo de monte puntiagudo.

Nuestro guayak� se puso a trabajar con extrema rapidez. El resultado fue, en pocos minutos, una inscripci�n ca�tica (cf. Fig. 3) en la cual se destacan algunas runas, en especial unas U, unas I y unas S. El texto, por supuesto, no tiene continuidad fon�tica.

Pero, en las inscripciones aut�nticamente r�nicas, las repeticiones indican, por lo general, la encantaci�n m�gica.

�Gente en situaci�n desesperada que reclama, por todos los medios a su alcance, como les permit�a hacerlo, lo veremos en el cap�tulo siguiente, el valor ideogr�fico de las runas, ganado (llamas), frescura y sol? La estaci�n de las lluvias, que es tambi�n la estaci�n m�s c�lida, hace dif�cil la supervivencia, en la selva paraguaya, para los guayak�es n�mades.

�Los de hoy, que han perdido su cultura y la mayor parte de sus tradiciones, habr�n conservado en su memoria algunos de los caracteres que, para sus antepasados, expresaban simb�licamente la plegaria? �O bien los signos trazados por "Benigno" solo por casualidad se parecen a runas?

Pronto �bamos a tener que descartar esta segunda explicaci�n.


5. Unos "germanos en reducci�n"

Cuando la revista alemana de Buenos Aires, La Plata Rllf, tuvo a bien rese�ar nuestro estudio sobre los guayak�es, puso espont�neamente como t�tulo a su nota: Bei den "Schrumpfgermanen" Paraguays. Unos "germanos en reducci�n".

Era esto, exactamente, mestizaci�n aparte. Uno de los an�lisis de antropolog�a f�sica m�s completos que se hayan jam�s efectuado en Sudam�rica demostraba, en efecto, que los ach�s pertenecen a la raza aria y siguen teniendo caracter�sticas de n�rdicos degenerados, salvo en cuanto a su t�rax, ensanchado por la estada de sus antepasados en el Altiplano andino.

Ten�amos unas buenas razones para pensar que los "blancuzcos de la llanura" descienden de los vikingos daneses llegados, en el siglo X, a M�xico y, en el siglo xi, al Per�.

Seiscientos a�os en la selva tropical explicaban ampliamente su degeneraci�n f�sica y la regresi�n cultural que hab�a se�alado un etn�logo de la categor�a de Clastres.

Confirmada en el plano de la antropolog�a, nuestra hip�tesis hab�a sido reforzada por las inscripciones runoides, carentes de sentido para sus autores, seg�n parec�a, que algunos ach�s a�n saben pintar y grabar.

Ser�a realmente una extra�a casualidad que estos salvajes analfabetos hubieran reinventado totalmente signos que correspond�an tan bien al origen que su apariencia f�sica permit�a atribuirles.


II -� El escondrijo de las runas


1. El "tesoro" enterrado

En julio de 1970, fuimos a Asunci�n para presentar a las autoridades paraguayas y a la prensa nuestro Informe Preliminar sobre el origen racial de los guayak�es.

Aprovechamos el viaje para ir a Cerro Morot�, y el coronel Infanz�n, director del Departamento de Asuntos Ind�genas, tuvo la cortes�a de acompa�arnos, el profesor Pedro Eduardo Rivero y nos. No se trataba en absoluto de turismo.

Quer�amos, no s�lo observar de visu a estos "indios blancos", cada uno de los cuales conoc�amos, literalmente, en raz�n de nuestro estudio antropol�gico, cent�metro por cent�metro, sino tambi�n completar el an�lisis de pilosidad, algunos de cuyos resultados no nos satisfac�an plenamente. Tambi�n dese�bamos recuperar el fragmento de cer�mica grabado, del que s�lo ten�amos fotograf�as.

En el anterior mes de enero, en efecto, un incidente muy serio hab�a obligado a nuestros colaboradores y al oficial de polic�a adscripto a la Misi�n a dejar el campamento de improviso, m�s temprano de lo que pensaban.

El jefe del campamento no pudo poner la mano en la pieza en cuesti�n - le reencontrar�a m�s tarde y nos la entregar�a en noviembre - pero nos trajo tres pedacitos de tierra cocida en dos de los cuales se notaban, a simple vista, inscripciones pintadas.

Nos explic� que estos fragmentos se hab�an encontrado, unos d�as antes, a orilla de la aldea donde los guayak�es desmontaban un pedazo de selva para plantar ma�z. Hab�an aparecido entre las ra�ces de un tronco que se acababa de arrancar.

El fragmento anterior no ten�a nada susceptible de llamarnos la atenci�n. Se trataba de un pedazo del cuello de un vaso, con un modelado d�gito-pulgar bastante fino, y se pueden encontrar piezas semejantes casi de todas partes, en el Paraguay donde, desde hace milenios, se fabrica cer�mica. Los tres fragmentos recientemente desenterrados eran distintos.

Formulamos innumerables preguntas y se nos contest� que, seg�n los habitantes indios y mestizos de la regi�n, hab�a habido, cuatrocientos a�os antes, en el emplazamiento del campamento, una importante villa espa�ola, que �sta hab�a sido destruida y que la selva no hab�a tardado en reconquistar sus derechos.

Esto no resist�a el menor an�lisis. En el siglo XVI, s�lo hab�a unos centenares de europeos en el Paraguay, casi todos establecidos en Asunci�n. Y, de seguro, no se encontraba ni uno en una zona que, a�n hoy, es incontrolada.

Por otra parte, una aldea colonial habr�a dejado algunos vestigios, cuando m�s no fuera cimientos de casas.

Una investigaci�n r�pida en los alrededores y, luego, un estudio in �ibris en Asunci�n y en Buenos Aires nos permitieron ver m�s claro. Nunca hab�a habido, por cierto, villa espa�ola alguna en Cerro Morot�. Pero s�, tal vez, un importante pueblo guayak�, lo que iba a confirmar el portulano de piedra encontrado m�s tarde (cf. Cap. IV).

El mismo nombre de la zona, anterior a la instalaci�n del actual campamento, parec�a indicarlo. Cerro es palabra espa�ola, pero morot� significa "blanco" en guaran�. Ahora bien: no nieva nunca en la Sierra de Caaguaz�, aunque las noches son muy fr�as durante todo el a�o, y la tierra es colorada, mientras que los indios mby�es que viven en la regi�n son morenos oscuros.

Los guayak�es representaban el �nico elemento blanco posible. Es por ellos, sea dicho entre par�ntesis, que el lugar donde se encontraba el primer campamento se llama, desde tiempos inmemoriales, Arroyo Morot�, Arroyo Blanco.

La excepcional importancia de los fragmentos tra�dos en septiembre nos llev� a armar otra expedici�n. Consider�bamos altamente improbable, en efecto, que la extracci�n de una ra�z hubiera hecho surgir tres pedazos de cer�mica sin que quedaran otros.

Tres, esto era demasiado, o demasiado poco. Los guayak�es, naturalmente, nunca trabajan de balde. Apenas terminada su tarea, hab�an cerrado el hueco y apisonado la tierra para plantar su ma�z. Esto, hab�amos podido comprobarlo. Ten�amos, pues, que hacer excavaciones.

En noviembre de 1970, dos de nuestros colaboradores partieron para Cerro Morot�. Su tiempo y sus medios eran muy reducidos, por desgracia. N01 dejaron por ello de obtener un extraordinario resultado. En primer lugar, hicieron reabrir el hueco dejado por la famosa ra�z y, en la tierra as� extra�da, aparecieron fragmentos de cer�mica, tan cubiertos de arcilla colorada que s�lo una gran atenci�n permit�a diferenciarlos de simples terrones.

Luego, en el lugar de la excavaci�n, hicieron abrir una trinchera de dos metros de profundidad, y algunos otros pedazos de cer�mica aparecieron a�n, hasta 70 cm del suelo. Efectuaron entonces sondeos sistem�ticos que, de inmediato, dieron sus frutos.

En el borde de la trinchera, justo al lado del hueco primitivo, se encontraba un tronco de lapacho, un �rbol t�pico de la selva tropical: diez metros de altura, pero s�lo quince cent�metros de di�metro.

Detr�s - con respecto a la excavaci�n - de la parte del tronco que, curiosamente, se prolongaba bajo tierra (cf. L�m. V), nuestros colaboradores desgajaron lentamente, a cuchara y a mano, una urna aplastada por las ra�ces que la rodeaban. Hab�a conservado su forma, m�s o menos, pero sus dimensiones se hab�an reducido, pues sus fragmentos se superpon�an en parte.

En el interior, y fue esto la mayor sorpresa, aparecieron otros fragmentos que no le pertenec�an, algunos de los cuales, pronto lo �bamos a saber, llevaban inscripciones de la mayor importancia.

Las piezas encontradas en el hueco primitivo - 144 fragmentos - proven�an de seis o siete recipientes: tres o cuatro urnas medianas, de gruesa tierra ocre con modelado d�gito-pulgar; una urna de las mismas caracter�sticas, pero de gruesa tierra negra; un vaso globular de dimensiones reducidas, hecho de fina cer�mica amarilla, con modelado d�gito-unguicular; y una peque�a urna, de color ladrillo, de tierra semifina decorada con incisiones unguiculares. Ninguno de estos recipientes pudo ser reconstituido.

Desplazamientos de tierra a lo largo del tiempo, tal vez, y de seguro el trabajo de los guayak�es hab�an dispersado numerosos fragmentos. Por el contrario, pudimos reconstruir �ntegramente (cf. L�m. VI) la urna encontrada por nuestros colaboradores.

Se trata de un vaso del tipo de aquellos que los arque�logos se obstinan en llamar "urnas funerarias", aun cuando no pasan de simples ollas. Es de forma zonaria, vale decir dividida por una arista horizontal en el medio, y de dimensiones medianas: 31 cm de altura, 37 cm de di�metro m�ximo y 31 cm de di�metro de boca.

Su fabricaci�n, por rodete en espiral, es grosera. Cocida al aire libre, su tierra es de un color ocre p�lido. Modelado d�gito-pulgar irregular con cuatro hiladas de signos runoides en el cuello, de que hablaremos m�s adelante.

En todos sus aspectos, la factura es de muy bajo nivel. Como los anteriores, se podr�a atribuir este vaso, desde este punto de vista, a cualquier tribu amerindia de la regi�n.

�C�mo explicarnos la existencia y las caracter�sticas de este extra�o yacimiento? Para hacerlo, es necesario, seg�n creemos, remontarnos a la �poca - el principio del siglo XVII - en que los guayak�es, acosados, como ya vimos, por las milicias guaran�es de las Misiones jesu�ticas, y en particular de la de San Joaqu�n, a unos 20 km, tuvieron que abandonar la aldea de Cerro Morot�, donde viv�an en el estado sedentario, para adoptar la vida n�mada.

Al salir para la selva, tal vez ante una amenaza inmediata, les era evidentemente imposible llevarse nada que no fuera lo indispensable: sus armas. Probablemente pensaran, por lo dem�s, volver una vez pasado el temporal. Tuvieron que abandonar lisa y llanamente sus caba�as y los pocos artefactos que pod�an contener.

Pero pose�an tesoros que ni pod�an so�ar en abandonar al enemigo: pedazos de vasos, cubiertos de inscripciones que proven�an de sus antepasados.

Tal vez ya no entendieran su sentido. Pero les ten�an un respeto casi religioso. Imposible llevarse estos fragmentos fr�giles. La �nica soluci�n era enterrarlos en un escondrijo, como lo hac�an, tal vez, en la misma �poca, pero no pod�an saberlo, sus primos de la isla de Pascua que encerraban sus rongo-rongo - tablillas de madera grabadas-en "cuevas de familia" con entrada cuidadosamente disimulada.

Si nuestra explicaci�n es exacta, y no vemos otra, los guayak�es colocaron sus tesoros en urnas groseras como las que fabricaban, para uso dom�stico, imitando las t�cnicas indias.

Luego, enterraron sus "cajas-fuertes" improvisadas en la parte alta del Cerro, fuera de alcance de las inundaciones: donde encontramos nuestra urna. Tal vez hubieran agrupado varios de estos recipientes, debidamente llenados, en un mismo escondrijo. Lo que lo deja suponer es que fragmentos de cer�mica inscripta, desenterrados con la ra�z que est� en el origen de nuestro descubrimiento, aparecieron en medio de pedazos de urna de la misma factura que "la nuestra".

Muchos otros habr�n desaparecido al mismo tiempo que los fragmentos de "cajas fuertes" que faltan.

La urna del tesoro nos da, sea dicho entre par�ntesis, una explicaci�n de la. �marmita del alma", este mito incomprensible que s�lo se encuentra entre los guayak�es y que relatamos en el cap�tulo I.

Al abandonar su aldea, los descendientes de los daneses de Tiahuanacu hab�an enterrado inscripciones que simbolizaban para ellos el alma de sus antepasados, el alma de la raza, y este gesto tr�gico los hab�a marcado profundamente. Olvidaron poco a poco el hecho hist�rico. Pero conservaron el recuerdo de una relaci�n entre el alma guayak� y una urna enterrada que la selva hab�a cubierto, de una urna aprisionada por las ra�ces de un �rbol.

No es nuestro prop�sito hacer aqu� el an�lisis pormenorizado de los treinta y tres fragmentos que conten�a la urna del tesoro.

El Instituto de Ciencia del Hombre, de Buenos Aires, lo expuso en una memoria destinada a los especialistas. Limit�monos a decir que las piezas son extremadamente heterog�neas: de gruesa tierra y de pasta fina; ocres, negras, marrones, gris�ceas; con engobe gris-beige o blancuzco y sin �l; lisas y con estr�as, incisiones unguiculares e hiladas de signos runoides con modelado d�gito-pulgar e incisiones.

Algunas provienen de fuentes, de platos, de vasos. El origen de las dem�s es imposible de determinar.

Estos treinta y tres fragmentos, a los cuales corresponde agregar los tres desenterrados por los guayak�es, s�lo tienen una cosa en com�n: a pesar de su nivel t�cnico muy desigual, son de una factura muy superior a la del recipiente que los conten�a. Lo cual no tiene porque sorprendernos, puesto que sabemos que, desde el punto de vista cultural, los guayak�es est�n en franca regresi�n.

El abandono de Cerro Morot� y de sus otras aldeas no marc� el principio de su decadencia. S�lo fue, visiblemente, una etapa. Nada m�s natural, pues, que hayan considerado, en aquel entonces, un tesoro fragmentos de cer�mica que ven�an de sus antepasados m�s civilizados que ya eran incapaces de imitar.

Tanto m�s cuanto que algunos de dichos fragmentos llevaban misteriosas inscripciones. Todos, tal vez, en el principio, pues algunos, mal protegidos despu�s de la rotura de la urna-caja fuerte, debieron de ser lavados por el agua de lluvia que penetraba en la tierra, lo que parecen indicar los rastros de dibujos pintados o grabados que se pueden divisar en muchas piezas.

Inscripciones aparte, todos los fragmentos en cuesti�n podr�an ser atribuidos a las tribus amerindias de la regi�n.

Algunos responden a las caracter�sticas de la alfarer�a guaran� cl�sica, por lo menos tal como se manifiesta en la cuenca del R�o de la Plata, desde el Paraguay a las puertas de Buenos Aires. Se�alemos, sin embargo, que ni las fuentes ni los platos parecen haberse conocido en el �rea antes de la Conquista.

Los fragmentos, con decoraci�n d�gito-pulgar y unguicular, que presentan hiladas de signos runoides son comunes a los guaran�es y a los dem�s indios de la zona. Pero �nicamente de la zona. Al norte del Paraguay, las tribus guaran�es y otras nunca han hecho nada semejante. Ni siquiera los arawaks del Amazonas, excelentes alfareros, sin embargo.

Tenemos, pues, el derecho de pensar, cuanto m�s no fuera a t�tulo de hip�tesis, que los antepasados de los guayak�es, llegados del Altiplano andino, fueron los que introdujeron en su esfera de influencia ciertas formas, ciertas t�cnicas y ciertos motivos de decoraci�n que los indios imitaron, aun despu�s que los descendientes de sus civilizadores los hab�an olvidado.

Por el contrario, las inscripciones y los dibujos mitol�gicos s�lo ten�an sentido para sus autores y no hab�a raz�n alguna para que indios analfabetos los copiasen.

Y, una vez perdido su significado exacto, s�lo conservaban un valor hist�rico - y tal vez religioso - para los herederos de quienes los hab�an trazado.

Vamos a analizar las inscripciones relevadas en algunos de los fragmentos que acabamos de describir someramente. No tomaremos en cuenta ni las letras aisladas ni las hiladas de signos runoides que hemos - se�alado. Las letras del alfabeto r�nico, en efecto (cf. Fig. 4), tienen una forma geom�trica, por lo general sencill�sima, que bien puede reproducir una grieta o una rayadura.

La autenticidad de algunos caracteres grabados en tal o cual de nuestros fragmentos no deja mucho lugar a duda y la naturaleza de los motivos modelados o grabados en serie raya en la evidencia. No obstante, preferimos, tal vez por exceso de prudencia, dejar a un lado unos y otros para encarar exclusivamente lo indiscutible.

Queda un �ltimo punto fundamental:

  • �Es seguro que la urna pertenece a los guayak�es y su contenido, a los antepasados de nuestros "indios blancos"?

  • �Aunque haya habido, en otra �poca, una aldea de guayak�es en Cerro Morot�, no es posible que otros, antes de su llegada o despu�s de su partida, hayan ocupado el lugar?

  • �No podemos suponer, igualmente, que los guayak�es hayan robado o encontrado el contenido del escondrijo?

Tenemos tres buenas razones para excluir estas hip�tesis y cualquier otra del mismo g�nero.

La primera no es concluyente, pero tiene un valor real: los fragmentos negros son exclusivamente caracter�sticos de la cer�mica guayak�.

La segunda, que no elimina, por lo dem�s, la posibilidad de un aporte exterior, es de orden l�gico, pero sabemos que la l�gica est� muy lejos de dar cuenta de todos los actos humanos: los guayak�es no habr�an enterrado - ni siquiera conservado - pedazos de vasos sin ninguna utilidad pr�ctica si no hubieran tenido para ellos un valor especial.

La tercera raz�n es decisiva.

En la "urna-caja fuerte" encontramos, en medio de los fragmentos de cer�mica que conten�a, un pedazo de piedra de hacha que constituye una verdadera firma.

Los guayak�es, en efecto, emplean, para fabricar sus hachas de guerra y de trabajo, una t�cnica sumamente ingeniosa, que los mayas parecen haber conocido, muy distinta de la que utilizan la mayor parte de los amerindios. No atan la piedra cortante en la punta de un palo ahorquillado o hendido: la introducen en una incisi�n que hacen en el tronco de un �rbol joven. Al cicatrizarse, la madera se cierra alrededor del cuerpo extra�o que ya no se puede arrancar.

S�lo queda por cortar el tronco, a la altura requerida, arriba y abajo de la piedra y a tallarlo en forma de mango. Algunas tribus indias de la regi�n recurren al mismo procedimiento, tal vez por imitaci�n. Pero las hachas guayak�es se reconocen f�cilmente por el corte en almendra de su piedra. Indiscutiblemente, el pedazo encontrado en la urna pertenece a una de ellas.

Pero no de nuestra �poca.

Todos los etn�logos que describieron hachas guayak�es contempor�neas est�n de acuerdo en cuanto a la naturaleza del material utilizado para tajar la piedra: una diorita gris oscuro cuyo granulado disb�sico se respeta siempre, aun en el filo.

As� el hacha con que nos obsequi� el jefe guayak� de Cerro Morot� y la que figura en las colecciones del Museo del Jard�n Bot�nico de Asunci�n. La piedra de la urna, por el contrario, est� tallada en hematita.

Por otro lado, el trabajo es mucho m�s fino. Las piedras de hacha contempor�neas son rugosas, como ya hemos dicho. La del "tesoro", por el contrario, es tan pulida que parece vitrificada. Luego, pertenece a una cultura artesanal mucho m�s adelantada que la de los guayak�es actuales.

Vale decir, puesto que se trata de un pueblo degenerado, mucho m�s antigua.


2. Caracteres generales de las inscripciones

Para que la interpretaci�n que vamos a dar de las inscripciones relevadas en fragmentos de cer�mica de nuestra urna-caja fuerte sea comprensible, queremos recordar aqu� lo que son las runas.

Se llaman as� los caracteres de la escritura que los pueblos germ�nicos emplearon desde el siglo III a.J.C., y probablemente mucho antes, hasta el siglo XIII de nuestra era, y a�n m�s tarde.

Se conocen tres alfabetos r�nicos principales, designados por sus seis primeras letras: el antiguo-futhark de 24 signos, utilizado hasta el siglo vm, el futhorc anglosaj�n de 28, luego 33, signos, adaptaci�n del anterior al antiguo ingl�s, empleado, por lo que se sabe, del siglo VI al siglo XI, y el nuevo futhark. o futhark joven-dan�s, de 16 signos, posterior al siglo VIII.

Este �ltimo conoci� algunas variantes, sea por conservaci�n de runas arcaicas, sea por creaci�n de nuevas runas, como en el futhark "punteado" de 28 signos que apareci� en el siglo X. La Figura 4 nos muestra los cuatro sistemas que acabamos de mencionar y que, todos, son necesarios para nuestro an�lisis.

Como en nuestro alfabeto, cada runa representa un sonido o varios. La precisi�n fon�tica de cada sistema resulta, por lo tanto, proporcional al n�mero de signos que contiene.

En Escandinavia, disminuy� notablemente cuando la adopci�n del nuevo futhark en el cual, por ejemplo, el segundo signo puede representar indiferentemente los sonidos u, �, o y �. Lo cual hace a veces sumamente dif�cil la trasliteraci�n.

De cualquier modo, los sistemas r�nicos constituyen lo que no tenemos m�s remedio que llamar, a expensas de la etimolog�a, alfabetos o, si se prefiere, las variantes de un alfabeto. Los pueblos germ�nicos utilizaban las runas como nosotros las letras griegas o latinas. Pero les daban, adem�s, otro empleo.

Cada signo del futhark o el futhorc tiene, en efecto, un nombre aer�fono, vale decir que comienza por el sonido que la runa representa. No se trata de un t�rmino especial, como en griego, por ejemplo, sino de una palabra del idioma empleado. As� la f r�nica se llama faihu en g�tico y fehu en norr�s en ambos casos con el mismo sentido: mujer.

En antiguo ingl�s, por el contrario, la letra en cuesti�n lleva el nombre de feoh, ganado y, por extensi�n, dinero, bienes.

Pero, por otra parte, en las lenguas escandinavas, sea que el antiguo ingl�s haya influido en ellas, sea por el contrario que les deba el vocablo, f se llama a veces fauhu, ganador. Para facilitar sus an�lisis, los run�logos han sistematizado los nombres de las runas en un "germ�nico com�n", un tanto arbitrario, es cierto, pero c�modo. Nos mismo utilizaremos sus formas.

La consecuencia de este modo tan especial de designar las runas es que cada signo, independientemente del sonido que tiene en la escritura, posee en s� uno o varios sentidos. Por lo tanto, constituye un ideograma. Ciertos grupos de runas tienen un car�cter fon�tico: se los puede leer y comprender del mismo modo que las palabras de una frase escrita con el alfabeto latino.

Otros, mas escasos, tienen un sentido ideogr�fico y, para entenderlos, es preciso dar a cada signo, como en chino, su sentido conceptual. Agreguemos que tal o cual runa es susceptible, adem�s, de una interpretaci�n simb�lica (la runa de la muerte, la runa de la fidelidad, etc.), pero es �ste un empleo posterior a la �poca que nos interesa.

Las inscripciones contenidas en la urna de Cerro Morot� pertenecen a los dos primeros g�neros.

Una de ellas es indudablemente fon�tica. Otras son ideogr�ficas. Una �ltima ha resistido victoriosamente cualquier intento de interpretaci�n. Corresponde se�alar, por otra parte, el hecho extra�o de que los signos r�nicos de nuestros grafismos pertenecen a varios sistemas, con predominio del futhorc, y que caracteres de distinto origen se mezclan en un mismo grupo.

A primera vista, estas peculiaridades aberrantes sorprenden e intrigan. Sin embargo, se explican en el marco de nuestro estudio.

Sabemos, en efecto, que los daneses de Tiahuanacu hab�an llegado a Am�rica hacia el a�o 967, vale decir en la �poca en que las runas "punteadas" empezaban a mezclarse con el nuevo futhark. El antiguo, aunque eliminado a principios del siglo IX, no hab�a desaparecido sin dejar rastros y algunos de sus signos figuran en inscripciones muy posteriores.

En cuanto a la presencia dominante de los caracteres del futhorc anglosaj�n, s�lo puede significar una cosa: la expedici�n de Ullman, aunque compuesta por daneses del Schieswig y algunos alemanes, no hab�a partido de la pen�nsula escandinava sino del Danelaw brit�nico o de Irlanda. Lo cual precisa el trazado de su itinerario tal como lo reconstituimos en nuestra obra anterior.

A todas estas causas de confusi�n hay que agregar el peso de circunstancias a las cuales se deben, lo vamos a ver, la deformaci�n de algunos caracteres y la presencia de signos no r�nicos.

En primer lugar, los vikingos de Tiahuanacu, en el momento de la destrucci�n de su imperio, hacia 1290, estaban aislados de su patria desde hac�a m�s de trescientos a�os y los contactos espor�dicos - uno solo, hacia 1250, nos es conocido - no hab�an podido ayudarlos mucho a conservar un rigor gr�fico que estos guerreros y marinos tal vez ni tuvieran cuando su salida de Europa.

Por otro lado, no ser�a imposible que, aunque siguieran empleando entre s� el idioma norr�s - el antiguo escandinavo - hubieran utilizado su sistema fon�tico para trascribir los dialectos ind�genas, lo cual los habr�a obligado a inventar nuevas letras para expresar los sonidos quichuas y aymar�es que no ten�an equivalentes en las lenguas n�rdicas.

Por fin, las tradiciones incaicas nos ense�an que el uso de la escritura fue prohibido, con las penas m�s severas, al d�a siguiente de la derrota de la isla del Sol y que un amanta - un sabio - que hab�a inventado, un poco m�s tarde, un nuevo alfabeto muri� en la hoguera.

Agreguemos a todo - esto que los antepasados de los guayak�es no eran, de seguro, hombres cultos. Vamos a ver, m�s adelante y en el cap�tulo V, que la ortograf�a no era su fuerte.

Se�alemos, sin embargo, que los refugiados del Paraguay hab�an dejado el Altiplano o sus laderas inmediatamente despu�s de la �ltima batalla. La prohibici�n, por lo tanto, no los hab�a alcanzado.

Lo cual explica que hayan conservado la escritura mientras que �sta desparec�a en el Per�.


3. Una fecha y un s�mbolo geogr�fico

El lado a del fragmento CM-15 (cf. Fig. 5) hallado en la urna del tesoro viene a confirmar exactamente nuestra cronolog�a.

Se ve en �l, en efecto, la fecha de 1305. Las cifras "en cimitarra" tienen la forma que se les daba en Europa despu�s que los �rabes las hab�an introducido en el siglo x y el 5, que tiene el aspecto de nuestro 4, es caracter�stico de la �poca.

Lo cual garante, por otra parte, el valor del 3, que se podr�a tomar hoy d�a por un 5. La presencia de esta fecha y de otras que mencionaremos en el cap�tulo V confirma, por otra parte, el contacto europeo de 1250.

Los n�meros llamados ar�bigos fueron introducidos muy temprano en Escandinavia y, especialmente, en Dinamarca donde el gran puerto de Hedeby - se encontr� en su �rea un gran n�mero de monedas �rabes de la �poca - comerciaba activamente con el Medio Oriente. Pero, en el a�o 967, a�n no se empleaba all� el calendario cristiano.

El fragmento en cuesti�n confirma igualmente el origen peruano de los antepasados de nuestros "indios blancos".

Hallamos, en efecto, cerca de la fecha, la imagen de una llama (cf. L�m. VII).


Este animal era desconocido en el Paraguay.

S�lo despu�s de la Conquista se trat� de introducirlo all�. Infructuosamente, por lo dem�s, pues la especie no resist�a el clima tropical. S�lo prosperaba en las alturas de la Cordillera de los Andes.

El artista que grab� el animal-pues era un verdadero artista - ven�a, por lo tanto, del Altiplano. El lado b - el interior del plato - del mismo fragmento (cf. Fig. 6) ofrece un extra�o caos de signos dudosos, trazados con tinta gris, o vuelta gris con el tiempo, debajo de un cuadriculado irregular, de tinta azul, que eliminamos de nuestro dibujo por no tener la menor apariencia alfab�tica.

Se pueden vagamente identificar, de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba, las runas Kaunaz, Reido, Isa, Uruz, Isa, Solewu compuesta y Uruz-Wunjo acopladas, lo que no tiene sentido coherente alguno, ni en lectura alfab�tica ni en interpretaci�n ideogr�fica. El gran V contorsionado de la izquierda no representa nada.

�Tr�tase de un mero garabato? Lo que lo dejar�a creer es la inclinaci�n de los signos.


Nunca se encuentran, en efecto, en los textos germ�nicos, runas que no est�n derechas, salvo, por supuesto, en las inscripciones c�clicas donde la perpendicular al alma de la curva sustituye la vertical. No es �ste el caso.

No est� excluida, sin embargo, la posibilidad de que este conjunto se relacione con un nuevo alfabeto, de origen r�nico pero adaptado a alg�n dialecto ind�gena.

Lo que respalda esta hip�tesis es la semejanza notoria del "texto" con una inscripci�n (cf. Fig. 3) trazada delante - de nosotros por un "indio blanco" que no hab�a visto, por supuesto - como tampoco nosotros en aquel entonces - el fragmento CM-15.

Los tres signos que figuran arriba a la derecha, perpendicularmente al resto de la inscripci�n, parecen ser de una naturaleza del todo distinta.

Est�n trazados con pintura marr�n y bien dibujados. El primero se acerca a una V latina, letra �sta que se hab�a introducido en el futhorc anglosaj�n mucho antes de la conquista normanda.

El segundo es un Uruz correcto. El tercero, por el contrario, es altamente fantasista, aunque recuerda un tanto el Fehu del futhorc tal como lo encontramos en el manuscrito Cotton Domitianus.

Tres signos aislados no pueden tener sino un sentido ideogr�fico. Tendr�amos as�: voluptuosidad, virilidad, ganado. Deseos comprensibles por parte de daneses de Tiahuanacu perdidos en la selva, amenazados en su descendencia y desprovistos de todo y, en particular, de las llamas - su ganado - que constitu�an, en el Altiplano, lo esencial de su alimentaci�n.

Pero, como en el caso de todas las interpretaciones ideogr�ficas, s�lo se trata de una hip�tesis, perturbadora pero dudosa, sobre todo si se tiene en cuenta el dibujo extra�o de signos cuya lectura misma es incierta.


4. De Dinamarca a la Isla de Pascua

Como el anterior, y tal vez m�s a�n, el fragmento CM-4 (cf. Fig. 7) tiene, para nuestro estudio, una importancia capital.

No s�lo, en efecto, constituye una prueba indiscutible del origen escandinavo de los guayak�es, sino que tambi�n nos da la soluci�n de uno de los problemas antropol�gicos m�s apasionante de nuestra �poca.

Lo que llama en primer lugar nuestra atenci�n, en este conjunto complejo, son los dos Arboles de Vida, trazados con tinta azul, que est�n situados separadamente, en �ngulo recto, el uno arriba a la izquierda y el otro a la derecha, casi horizontal.

Su naturaleza no deja lugar a duda, puesto que ambos llevan, en la rama m�s alta, el �guila que, en la cima del Fresno Yggdrasill de la mitolog�a escandinava, representa el Valh�l, morada de los Campeones, y, en lo alto del �rbol del Mundo, o �rbol de Vida, de los nahuas y los mayas, simboliza el Sol con el que van a unirse, despu�s de su muerte, los guerreros ca�dos en el, campo de batalla.

Al pie del �rbol de la derecha, justo debajo de las dos grandes letras del centro, vemos la Serpiente del Mundo, tan a menudo reproducida en las estelas y los monumentos del per�odo vikingo.


A lo largo del tronco, parcialmente grabado, del �rbol de la izquierda, encontramos dos grupos de signos.

El de la derecha es muy confuso y desaf�a cualquier intento de interpretaci�n. El de la izquierda (cf. Fig. 8), por el contrario, compuesto de cuatro signos grabados, es de una claridad meridiana. Se podr�a ver en �l un ideograma: Re�do, Isa, Wunjo sobre p�jaro. Trasponiendo, tenemos: viaje ligero de voluptuosidad sobre p�jaro. Dicho con otras palabras, sue�o de voluptuosidad.

Esta interpretaci�n no nos satisface.

El grupo est� situado, en efecto, al pie del �rbol de Vida, en el lugar del Reino de los Muertos del que se excluye, por cierto, cualquier sue�o voluptuoso.

Por otro lado, si descartamos - cualquiera idea preconcebida, no tendremos dificultad alguna para leer las tres letras que dominan al p�jaro:

RIP, sigla del Requiescant in Pace de los cementerios cat�licos.

Ahora bien: sabemos que los daneses del Altiplano hab�an recibido, a mediados del siglo XIII, un aporte cristiano lo suficientemente profundo para que hubiera dejado rastros en los monumentos de Tiahuanacu.

Si hab�a, en 1290, a orilla del Lago Titicaca, una iglesia cat�lica en construcci�n, la copia, que los bolivianos llaman hasta hoy "El Fraile", de la estatua de un ap�stol no identificado de la catedral de Amiens y un friso que representaba, en la llamada "Puerta del Sol", la escena apocal�ptica de la Adoraci�n del Cordero, tal como figura en el t�mpano del mismo edificio, si, por otra parte, ra�ces latinas hab�an pasado de la lengua particular - danesa - de los incas al quichua, no es nada sorprendente encontrar una sigla latina en uno de los fragmentos de nuestra urna-caja fuerte.

Es �sta una interpretaci�n discutible, pero la creemos correcta.

De ser as�, el p�jaro es una paloma, s�mbolo del alma salvada. Hay, sin embargo, una dificultad aparente. Los dos primeros signos pueden ser indiferentemente, r�nicos o latinos.

El tercero, por el contrario, es un Wunjo del antiguo futhark o un Thurisaz (o Thurs) del nuevo. Se parece mucho, no obstante, a la P latina, hasta el punto que los islandeses contempor�neos, que han conservado el Thurs r�nico en medio del alfabeto latino que emplean, lo utilizan en lugar de la p, que no tienen, cuando escriben a m�quina en ingl�s o en franc�s.

Nuestro grabador, m�s acostumbrado a las runas que a los caracteres latinos, muy bien habr�a podido hacer lo mismo. Tanto m�s cuanto que, en el nuevo futhark, el cuerpo del Thurs era indiferentemente arredondado o triangular.

Entre la Serpiente del Mundo y el pie del �rbol de la derecha, ligeramente encima, aparece un grupo de signos alineados, grabados y coloreados con tinta azul, que es f�cil trasliterar: INGUKZ. Esta palabra ofrece algunas particularidades. En primer lugar, la mezcla de los alfabetos. La primera letra - i - es com�n a todos los sistemas r�nicos. La segunda - ng - y la quinta - 2 - pertenecen al futhark punteado. La tercera - u - al nuevo futhark.

La cuarta - k - por lo dem�s mal orientada, lo que es frecuente en las inscripciones r�nicas, figura en estos dos �ltimos sistemas. Por otra parte, el quinto signo constituye, sin duda alguna, la marca del genitivo, pues Inguk es un nombre vikingo.

Pero, entonces, deber�amos hallar una s y no una z. Se trata aqu�, muy simplemente, de una falta de ortograf�a que reencontraremos, por lo dem�s, en las inscripciones de Yvyty-ruz� (cf. Cap. V). El grupo significa, por lo tanto, "de Inguk", sin que sepamos si representa la firma del autor o el nombre de un muerto.

Los signos que figuran en la parte alta del fragmento, a la izquierda, y a la derecha del nombre Inguk son dudosos. En cuanto a las dos grandes letras del centro, Uruz y Reido, s�lo son visibles, claramente por lo dem�s, m�s p�lidas que la terracota del fragmento, bajo una luz violenta. Otras siguen cuyos rastros se adivinan, pero est�n demasiado borradas para que sea posible identificarlas.

Quedan los tres grandes dibujos trazados con tinta azul, abajo a la derecha, y los dos o tres signos m�s peque�os que est�n encima del �ltimo.

No se trata, evidentemente, de caracteres fon�ticos, sino de figuras estilizadas. La de arriba, a la izquierda, y la tercera de la hilada inferior son impecables. Las dos primeras de dicha hilada tienen un contorno menos preciso, pues la tinta parece haber debilitado la terracota que se ha deshecho un tanto, pero pudimos perfectamente reproducirlas.

La cuarta, situada en la quebradura de la pieza, es m�s dif�cil de definir y subsiste, a su respecto, cierto margen de duda.


Salvo, precisamente, la �ltima, que parece representar a un jinete, estas figuras no pertenecen a la iconograf�a escandinava ni a ninguna otra de Europa. Tampoco encontramos nada que se les asemeje en el arte peruano.

Por el contrario, si consideramos los rongo-rongo de la isla de Pascua esas tablillas de madera en las cuales los antepasados blancos y rubios de sus actuales habitantes o, m�s bien, de algunos de ellos dibujaban hiladas de signos ideogr�ficos cuyo significado desconocemos a�n, no tendremos, por cierto, dificultad alguna en reconocer en ellos figuras absolutamente id�nticas a las que constituyen el objeto de nuestro an�lisis (cf. Fig. 9).

M�s todav�a, el primer dibuje de nuestra serie, el de arriba, es un hombre-p�jaro, s�mbolo caracter�stico de Rapa Nui, inconfundible.

Aportamos as� la primera prueba material de la teor�a de Thor Heyerdah� que sostiene, y no le faltan argumentos, que la isla de Pascua fue parcialmente poblada por un grupo de hombres del Titicaca, sobrevivientes de la batalla de la isla del Sol, que se hab�an embarcado en Puerto Viejo, en el actual Ecuador, en balsas que, arrastradas por las corrientes marinas, los hab�an llevado hasta Polinesia.

Heyerdah� no precisa el origen de los fugitivos. Inclusive excluye expl�citamente, en unas pocas palabras, la posibilidad de que se haya tratado de vikingos.

Se basa, para hacerlo, en una cronolog�a equivocada que crey� poder establecer a partir de los datos geneal�gicos ind�genas. Parece que �stos fueron mal comprendidos, pues Francis Mazi�re, cuya mujer, tahitiana, habla polinesio, lleg�, por el contrario, sobre la base de las tradiciones insulares, a la misma fecha que nosotros.

Recordemos aqu� que existe cierta semejanza entre los ideogramas de los rongfo-rongo y los que figuran en los kellka "rezapaliche" del Titicaca, pergaminos en los cuales los primeros misioneros espa�oles hab�an redactado un catecismo con un sistema de escritura muy anterior a la Conquista y cuyos primeros rastros se encuentran en Kivik, en Suecia.

Sabemos ahora que este sistema, en 1290, comprend�a ideogramas en todo id�nticos a los que se conservaron, en la isla de Pascua, hasta la llegada de los europeos.


5. El llamado a Od�n

El fragmento CM-5 (cf. Fig. 10) lleva una inscripci�n cuidadosamente dibujada con tinta marr�n (tal vez primitivamente colorada).

Est� compuesta de seis runas alineadas, m�s dos signos indefinibles. Las dos primeras runas, muy p�lidas (entre corchetes en nuestra reproducci�n), son un tanto dudosas. La cuarta, f�cilmente identificable, est� mal trazada o, tal vez, parcialmente borrada.

La transliteraci�n da: UFKOUE, lo que no parece tener sentido, aun teniendo en cuenta las letras sospechosas. Por el contrario, la interpretaci�n ideogr�fica nos propone, siempre con las reservas ya formuladas, una traducci�n satisfactoria.


Los signos Uruz, Fehu, Kaunaz, Odala, Uruz y �hwaz pueden, en efecto, trasponerse del siguiente modo: hombre, mujer, audacia, Od�n, hombre y caballo. Tendr�amos as�: Un hombre y una mujer audaces (encontraron) al mensajero de Od�n.

El hombre-caballo es, en efecto, en la mitolog�a escandinava, el hombre de la caza salvaje, el mensajero. O, mejor a�n, en raz�n de la situaci�n en la cual se encontraban los daneses perdidos en la selva tropical: Un hombre y una mujer audaces (llaman) al mensajero de Od�n.


Vale decir, piden ayuda a Dios.

Esta �ltima interpretaci�n - una plegaria - es reforzada, en cierta medida, por la inscripci�n del fragmento CM-(cf. Fig. 11).

Se trata, esta vez, de un monograma compuesto de cuatro letras, las dos �ltimas ligadas, que tienen todas las caracter�sticas de los ideogramas r�nicos cl�sicos. Estas letras son: Uruz, Solewu y, acoplados, Wunjo, Hagalaz. Vale decir: uro (s�mbolo de fuerza y de virildad), Sol, voluptuosidad y nacimiento.

De ah� la siguiente interpretaci�n: Fuerza viril del Sol (danos) al mismo tiempo voluptuosidad y descendencia.

Esta inscripci�n debe de ser muy posterior a la precedente y datar de una �poca en que los antepasados degenerados de los guayaqu�es contempor�neos ya carec�an de mujeres, fen�meno �sta que el P. Lozano se�alaba: el siglo XVIII y que veros�milmente hab�a empezado a manifestarse mucho antes del abandono, hacia 1628, de la aldea de Cerro Morot�.

Los descendientes de los vikingos de Tiahuanacu ya no ped�an auxilio. Pero s� rogaban al Dios-Sol, por el porvenir de su raza.


No podemos separar de estas oraciones jaculatorias otro ideograma (cf. Fig. 12) que, sin embargo, no viene de Cerro Morot�.

Lo relevamos en una piedra de hacha que el Dr. Ramiro Dom�nguez, director del Museo Municipal de Villarica, encontr� en el curso de excavaci�n superficiales efectuadas por �l en el emplazamiento la Posta de Cerro Polilla (cf. Cap. V).

La inscripci�n, trazada con tinta marr�n, muy cerca del filo del arma, es muy p�lida, pero f�cil de leer bajo una fuerte luz. Desgraciadamente, no es posible datarla.

Todo lo que podemos decir es que la piedra, que nos fue entregada, tiene la misma forma que la que hallamos en la urna del tesoro, pero es mucho m�s grande, y que est� hecha de un granito distinto del material que usan los guayak�es contempor�neos. Su inscripci�n, por otra parte, est� m�s descolorida que la del fragmento CM-1 cuya tinta parece haber sido la misma.

Pero ignoramos en qu� �poca la urna se rompi� y en qu� medida, posteriormente, las piezas que conten�an fueron alcanzadas por las aguas filtrantes. Todo lo que podemos decir, por lo tanto, es que la piedra de hacha en cuesti�n es muy antigua. Su texto nos lo va a confirmar.

El monograma, tan claro como el promedio de los ideogramas r�nicos que conocemos, est� compuesto de las runas Odala-Uruz superpuestas, Wunjo y Hagalaz-Solewu acopladas.

Vale decir: Od�n-fuerza viril, voluptuosidad, nacimientos-Sol. Lo que se traduce por: Fuerza viril de Od�n, (danos) voluptuosidad y nacimientos machos.

Luego, la falta de mujeres a�n no se manifestaba en la �poca en que fue escrita esta plegaria, lo que indica una fecha muy anterior al principio del siglo XVII.

Notemos, con las reservas ya formuladas, que, en los fragmentos que llevan hiladas de signos runoides de modelado d�gito-pulgar o unguicular, creemos ver principalmente unos Solewu y unos Uruz que bien podr�an expresar un llamado encantatorio al Dios-Sol y a la fuerza viril que es su encarnaci�n creadora.

En las cuatro hiladas circulares del cuello de la urna-caja fuerte, relevamos adem�s los signos: Odala (Od�n o herencia), Reido (viaje), Fehu (mujer o ganado, bienes), Kaunaz (barco o audacia), Thurisaz (gigante en el futhark, espina en el futhorc), Wunjo (voluptuosidad) e Inguz (linaje ancestral).

Pero, dada la �poca, s�lo puede tratarse aqu� de simples reminiscencias desprovistas de significado.


6. Unas pruebas definitivas

El material extra�do, bajo control de las autoridades militares paraguayas, del Escondrijo de las Runas ya no permite la menor duda respecto de lo que no era,

hasta entonces, sino una teor�a, s�lidamente fundamentada, por cierto, pero basada en la mera convergencia de pruebas de las cuales cada una, o casi, era sujeta a cauci�n si se consideraba aisladamente.

Del an�lisis y la s�ntesis de datos que pertenec�an a dominios tan distintos como fuera posible.

Se desprend�a que unos vikingos se hab�an establecido en Sudam�rica en el siglo XI y que su imperio hab�a sido destruido hacia 1290. Nuestro estudio antropol�gico de los guayak�es hab�a demostrado, por otra parte, que estos "indios blancos" eran, en realidad, los descendientes, degenerados y ligeramente mestizados desde hac�a poco, de europeos de raza n�rdica que, anteriormente, hab�an vivido durante mucho tiempo en el Altiplano.

Ahora bien: nuestras excavaciones nos permitieron hallar inscripciones r�nicas pertenecientes a los antepasados de nuestros can�bales, y una de ellas lleva, adem�s del dibujo de una llama, la fecha de 1305. No pod�amos pedir m�s.

La interpretaci�n de los ideogramas r�nicos es siempre dif�cil de hacer. Los que acabamos de traducir, inclusive uno que no proviene de la Urna del Tesoro, expresan, sin embargo, demasiado bien la desorientaci�n de los "Hombres de Tiahuanacu" perdidos en la selva tropical para que no aceptemos, con las reservas que impone la prudencia, un significado que coincide perfectamente con la historia.

Tanto m�s cuanto que el fragmento CM-4 - una verdadera "Piedra de Rosetta", a su manera - confirma indudablemente su origen, puesto que contiene un nombre vikingo, Inguk, escrito en signos alfab�ticos.

M�s todav�a: esta pieza nos muestra que el autor de la inscripci�n - luego el grupo humano al que pertenec�a - estaba empapado de mitolog�a escandinava, pero, si nuestra interpretaci�n de la sigla RIP es exacta, cristianizado por lo menos superficialmente. Tambi�n nos permite, gracias a los signos de rongo-rongo que se encuentran en ella, aportar la prueba de que los blancos de la isla de Pascua hab�an venido, tambi�n ellos, de Tiahuanacu y eran, por lo tanto, daneses.

La mezcla, en las inscripciones, de letras que provienen de distintos sistemas r�nicos - el antiguo futhark, el nuevo, el futhark punteado y el futhorc anglosaj�n - nos permite, por un lado, confirmar la �poca de la llegada de los vikingos a Am�rica, por otro, precisar el itinerario de su viaje; por fin, reforzar las pruebas que ya ten�amos de sus contactos posteriores con Europa.

S�lo en el siglo x, en efecto, los daneses pod�an utilizar indiferentemente las letras del antiguo futhark y las del futhorc, y esto �nicamente en sus colonias de Gran Breta�a e Irlanda.

El futhark punteado, por el contrario, naci� m�s tarde: no exist�a a�n - o, de cualquier modo, apenas empezaba a ser empleado en Dinamarca - cuando Ullman y sus hombres desembarcaron en M�xico, antes de pasar al Per�. Su empleo en nuestras inscripciones, junto con los elementos cristianos que, manifiestos en

Tiahuanacu, parecen ser representados en una de las piezas de Cerro Morot�, plantea un problema de especial importancia.


III -� El ap�stol blanco


1. �Un invento de los jesuitas?

Lo sorprendente, en las conclusiones a las cuales nos llevaron nuestros dos primeros cap�tulos, es que un grupo de Hombres de Tiahuanacu hayan considerado oportuno refugiarse en la selva paraguaya, entonces tan poco hospitalaria y tan poco hecha para ellos.

�Por qu�, ya que estaban en eso, no se hab�an quedado en el Beni de la actual Bolivia, al pie de los Andes, adonde los di ag�itas de Cari no hab�an ido a buscar a los daneses que se hab�an replegado en la regi�n y donde Alcide d'Orbigny, a principios del siglo XIX, pudo aun encontrar y estudiar a sus descendientes, o hasta en la seductora Santa Cruz de hoy donde viven los guarayos que parecen tener el mismo origen?

La l�gica, por cierto, no siempre inspira a los fugitivos.

Pero Cerro Morot� est� a 1.600 km a vuelo de p�jaro del Lago Titicaca' y no se pod�a llegar all� sin haber tenido tiempo para reflexionar. Queda una doble posibilidad: 'que los antepasados de los guayak�es hayan seguido un camino conocido; o que hayan sido sorprendidos por la derrota de la isla del Sol mientras estaban de guarnici�n en una de las marcas del imperio.

Exist�a, en el siglo XIII, un camino que iba del Altiplano al Oc�ano Atl�ntico pasando por el Paraguay, como veremos en el pr�ximo cap�tulo.

Este solo hecho hace veros�mil, y aun probable, la presencia, en la regi�n que nos interesa, de fortines permanentes donde soldados viv�an con sus familias. Tal vez, inclusive, y el descubrimiento en Cerro Morot� de inscripciones r�nicas que es dif�cil atribuir a soldados rasos tiende a confirmarlo, las dos hip�tesis sean conjuntamente v�lidas.

En este caso, algunos refugiados de Tiahuanacu se habr�an replegado sobre las plazas fuertes del Paraguay donde se habr�an instalado y habr�an degenerado, salvo que ellos hubieran proseguido su viaje hasta el Atl�ntico y se hubieran hecho a la mar.

Que haya habido, antes de la Conquista espa�ola y portuguesa, blancos en el Paraguay, en el Guayr� (cf. Mapa, al final del volumen) y en varios puntos del

Brasil, lo atestiguan los jesuitas que evangelizaron la regi�n en los siglos XVI y XVII y la convirtieron en un imperio: las famosas Misiones. Los primeros sacerdotes de la Compa��a que penetraron en la selva virgen que se extend�a entonces desde Asunci�n al Atl�ntico, se mostraron sumamente sorprendidos al o�r a los indios hablar de ellos, y m�s a�n al comprobar que se trataba de cristianos que hab�an dejado algunos rastros de su fe en las creencias ind�genas.

Lo m�s sencillo, al respecto, es citar al P. de Charlevoix que resume perfectamente los relatos que figuran en las Cartas Annuas, los informes enviados cada a�o a Roma por los jesuitas del Paraguay, y en particular la carta del P. Jer�nimo Herr�n, procurador general de la Provincia.

"Esta naci�n, escribe el P. de Charlevoix, es muy supersticiosa. Una antigua tradici�n dice que el ap�stol Santo Tom�s predic� el Evangelio en su pa�s (el pa�s de los Ma�acicas. N. del A.), o envi� all� algunos de sus disc�pulos; lo que es seguro es que, en las f�bulas groseras y los dogmas monstruosos de que se compone su Religi�n, se descubren muchos rastros de cristianismo.

Parece sobre todo, si lo que se dice es cierto, que tienen una ligera idea de un Dios hecho Hombre para la salvaci�n del G�nero Humano; pues una de sus Tradiciones es que una mujer dotada de una belleza perfecta concibi�, sin haber jam�s convivido con un var�n, a un ni�o hermos�simo, quien, llegado a la edad Viril, realiz� muchos prodigios, resucit� a los muertos, hizo caminar a los Cojos, devolvi� la visi�n a los Ciegos y, habiendo un d�a reunido a un Pueblo, se levant� en el aire, trasformado en este Sol que nos alumbra.

Si no hubiera, dicen los maponos, una distancia tan grande entre �l y nosotros, podr�amos distinguir todos los rasgos de su cara.

"Estos indios honran grandemente a los Demonios, que se les hacen ver, dicen, con las formas m�s asustadoras.

Reconocen a un gran n�mero de Dioses, entre los cuales distinguen a tres que son superiores a los dem�s y forman una Trinidad compuesta por el Padre, el Hijo y el Esp�ritu. Dan al Padre dos nombres: Omequaturiqui y Uragosorisi; llaman al Hijo, Urasana y al Esp�ritu, Urapo.

Es la mujer del Padre, llamada Quipoci, la que sin dejar de ser virgen se convirti� en la madre de Urasana. El Padre, dicen tambi�n, habla con voz alta y distinta; el Hijo habla de la nariz; y la voz del Esp�ritu, si no es el trueno, se le acerca mucho.

A veces, Quipoci se hace ver, resplandeciente de luz; el Padre es el Dios de la Justicia y castiga a los malos; el Hijo, su Madre y el Esp�ritu act�an de intercesores para los culpables; estos tres Dioses tambi�n llevan un nombre colectivo, que es Tiniamacas".

A este resumen agreguemos, seg�n el P. Guevara, una menci�n del Diluvio, com�n, en su esencia, a todos los pueblos amerindios, o casi:

"La generaci�n de los guaran�es no se extingui� con las aguas del universal diluvio... porque Tamanduar�, antiqu�simo profeta de la naci�n... tuvo anticipadas noticias del futuro diluvio... y se repar� de las inundaciones con algunas familias en la eminencia de una elevad�sima palma, la cual estaba cargada de fruto, y le suministr� alimento".

En cuanto a lo que Charlevoix, en el lenguaje de su tiempo, llama "f�bulas groseras" y "dogmas monstruosos", contiene, al lado de las creencias que constituyen el fondo com�n de la religi�n tup�-guaran�, elementos paganos que se acercan extra�amente a la mitolog�a germ�nica y deben remontarse al per�odo precristiano de la presencia danesa.

El P. Guevara nos dice, por ejemplo, respecto de los mocov�es, establecidos al oeste de Asunci�n:

"Nos consta de sus tradiciones por donde sub�an sus almas al cielo. Los mocob�s (sic) fing�an un �rbol, que en su idioma llaman nalliagdigua, de altura tan desmedida que llegaba desde la tierra al cielo.

Por �l, de rama en rama, ganando siempre mayor elevaci�n, sub�an las almas a pescar en un r�o y lagunas muy grandes que abundaban de pescado regalad�simo".

Es �ste, muy exactamente, transpuesto en un pueblo de pescadores, el mito escandinavo del Fresno Yggdrasill.

Ni le falta una versi�n del fin del mundo - parcial, aqu�, es cierto - que recuerda las haza�as del lobo F�nrir y los del Monstruo de la Tierra de los nahuas el alma de una anciana que nadie hab�a ayudado a pescar se convirti� en una capivara - un carpincho, rat�n de agua del tama�o de un chancho silvestre - y roy� el �rbol del Mundo hasta derrumbarlo, con lo que caus� un da�o irreparable para toda la naci�n mocov�.

Para los mby�e del Oriente paraguayo, el universo descansa en cinco palmeras Pind�. Una sexta se alza en el centro de la Tierra, donde fue engendrado el Padre de la Raza - el Padre Sol - a orillas del manantial donde el Creador y su mujer hab�an satisfecho su sed. Parece un relato de la Edda.

Mucho m�s rara es una frase de Guevara que contiene, aunque es incomprensible, una indicaci�n turbadora:

"Los mocob�es, a las cabrillas, esto es, a su Gdoapidalgate, a quien veneraban como creador y padre, jam�s le cantaban adoratorio; contentos con festejar su descubrimiento con algazara y griter�a".

Realmente, uno se pregunta lo que puede significar este creador de cabrillas. Tal vez el buen padre haya entendido mal lo que le contaban los ind�genas.

Pero el nombre que lleva el Dios supremo de los mocov�es, Gdoapidagalte - y este nombre no tiene sentido alguno en guaran� - empieza con dos s�labas, gdo (que se parecen extra�amente a goat, cabra en antiguo escandinavo.

Cosa m�s curiosa a�n, este animal ins�lito se encuentra mencionado, en 1555, en la primera Relaci�n de los agustinos sobre sus misiones peruanas de Guamachuco, al norte de Lima y al este de Trujillo, que relata como, seg�n la mitolog�a local,

"Ataguru cre� sus servidores Sugad-cabre y Ucioz-gabrad (y) juntamente con �stos a Guamansuri (al que mand�) a la provincia de Guamachuco, (donde), cuando lleg�, encontr� all� Cristianos, quienes en la lengua de Guamachuco se llaman Guachemines, y que vino muy pobre entre ellos".

Cabra es palabra castellana y la ausencia de may�scula parece indicar que no se trataba de un nombre de persona. Gabrad parece no ser sino una deformaci�n accidental del vocablo anterior, mal copiado o mal le�do.

Todo eso parece un tanto incoherente, probablemente porque desconocemos la significaci�n que pod�an tener las misteriosas cabras en cuesti�n. Tal vez haya que buscar la soluci�n del problema en la mitolog�a escandinava. Pues Thor se desplazaba habitualmente en un carro tirado por dos cabras. As� hizo, en especial, con L�ki de Utgard, su viaje m�s c�lebre a la Tierra de los Gigantes.

Volvamos a Santo Tom�s.

�Los jesuitas habr�n inventado este cuento? No lo creemos y hasta encontramos, en uno de sus textos, una prueba convincente de su buena fe.

En una Carta annua de 1614, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compa��a, relataba, en efecto, que el santo Ap�stol hab�a llegado, del Brasil, al Guayr� por el r�o Tibagipa. Este curso de agua existe, pero se llama simplemente Tibag�.

Pa es un sufijo guaran� que significa "todo, entero". Luego, el informante del P. de Torres, que veros�milmente no dominaba todav�a el guaran� en todos sus matices, se hab�a limitado a transcribir lo que los indios le hab�an contado. Se le hab�a dicho "Tibagipa" y repet�a "Tibagipa" sin entender que la palabra quer�a decir: "el Tibag� todo", de su fuente a su desembocadura.

Los padres, por lo dem�s, acogieron al principio con la mayor reserva los relatos de los ind�genas.

Charlevoix, ya lo hemos visto, pone de entrada en duda la predicaci�n de Santo Tom�s:

"esta naci�n es muy supersticiosa...lo que es seguro es que (se descubren en su Religi�n) muchos rastros de Cristianismo..."

Pero Charlevoix escrib�a en Par�s, sin haber pisado jam�s la tierra paraguaya.

M�s interesante resulta citar al P. Lozano , quien, �l s�, conoc�a muy bien el pa�s y sus habitantes:

"...no se puede decir que sea cosa cierta en que no pueda caber falsedad, porque faltan monumentos de aquel tiempo que la testifiquen; pero es innegable que la tradici�n constante y uniforme de diversas gentes de este nuevo mundo, las se�ales y vestigios y el nombre del ap�stol sabido desde tiempo inmemorial por ellas, hacen probabil�sima esta venida, sin poderse negar sin alguna nota o de caprichoso o de temerario".

Aun el P. Cataldino, uno de los primeros misioneros que hayan relatado las tradiciones ind�genas relativas al Ap�stol Blanco, no lo hizo jam�s sino con una extremada prudencia:

"...particularidades que, cierto, me admir� mucho cuando las o�, a las cuales no hubiera dado cr�dito, o por lo menos tuviera mucha sospecha de que era liviandad de Indios, sino me dijeran ellos esto mucho antes que sucediese, teni�ndolo por tradici�n tan antigua de sus pasados" .

El buen padre muestra, por lo dem�s, una inocencia que refuerza, si no su capacidad de juicio, por lo menos su buena fe de relator.

Entre esas "particularidades" que los indios le hab�an contado "antes que sucediesen", menciona el hecho de que los ind�genas ser�an concentrados en aldeas que "tendr�an por capit�n a un espa�ol"...

En contrapartida, los superiores de nuestro misionero eran menos prudentes y menos ingenuos.

El P. Diego de Torres, destinatario de la carta que acabamos de citar escrib�a tranquilamente el a�o siguiente, desde C�rdoba, en la actual Argentina, donde resid�a, en una de sus Cartas Annuas:

"Pues es un hecho que el ap�stol Santo Tom�s ha andado por todas las regiones del Per�.

M�s admirable es todav�a que este santo haya visitado este �ltimo rinc�n del mundo y esta tan apartada provincia preparando desde tan antiguo el terreno para el m�s grande beneficio que Dios hab�a de hacer a estos ind�genas por medio de nuestros padres".

Estas pocas citas, y podr�amos multiplicarlas sin agregarles nada, esclarecen suficientemente el problema.

Los padres que la Compa��a enviaba a las Misiones no eran ni sabios, ni fil�sofos, ni siquiera te�logos, sino hombres de acci�n y organizadores. Ten�an la fe del carbonero, s�lida y sin matices.

Al llegar al Paraguay, pensaban encontrar a salvajes posesos del Demonio. �Qu� sorpresa la suya cuando estos adoradores de los �dolos, can�bales y pol�gamos, por colmo, les cuentan que un predicador cristiano, en otros tiempos, hab�a recorrido la regi�n, les hab�a dejado profec�as que estaban realiz�ndose y les hab�a hablado de un Dios trinitario cuyo Hijo, redentor del g�nero humano, hab�a nacido de una virgen!

Los indios, no lo dudamos, de seguro hab�an embellecido un tanto sus tradiciones. Pero no lo pod�an haber inventado todo, tanto menos cuanto que los mismos relatos se o�an, desde Bah�a al Per� - sin siquiera hablar de M�xico - en pueblos que no ten�an entre s�, por lo menos en la �poca de la evangelizaci�n jesu�tica, el menor contacto.

Algo de cierto deb�a de haber, por lo tanto, en el origen de tradiciones que se parec�an demasiado por haber podido surgir espont�neamente.

Pero este algo era entonces, y hasta hoy, perfectamente inexplicable. Se pod�a, por lo menos, utilizarlo ad majorem Dei gloriam. Bastaba dar, por consonancia, al Predicador desconocido un nombre de Ap�stol y afirmar lisa y llanamente como hecho indiscutible, no sin adornarlo con milagros evang�licos - el cojo, el ciego, el resucitado - su paso por el Paraguay.

Los Padres Provinciales y sus superiores se encargaron del asunto. Tal vez ayudaran as� a la cristianizaci�n de los indios.

Pero, de seguro, fueron los responsables de la incredulidad con la cual los americanistas, con muy pocas excepciones, siempre han acogido testimonios sin embargo dignos de fe. As�, por ejemplo, Jim�nez de la Espada, historiador concienzudo a quien se debe la publicaci�n de numerosas cr�nicas de los tiempos de la Conquista.

Se niega a todo an�lisis de los relatos hechos por los misioneros. Para �l, la menci�n del Ap�stol Santo Tom�s es inseparable de la tradici�n ind�gena tal como la relatan los jesuitas.

Y puesto que la presencia del Ap�stol en Am�rica es inadmisible, no hay m�s remedio que rechazar el conjunto. Nada m�s equivocado.


2. Pay Zum�, el Ap�stol Blanco del Guayr� y el Paraguay

Por supuesto, nunca las tradiciones ind�genas hab�an hablado de Santo Tom�s, sino de un personaje de aspecto y comportamiento sacerdotal que los guaran�es llamaban Pay Zum�, Pay (o, m�s correctamente, pa'i) en su idioma, significa adivino, sacerdote, padre en el sentido eclesi�stico de la palabra, y se aplica, desde la Conquista, a los sacerdotes cat�licos como, en las tribus todav�a paganas, a los hechiceros.

Del nombre Zum�, cuyo origen probable veremos m�s adelante, los jesuitas hicieron Turn� y, luego, Tom�. Ahora bien: en castellano, Santo Tom� se dice a menudo por Santo Tom�s.

La falsificaci�n onom�stica es flagrante. La prueba el hecho de que el P. de Charlevoix, que escribe en franc�s, no vacila, a pesar de su prudencia, en convertir la e final en una a. Pay Zum� o Turn� se transforma as� en Pay Zuma o Tuma. �De ah� Thomas, la �nica forma francesa del nombre del Ap�stol!

No se puede tratar de un error de transcripci�n ni de tipograf�a, pues no se encuentra en ninguna otra parte esta substituci�n en las obras del buen padre.

Dejemos estos desagradables procedimientos. Para nosotros, carecen de importancia, pues nuestra b�squeda, por cierto, no nos va a llievar al Ap�stol de las Indias Orientales. Volvamos a los relatos de los misioneros y veamos lo que nos aportan.

Para seguir mejor el itinerario del santo var�n, llegando al Guayr� "por la mar del Brasil", vamos a empezar por los que se refieren a las tierras portuguesas, cuya frontera del sudeste estaba situada, en el siglo XVI, al norte del r�o Paranapanema (cf. Mapa al final del volumen).

Fue el P. de N�brega, primer Provincial de la Compa��a de Jes�s en el Brasil, quien, en una carta de 1549 fechada en Sao Salvador da Bahia de Todos os Santos, ciudad m�s conocida hoy d�a con el nombre de Bah�a aunque su denominaci�n oficial no ha cambiado, nos habla por primera vez del paso de Pay Zum� al norte del Paraguay.

Ya se trata del personaje que vamos a reencontrar a lo largo de todo nuestro estudio: un sacerdote taumaturgo de raza blanca que, con un grupo de disc�pulos, predicaba a los indios "la fe del Cielo", como dice Charlevoix, y las normas de la moral cristiana, no sin agregar algunos consejos pr�cticos sobre el cultivo de la mandioca y sobre el modo de hacer tapioca con este tub�rculo.

Lo que reviste para nosotros un inter�s muy especial son los puntos geogr�ficos donde N�brega y otros jesuitas despu�s de �l encontraron, en las tradiciones ind�genas, rastros del Ap�stol.

Estos puntos son tres: Bah�a, donde Pay Zum� desembarc� en el Brasil por primera vez; Cabo Fr�o, a 200 km a vuelo de p�jaro al norte de R�o de Janeiro y a 240 km al sur del cabo que se llama todav�a hoy Sao Tom�; la isla de Santos, en la bah�a donde est� situada el puerto del mismo nombre y en la cual se hallaba, en el siglo XVI, la capitan�a de San Vicente.

En la Bah�a de Todos los Santos habr�a salido milagrosamente de las aguas, cuando Zum� era perseguido por enemigos que trataban de matarlo, un camino de arena de 2,5 km que los indios llamaban Maraip�, vale decir Camino del Hombre Blanco.

Tal vez corresponda agregar a esta enumeraci�n otro punto de la costa brasile�a, m�s al norte: la desembocadura del Amazonas, r�o �ste que los daneses de Tiahuanacu utilizaban, como vimos en El Gran Viaje del Dios Sol.

El P. Nicol�s du Toict, m�s conocido con el nombre hispanizado de Nicol�s del Techo, cuenta en efecto que colonos brasile�os de la frontera, traficantes de esclavos indios que hab�an venido a los nuevos pueblos guaran�es a venere - para fornicar - hab�an penetrado a duras penas, y no sin correr considerables peligros, hasta el r�o Mara��n - era �ste, en aquel entonces, el nombre que llevaba el Amazonas - y hab�an comprobado que los indios de la regi�n conservaban, por tradici�n, el recuerdo de Santo Tom�s.

La menci�n de Cabo Fr�o como escala de Pay Zum� adquiere una importancia muy especial si la cotejamos con el mito guaran� de los or�genes, tal como lo relata el P. Guevara a quien hay que citar in extenso:

"Por la antiqu�sima tradici�n que corr�a en su tiempo entre los indios guaran�es, refer�an �stos que dos hermanos con sus familias, de parte del mar llegaron embarcados a Cabo Fr�o, y despu�s al Brasil. Por todas partes buscaron otros hombres que les hiciesen compa��a.

Pero los montes, las selvas y campa�as, s�lo estaban habitadas de fieras, tigres y leones. Con esto se persuadieron ser ellos los �nicos habitadores del terreno, y resolvieron levantar ciudades para su morada, las primeras, seg�n ellos dec�an, de todo el pa�s."

"En tan hermanable sociedad y fructuosa alianza, gozando todos y cada uno el fruto de su �til trabajo, vivieron muchos a�os, y se aument� considerablemente el n�mero de familias. Pero de la multitud se originaron disturbios, las disensiones, las guerras civiles y la divisi�n... Por no consumirse con las armas, se dividieron las familias.

Tup�, como mayor, se qued� en el Brasil, con la posesi�n del terreno que ya ocupaba, y Guaran�, como menor con toda su descendencia se retir� hacia el gran R�o de la Plata, y fijando al sur su morada, vino a ser progenitor de una muy numerosa naci�n, la cual con el tiempo se extendi� por las m�rgenes del r�o, y los m�s mediterr�neos del pa�s, hasta Chile, Per� y Quito".

Es evidente que el recuerdo de una llegada por el mar, y precisamente a Cabo Fr�o, no puede referirse a los antepasados de los guaran�es propiamente dichos ni de ningunos otros amerindios.

S�lo puede tratarse, pues, de blancos que desembarcaron en el Brasil, no encontraron en la regi�n sino "fieras", vale decir ning�n pueblo civilizado, y construyeron ciudades - los guaran�es no conoc�an sino las aldeas de cabanas - para dispersarse despu�s, como consecuencia de querellas intestinas, por Sudam�rica.

La afirmaci�n de que una fracci�n de los reci�n llegados hab�a ido del R�o de la Plata a "Chile, Per� y Quito" bastar�a para mostrar que se trataba indudablemente de blancos.

Pues jam�s los guaran�es han ocupado esas regiones, mientras que el itinerario Cabo Fr�o-Paraguay-Per�-Ecuador fue por el contrario, como veremos, el de Pay Zum� y sus compa�eros.

Lo que importa, por el momento, es notar que, en el Brasil, el Ap�stol se limit� a tocar tierra en varios puntos de la costa, sin nunca penetrar en el interior. M�s a�n: si hubiera venido de Europa y que su buque, para hacer rumbo directamente hacia Sudam�rica, hubiera abandonado la Corriente Ecuatorial en el punto m�s austral de su curva (cf. Fig. 13), habr�a llegado al norte del Brasil.

Notemos, por fin, una extra�a coincidencia sobre la cual volveremos en el cap�tulo VI: en 1504, el capit�n dieppense Paulmier de Gonneville, a la vuelta de una expedici�n que lo hab�a llevado a la costa de Santa Catalina, a la altura del Guayr�, hizo escala en el pa�s de los Tupinamb�s - cuyo centro costero era, precisamente, Cabo Fr�o - y en Bah�a.

�Fue por casualidad, o ten�a �l datos geogr�ficos conocidos por los normandos? Y podemos formularnos la misma pregunta con respecto a otro capit�n dieppense, Jean Cousin, que habr�a alcanzado, en 1488, la desembocadura del Amazonas.

De cualquier modo, Pay Zum� no se detuvo en el Brasil. S�lo sigui� sus costas, de escala en escala. No sucedi� lo mismo en el Guayr�, vale decir en la regi�n, situada al este del actual Paraguay, donde los jesuitas establecieron m�s tarde florecientes reducciones que tuvieron que abandonar, a principios del siglo XVII, bajo la presi�n de los bandeirantes portugueses que la transformaron en lo que es hoy en d�a el estado brasile�o del Paran�.


El primer testimonio que tenemos acerca de la estada del Ap�stol en el Guayr�, muy anterior a la carta del P. de N�brega, lo debemos, no a un jesuita, lo que contribuye a descartar cualquiera idea de un invento liso y llano por parte de los padres de la Compa��a, sino al P. Bernaldo de Arment�a, comisario franciscano de la Provincia de Jes�s, en el Paraguay.

Data de 1538 y lo encontramos en una carta dirigida a Juan Bernal D�az Lugo, oidor del Consejo de Indias. No se refiere a Pay Zum�, sino directamente a Santo Tom� y a uno de sus disc�pulos, un indio llamado Etiguar� que predicaba "en distancias de doscientas leguas" - unos 1100 km - y que, mucho antes de que se hubiera o�do hablar de los espa�oles, anunciaba la llegada de "hermanos de Santo Tom�s" que bautizar�an a los ind�genas.

Sin omitir, por supuesto, condenar la poligamia y los casamientos consangu�neos, ni ense�arles "cantares que hasta hoy guardan y cantan".

Por el contrario, es el nombre de Pay Zum� el que figura en un documento real de 1546, anterior, tambi�n �l, a la primera carta jesu�tica, que relata una an�cdota sumamente significativa.

Para ir a Asunci�n, el P. Bernaldo de Arment�a se hab�a unido a la expedici�n del Adelantado del R�o de la Plata, don Alvar N��ez Cabeza de Vaca, de la que hablaremos largamente en el cap�tulo IV.

En un punto de la traves�a del Guayr�, el jefe de la columna,

"dex�-recagados trexe xpianos (cristianos) y murieron dos dellos y los dem�s escaparon diziendo que eran hijos de Pay Zum�, que es el Comisario Fray Bernaldo de Armenia (Arment�a), fraile de la orden de S. Francisco".

Por lo tanto indios recientemente convertidos llamaban "Pay Zum�" a un religioso cat�lico.

Exactamente como los nahuas daban a los capellanes espa�oles, en la �poca de la conquista, el nombre de papas que no pertenec�a a su idioma, sino que ven�a, por el contrario, de los monjes irlandeses que hab�an evangelizado M�xico cinco siglos antes.

El P. Giuseppe Cataldino - un italiano - nos suministra informaciones mucho m�s abundantes y sus cartas a los Provinciales de la Compa��a de Jes�s constituyen indiscutiblemente, como dice Lozano, "la fuente m�s pura de la noticia".

Vale la pena citar largamente su carta de 1613 al P. Diego de Torres:

"Muchas cosas me hab�an dicho estos indios desde el principio del glorioso Ap�stol Santo Tom�, a quien ellos llaman Pay Zum�, y no las he escrito antes, por certificarme m�s y averiguar la verdad.

Dicen, pues, los Indios ancianos y caciques principales, que tienen por cert�simo, por tradiciones derivadas de padres e hijos, que el glori�se Santo Thom�s Ap�stol vino a sus tierras de �zia al mar del Brasil y... dixo a sus antepasados muchas cosas por venir, y entre ellas las siguientes: que hab�an de entrar sacerdotes en sus tierras y que algunos entrar�an s�lo de paso para volverse luego; pero que otros sacerdotes que entrar�an:

"con cruces en las manos, esos ser�an sus verdaderos padre y estar�an siempre con ellos y les ense�ar�an c�mo se hab�an de salvar y servir a Dios...

D�xoles tambi�n, que entrando dichos sacerdotes a estas tierras, se hab�an de amar mucho entre s� y cesar�an las guerras que de continuamente tra�an unos con otros.

Que entonces no tendr�an cada uno sino una sola mujer, con las cuales los casar�an dichos padres... que no hab�an de tener indias en su casa para que les sirviesen y traer�an campanas; que usar�an todas las comidas que ellos tienen, pero no beber�an de sus vinos..."

El P. Cataldino nos trae, en la misma carta, importan datos geogr�ficos respecto del itinerario, que reconstituimos en el pr�ximo cap�tulo, de Pay Zum� por el Guay:

"... atravesando el r�o de la Tibaxiva... que entonces taba cuaxado de Indios, fue por esos Indios del Campo rio del Huybay, y de ai atraves� hasta el r�o del Piquir�, donde no saben a donde fue".

Al retomar casi textualm te estas l�neas, el P. Diego de Torres, Provincial de la Compa��a, escribe m�s correctamente, en su carta annua de abril de 1614, "r�o Tibagipa": ya hemos visto que el nombre exacto de este curso de agua es Tibag�.

En cuanto a Huybay, es �sta la transcripci�n fon�tica espa�ola del nombre que, en los mapas actuales, se escribe Iva�. El P. Lozano, por su lado, precisa que el santo var�n se fue del Pequir� al Iguaz�. Lo que confirman tanto el trazado del camino que recorri� Pay Zum� en el Guayr�, ya lo veremos, como el itinerario que sigui� en el Paraguay propiamente dicho.

Cuando el P. Ruiz de Montoya entr� en Tayat�, en el Guayr�, en 1624, los indios de la regi�n lo recibieron efusivamente. La tradicional profec�a sobre la vuelta de los sacerdotes "los oblig� a hacernos tan extraordinario agasajo", dice. Todo, sin embargo, en las predicciones de Pay Zum�, no deb�a de alegrar a los guaran�es.

En especial la que se refer�a a la monogamia obligatoria. Daban, en efecto, a los misioneros el apodo que ya aplicaban a su santo predecesor: Pay Abar�. E. P. Ruiz de Montoya explica que abar� - avar�, seg�n la ortograf�a moderna - significa Homo segregatus a venere, hombre casto.

Es �sta una traducci�n eufem�stica. Pues Pay Abar� quiere decir muy exactamente, salvo respeto, Padre Marica. Montoya no lo ignoraba, puesto que reconoc�a que,

"los Magos y hechiceros, que nos contradicen com�nmente el Evangelio, por oprobio nos llaman abar�".

Y explica por qu�:

"La virtud de la virginidad, castidad y celibato, la ignoraron de tal manera, que antes la tuvieron por infelicidad, y por felicidad muy grande el abundar en mujeres, y tener muchos hijos, muchas criadas, y familia".

El buen padre agrega, no sin raz�n, que el hecho de que los indios hayan dado a Pay Zum� el apodo de Pay Abar� constituye la prueba de que se trataba de un sacerdote cristiano.

Jam�s los "viejos, los Magos y hechiceros"... "que usurparon el vocablo Pay" habr�an hecho lo mismo con abar�, palabra insultante si la hubiera.

Este apodo contribuye a explicarnos por qu� el misionero no tuvo mayor �xito entre los guaran�es. Estos, m�s tarde, embellecieron el recuerdo que conservaban de �l. Pero en la �poca de su predicaci�n, le hicieron las mil y una e intentaron m�s de una vez "asaetearlo", como lo relata el P. de N�brega en su carta de 1552.

M�s adelante, los jesuitas insistir�n mucho menos en este g�nero de episodios...


3. Thunupa, el Ap�stol Blanco del Per�

Posiblemente maltratado una vez m�s, Pay Zum� desapareci� un buen d�a del Paraguay.

Va a reaparecer, con el nombre de Thunupa, en el Per�. Estudiaremos en el cap�tulo siguiente el camino que sigui� para llegar all�. B�stenos decir, por el momento, que se lo reencuentra - siempre seg�n las cr�nicas - en las actuales provincias bolivianas de Tarija y Santa Cruz.

El doctor Francisco de Alfaro, citado por el P. Lozano, escribe:

"Cuando estuve visitando la Gobernaci�n de Santa Cruz de la Sierra, supe que hab�a en toda aquella tierra noticia de un Santo que llamaban Pay Tum�, el cual hab�a venido de hacia la parte del Paraguay, y que hab�a venido de muy lejos, de suerte que entend� como que hab�a venido del Brasil por el Paraguay a aquellas tierras de Santa Cruz".

El P. Ramos precisa:

"Lo que a personas curiosas he o�do platicar tocante a este glorioso santo, cuyo nombre a�n de cierto no se sabe, es haber venido a estas tierras del Pir�, por el Brasil, Paraguay y Tucum�n".

Pero el P. Lozano excluye su paso por esta �ltima provincia que comprend�a entonces los actuales territorios del �oroeste argentino, desde C�rdoba a la frontera boliviana.

El P. Antonio de la Calancha, un agustino del Per�, hace llegar al ap�stol a Tarija a la vez por el Tucum�n y por Chile. Veremos m�s adelante que se equivoc� en cuanto este �ltimo itinerario. Todo eso, por lo dem�s, es muy confuso. No as�, ni mucho menos, la tradici�n peruana.

Pues se trata, sin duda alguna, del mismo personaje quien, llegado de Santa Cruz, apareci� en el Altiplano donde, ya en los primeros a�os de la Conquista, los cronistas recogieron las tradiciones ind�genas que lo mencionaban. Sin embargo, no se llamaba m�s Pay Zum�, aunque los agustinos, siguiendo el ejemplo de los jesuitas, no tardaron mucho en identificarlo con Santo Tom�s y en atribuirle el nombre de Turn�.

El P. de la Calancha nos da un ejemplo altamente c�mico de los esfuerzos realizados en este sentido:

"En todas las provincias, pasado el Brasil, donde le llamaban Tom�, desde el Paraguay hasta Tarija... le llamaron Turn� y Tunurne, como veremos".

En realidad, no veremos nada, pues el cronista no vuelve sobre el tema.

En contrapartida, nos explica el origen filol�gico del nombre de Tunupa:

"Persona de toda autoridad religiosa, de letras, entendido en la lengua de los indios, entre quienes ha vivido cerca de cincuenta a�os, dice: que corrompiendo los indios el nombre de Tom�s, o aprovech�ndose de letras de su nombre usando ellos pronunciar la U por la O le nombraron Tunupa y al segundo Taapac por contracci�n, como usa la Sagrada Escritura en varios lugares...; dej�ndoles Dios a Saray sin una letra y a Abraam a�adi�ndosela, les mud� la significaci�n de sus nombres de humildes en majestuosos.

A San Juan le cogi� del nombre que ten�a tres o cuatro letras y le form� otro nombre de mayor alteza, llam�base loannes y p�sole Bonaerges... y as� tiene razonable fundamento el decir que el llamarlos con estos dos nombres a nuestro Ap�stol y disc�pulo era servirse de alguna pronunciaci�n de su nombre para darles renombres de divina autoridad, cuando los suyos (que se los pudieron declarar estos santos a los indios) eran nombres humildes y de ninguna majestad".

Generosamente, el P. de la Calancha atribuye a Dios su propio trabajo... Todos los cronistas del Per�, por lo dem�s, no actuaron del mismo modo, ni mucho menos, y, como en el Paraguay, no faltaron esc�pticos entre ellos.

Sarmiento de Gamboa, por ejemplo, trata muy mal el mito aymar� de la creaci�n del mundo por un Dios de raza blanca:

"Esta f�bula rid�cula de estos b�rbaros", dice.

Cieza de Le�n va a ver la estatua de un templo de Cacha del que,

"los espa�oles publican y afirman que podr�a ser alg�n ap�stol", inclusive asegurando que tiene un rosario en las manos, "lo cual es burla, si yo no ten�a los ojos ciegos... Si �ste o el otro fue alguno de los gloriosos ap�stoles que en el tiempo de su predicaci�n pasaron a estas partes, Dios todopoderoso lo sabe, que yo no s�... creo que hasta nuestros tiempos la palabra del Santo Evangelio no fue vista ni o�da".

Y el P. Ramos, que siempre habla de un santo pero se cuida mucho de no darle jam�s un nombre cristiano, no vacila - daremos un ejemplo de ello m�s adelante - en reproducir varias opiniones contrarias a su propia teor�a.

Sea lo que fuere, es un hecho que nadie, en el antiguo imperio de los incas, hab�a hablado de Turn�.

Al citar las tradiciones ind�genas, los cronistas mencionan el "santo con muchos nombres: Tunupa, Tonapa, Taapac, Tarapac; Viracochapacha, Arunau, y otros m�s. Pero es el primer el que vuelve m�s frecuentemente.

Pachacuti Yamqui Sacamayhua, convertido por el bautismo en Juan de Santa Cruz, le da, sin embargo, una ortograf�a un tanto distinta de la que se encuentra en los escritos de los espa�oles. Este indio hispanizado era un hombre muy culto y dominaba a fondo el quichua y el aymar�, los dos idiomas ind�genas del Altiplano, y dispon�a, por lo tanto, mejor que nadie de las tradiciones locales.

Ahora bien, �l escribe Thunupa. La combinaci�n de las letras t y h no existe en castellano. Agregar una h - letra siempre aspirada, quichua - a la t de Tunupa s�lo puede tener como prop�sito y como resultado lograr el equivalente del th ingl�s - o norr�s - cuyo sonido figura en la lengua del Per�.

Pues bien: la palabra thu� tiene un sentido preciso, pero no en quichua: en dan�s. Significa sacerdote, adivine m�s a�n, superior de una orden religiosa. Y Gnupa se pronuncia f�) es uno de los nombres m�s comunes de Escandinavia medieval.

De Thu� Gnupa a Thunupa, no hay sino un paso, sobre todo teniendo en cuenta el habla cerrada de los indios del Altiplano. Y Thunupa se vincula entonces con Zum�, ya que la pronunciaci�n de la z se acerca, en algunas regiones de Espa�a, a la del th ingl�s.

Nadie desconf�a m�s que nosotros en las interpretaciones, y hasta en las "evidencias", filol�gicas. Bien tenemos que reconocer, sin embargo, que no hay nada sorprendente en el hecho de que, en una colonia danesa, un sacerdote lleve el t�tulo de thu�, ni nada extra�o en que se llame Gnupa, tr�tese de su nombre verdadero o del que le dieron, en su lengua, los Hombres de Tiahuanacu.

Salcamayhua se encarga de disipar nuestras �ltimas reservas. Precisa, en efecto, que el Ap�stol era llamado Thunupa Vihinquira y Thunupa Varivilica. Quira, en quichua (kira, seg�n la ortograf�a actual) significa "hijo", en el sentido lato del t�rmino, "descendiente".

Y vihink, si se tiene en cuenta el doble hecho de que la h es aspirada, en quichua, y que la k y la g se confunden, se parece realmente mucho a vikingo. El Sacerdote Gnupa, hijo de vikingo: �imposible exigir una definici�n m�s clara!

En cuanto a Varivilica, tenemos la impresi�n de que Salcamayhua tom� a El P�reo por un hombre, como dice La Fontaine. Esta palabra proviene, en efecto, de dos vocablos escandinavos: vari, guerrero, de la cual proceden el nombre de los famosos varegos, los conquistadores vikingos de Rusia, y el de Varinga, el h�roe m�tico de los Maoris, y virk, fortaleza, que ha dado vilka (huilka, seg�n la ortograf�a actual), en quichua.

Luego, Thunupa Varivilica significa, por el juego del genitivo saj�n, algo como Fortaleza Protectora del Sacerdote Gnupa, el lugar de repliegue que mucho necesitaba, como veremos, el santo var�n.

�Tenemos seguridad de que Thunupa era un sacerdote, y un sacerdote cristiano?

En este punto, no hay ni el menor asomo de duda en la mente de los cronistas, aun cuando se niegan a identificarlo con Santo Tom�s, como Cieza de Le�n, aun cuando no vacilan, como el P. Ramos , en citar la opini�n adversa de tal o cual religioso que no quiere ver en �l sino un hechicero "contrario del Santo... as� como San Pedro tuvo por opuesto y �mulo a Sim�n el Mago", seg�n las palabras del Licenciado Bernab� Sede�o, cura y beneficiado de Carabuco. Thunupa recorr�a sin cesar el pa�s y, en todos lados, predicaba "la ley de Dios" y ense�aba a los indios, a quienes hablaba "amorosamente y con mucha mansedumbre", el amor del pr�jimo y la caridad, les reprochaba sus vicios y los exhortaba a no tener sino a una sola mujer.

En todas partes atacaba el culto del Sol y destrozaba los �dolos.

En todas partes, tambi�n, curaba a los enfermos, devolv�a la visi�n a los ciegos , expulsaba a los demonios C10), hac�a caer sobre los imp�os el fuego del cielo, tan violento que las piedras quemadas se hicieron livianas como corcho (r>1'r14). Es probable que todo eso haya sido un tanto "actualizado" por los indios y por los misioneros.

Aun despojada de cualquier fantas�a "apost�lica" u otra, la imagen de Thunupa sigue siendo, de cualquier modo, la de un predicador cristiano.

Lo mismo pasa con su aspecto f�sico. Todos los cronistas que lo mencionan lo describen como un hombre delgado, de elevada estatura, blanco de ojos azules y barbado Oliva precisa que ten�a el pelo ondulado; Ramos, citando el testimonio del arzobispo Toribio Alfonso Mogrovejo, que su barba era pelirroja. Seg�n Betanzos, llevaba el pelo corto, con una corona al modo de los sacerdotes, mientras que Salcamayhua le atribuye una larga cabellera gris y lo presenta como un anciano.

A veces llevaba puesta una "vestidura" o una t�nica con cintur�n que "le daba hasta los pies" - Salcamayhua, Betanzos -� blanca, precisa el �ltimo; otras veces andaba vestido "casi como los indios - Ramos - o usaba una camiseta morada y una manta carmes� - Oliva - , lo que deb�a de darle una apariencia un tanto episcopal.

A veces lleva en la mano un breviario - Salcamayhua, Betanzos -� y un b�culo o bord�n - Salcamayhua , Ramos - . Siempre tiene un aspecto autoritario y venerable.

Las pocas divergencias que resaltan de estas descripciones, concordantes en cuanto a lo esencial, podr�an atribuirse a una tradici�n diversamente deformada, seg�n la religi�n, por una larga trasmisi�n oral, o tambi�n a circunstancias de tiempo y de lugar. Nada, por cierto, proh�be pensar que Thunupa haya podido cambiarse de ropa y dejarse crecer el pelo.

Y es l�gico que haya envejecido. Una duda subsiste, no obstante: �trat�base de un personaje �nico, o de varios?

Las cr�nicas nos dan la respuesta:

"Fue de largo hacia el Norte... por el camino de la serran�a, y nunca jam�s lo volvieron a ver", escribe Cieza de Le�n.

Los indios,

"dicen que, pasados algunos tiempos, volvieron a ver otro hombre semejable al quest� dicho, el nombre del cual no cuentan".

E.P. Ramos, que relata largamente, no sin contradicciones, los viajes del ap�stol, no se atreve a definir el itinerario de su predicaci�n y opina que los acontecimientos que rese�a "bien pudieran haber sucedido en diversos tiempos".

El P. de la Calancha m�s preciso, menciona a "dos predicadores", el Maestro, Thunupa, y el Disc�pulo, Taapac, del que los indios hac�an el hijo del primero, lo cual,

"en la fuerza de la lengua suya no quiere decir hijo engendrado, sino hijo adoptivo".

Betanzos, por su parte, encargado por el Virrey don Antonio de Mendoza de estudiar la cuesti�n, habla, ya en 1551, vale decir menos de veinte a�os despu�s del inicio de la Conquista, de los viracochas, en plural, y relata que su jefe, Con Ticsi Viracocha, hab�a enviado a dos de ellos al interior del pa�s, uno hacia el Norte y el otro hacia el Sur, mientras que �l mismo iba al Cuzco.

Aqu�, sin embargo, se plantea un nuevo problema.

Betanzos, en efecto, se refiere al mito aymar� de la creaci�n del mundo por el Dios Blanco al que menciona con el nombre dan�s apenas deformado que le daban los quichuas: Huirakocha - que los espa�oles escrib�an Viracocha - de hvitr, blanco, y goth, dios.

Vimos en El Gran Viaje del Dios-Sol que este mito descansaba en la tradici�n hist�rica de la llegada al Altiplano de un grupo de vikingos que civiliz� la regi�n, y que mito y tradici�n no siempre estaban bien separados en la mente de los indios. La misma confusi�n impera en lo que ata�e a Thunupa.

Pues no cabe duda de que es �l a quien Betanzos nos describe con el nombre de Con Ticsi Viracocha, vale decir el del Dios Blanco:

"Era un hombre alto de cuerpo y que ten�a una vestidura blanca que le daba hasta los pies, y questa vestidura tra�a ce�ida � que tra�a el cabello corto y una corona hecha en la cabeza a manera de sacerdote y que andaba destocado y que tra�a en las manos cierta cosa que a ellos les paree el d�a de hoy como estos breviarios que los sacerdotes tra�an en las manos".

Esta misma confusi�n, la se�alamos en otro lugar en cuanto a Quetzalc�atl, el Dios Blanco de los Nahuas, que la tradici�n nos presenta a veces como un guerrero, otras veces como un sacerdote, mientras que los dos personajes est�n perfectamente diferenciados entre los mayas.

M�s tarde, cuando los testimonios se hayan multiplicado la distinci�n ser� m�s f�cil de hacer.

El P. de la Cala cha, en 1636, es terminante al respecto: Thunupa no llevaba el nombre "de Viracocha, como pretende el Padre Fr. Gregorio Garc�a, que ese dieron al primero que despu�s del Diluvio vino por la parte del Septentri�n a poblar este Nuevo Mundo con otros que le acompa�aron; y andando el tiempo lo adoraron por Dios". La aclaraci�n perfecta.

Nos encontramos frente a dos grupos de personajes: por un lado, los vikingos paganos que llegan del Norte, por el mar, en el siglo XI y cuyo jefe, Huirakocha, ser� divinizado; por otro lado, Thunupa, el sacerdote cristiano, y sus disc�pulos que alcanzan el Altiplano por el Brasil, el Paraguay y Santa Cruz, sin que se excluyan, lo dem�s, varias llegadas distintas, escalonadas en el tiempo, de sacerdotes cristianos, unificados y mitificados, las tradiciones ind�genas, con el nombre de uno de ellos.

La �nica cosa de que estemos seguros, por el momento que una de dichas llegadas tuvo lugar en el siglo XIII, como lo establecimos en nuestra obra anterior . Salcamayhua nos lo confirma cuando cuenta que Thunupa, durante una de sus giras de predicaci�n, lleg� un d�a al pueblo de Apo Tampu (o Pakkari-Tampu).

El jefe local, padre del futuro Manko K�pak, el primer emperador inca, lo recibi� amistosamente, pero no as� la poblaci�n. El viajero fue hospedado en su casa por el jefe en cuesti�n, a quien regal� un pedazo de su b�culo y gracias a cuya influencia logr� hacerse escuchar.

Manko march� sobre el Cuzco hacia el a�o 1300. El encuentro entre su padre y Gnupa no pudo acontecer, pues, sino en la segunda mitad del siglo XIII, antes de 1290, fecha de la derrota de los daneses en la isla del Sol.

La hip�tesis de que varias llegadas de sacerdotes cat�licos se hayan, con el tiempo, m�s o menos unificado con un solo nombre no nos debe de sorprender, pues tampoco el grupo de Huirakocha es el �nico que se mencione en cuanto al per�odo pagano, aunque casi no se habla sino de �l.

Debemos, en efecto, a Cieza de Le�n dio un relato extra��simo, pero sumamente revelador, acerca del desembarco en la Punta de Santa Elena, cerca de Puerto Viejo, en el actual Ecuador - all� mismo donde reembarcaron los Hombres de Tiahuanacu despu�s de la derrota de 1290 - de gigantes que, en una �poca indeterminada, asolaron la regi�n:

"Cuentan los naturales, por relaci�n que oyeron de sus padres, la cual ellos tuvieron y ten�an de muy atr�s, que vinieron por la mar en unas balsas de juncos a manera de grandes barcas unos hombres (muy) grandes..."

Sigue una descripci�n horr�fica de estos gigantes - "el vulgo... siempre engrandece las cosas m�s de lo que fueron", aclara Cieza - que saqueaban los bienes de los indios, les robaban mujeres por no haber tra�do ninguna con ellos, pero tambi�n cavaron pozos hond�simos y,

"mataban mucho pescado en el mar con sus redes y aparatos".

El que esos gigantes se hayan entregado a la sodom�a,

"como les faltasen mujeres y las naturales no les cuadrasen por su grandeza, o porque ser�a vicio usado entre ellos y que el fuego del cielo los haya castigado, todo esto no nos interesa mayormente: la historia nunca se muestra ben�vola para con el enemigo."

Pero s� un punto fundamental atrae nuestra atenci�n: las extra�as caracter�sticas de barcos que tripulaban los gigantes, balsas de juncos ten�an forma de grandes barcas.

Jam�s pueblo alguno, diga lo que diga Thor Heyerdah�, emple� en el mar embarcaciones de este tipo que se utilizaron en el Nilo, milenios atr�s, y en el Lago Titicaca donde se las puede ver todav�a hoy. Se trata realmente de balsas, pues est�n hechas de haces de juncos atados unos a otros, sin calafatear. Pero tienen forma de botes.

M�s a�n: con su proa y su popa alargadas y con su vela cuadrada - de lejos se parecen a drakkares. Los indios s�lo conoc�an las balsas chata troncos y los botes de totora del Titicaca. Los barcos los gigantes ten�an la misma forma que estas �ltimas: dedujeron de ello que estaban hechos del mismo material y construidos seg�n la misma t�cnica. Parece que los gigantes en cuesti�n no eran m�s que vikingos.

Confirma esta interpretaci�n una breve frase del P. naventura de Salinas y C�rdova, secretario, en el siglo XVII, del Virrey del Per�, que menciona,

"las abominaciones de ciertos Gigantes que por la costa viniera estrecho".

Ya en el siglo XVI el P. Miguel Cabello de Balboa hab�a recogido entre los indios de Chile una naci�n que conten�a la misma referencia geogr�fica. Pero no se trataba de gigantes, sino de hombres blancos de aspecto sacerdotal llegados,

"de hacia el estrecho a quien llamamos de Magallanes".

�Sacerdotes o gigantes, qui�nes pod�an ser esos marinos que antes del siglo XVI, sub�an por la costa del Pac�fico desde el extremo Sur y desembarcaban en Chile y Ecuador?

Para contestar esta pregunta, basta echar un vistazo al mapa de Mart�n

Wa�dseem�ller (cf. Fig. 3) que demuestra que se conoc�a en Europa, al final del siglo XV o a m�s tardar, en los dos o tres primeros a�os del siglo XVI, el contorno exacto de Sudam�rica. Los datos que sirvieron para trazarlo s�lo pod�an provenir de europeos que hubieran recorrido completamente las costas de la parte del continente que reproduce y, por lo tanto, hubieran pasado por el Estrecho de Magallanes o dado la vuelta por el Cabo de Hornos.

Ahora bien: los �nicos europeos que conoc�an la regi�n eran los daneses de Tiahuanacu.

Todo eso nos ha alejado un tanto de Thunupa - del Padre Gnupa - y de su apostolado en el Altiplano. Vimos en otro lado que su predicaci�n hab�a tenido �xito, puesto que Tiahuanacu, en la �poca de su toma por los diaguitas de Cari, era cristiana y que la vuelta, con los incas, al culto del Sol no elimin� todo rastro de catolicismo.

Sin embargo, en el Per� como en el Paraguay, el misionero padeci� innumerables persecuciones por parte de los indios y, tal vez, tambi�n de sus compatriotas paganos. En Cacha, trataron de lapidarlo en Yamquisupa, lo expulsaron brutalmente , como tambi�n en Pucar�; en Carapucu (Carabuco), donde hab�a bautizado a la hija de Makuri, el pr�ncipe sanguinario que hab�a unificado el pa�s, lo echaron en la c�rcel y lo condenaron a una muerte cruel; en Sicasica, metieron fuego al "lecho de esparto" en el cual dorm�a.

Cada vez, escap� gracias a un milagro. Un d�a, sin embargo, se aventur� hasta la isla del Sol, y lleg� el final.

Los indios - �o los daneses? - lo empalaron y, luego, colocaron su cuerpo en una balsa que "echaron en la gran laguna del Titicaca". Un viento milagroso empuj� la embarcaci�n hasta la costa de Cachamarca que se abri� para dejarla pasar por lo que es, desde entonces, el r�o Desaguadero.

La balsa,

"fue navegando hasta las Aullagas, donde se hunden las aguas por las entra�as de la tierra".

El P. Oliva nos da del mismo acontecimiento una versi�n un tanto distinta: los matadores se embarcaron con el cuerpo que ten�an el prop�sito de abandonar en una isla desierta, pero su bote zozobr� en el medio del lago y despareci� para siempre.

El martirio, como siempre, dio sus frutos. El cristianismo no muri� con su predicador, ni mucho menos, ya lo sabemos. Aun en los tiempos de los incas, cuando el culto del Sol se hab�a impuesto de nuevo, el recuerdo de Thunupa segu�a guard�ndose.

El quinto emperador inca, K�pak Yupanki, mand� una expedici�n al Titicaca a buscar agua del lago para bautizar a su hijo Inka Roka durante las ceremonias de la fiesta de Thunupa, fiesta �sta que las cr�nicas, por lo dem�s, s�lo mencionan en esta oportunidad.

El agua "que hab�a sido tocada" por Thunupa se volcaba en un recipiente de oro situado en el medio de la plaza Huacay-Pata, en el Cuzco, donde se le rend�an honores. La casa que ten�a nuestro ap�stol al pie de una peque�a colina, cerca del r�o que se encuentra al entrar en Jauja por el camino del Cuzco, se conserv� por orden del emperador.

Fuera del Per�, s�lo encontramos una vaga tradici�n que relata el P. de la Calancha seg�n una relaci�n del mercedario Andr�s de Lara sobre los asuntos de Chile: los indios ancianos contaban que, seg�n sus antepasados, hab�a llegado en la regi�n,

"un hombre vestido con el traje que usan los naturales del Per�, de manta, camiseta y cabello largo, y que habi�ndoles predicado, se hab�a ido..."

Luego, no es yendo para el Per� que Pay Zum� pas� por Chile, como lo escribe en otro lugar el P. de la Calancha, sino, por el contrario, desde el Per�.


4. Las "huellas del Ap�stol"

Hemos dejado para el final de este cap�tulo un aspecto importante del problema que nos interesa: el de las improntas de pie que los indios mostraban a los misioneros espa�oles y portugueses como pruebas de sus afirmaciones no sin explicarlas con alguna leyenda.

Seg�n sus tradiciones, en efecto, los pies del ap�stol - y a veces de sus disc�pulos - se hab�an grabado en la piedra, sea en el lugar donde el santo var�n hab�a detenido milagrosamente a enemigos que lo persegu�an, sea en alguna roca elevada donde sol�a predicar. (Cf. L�m. VIII).

Este curioso fen�meno ya lo se�alan, en cuanto al Brasil, N�brega y Lozano. En la costa de la Bah�a de Todos los Santos (Bah�a), en Itapu�, se hallaban numerosas improntas que, todas ellas, se dirig�an hacia el mar.

"Huellas de pie" del mismo g�nero abundaban tambi�n en Cabo Fr�o y en el campo de Para�ba, en los alrededores, probablemente a orillas del r�o del mismo nombre que pasa a unos 60 km al noroeste del lugar en cuesti�n, donde estaban acompa�adas de letras, esculpidas en la piedra, cuyo sentido se desconoc�a.

El P. Ruiz de Montoya agrega que en el fin de la playa de Santos donde Pay Zum� desembarc�, frente a la barra de San Vicente, se pod�an ver las huellas que dej� en una roca elevada, a un cuarto de legua del pueblo. El P. Lozano precisa que no estaban grabadas, sino pintadas.

Cerca de las fuentes del Pequir�, en el Guayr�, relata el P. Cataldino seg�n las tradiciones ind�genas - pero s�lo se conoc�a, en aquel entonces, la parte occidental del curso de este r�o cuyas fuentes los mapas situaban mucho m�s al oeste de lo que est�n en realidad - se ve�an igualmente improntas de pie: cuatro, con planta y dedos, agrega el P. del Techo.

Mencionemos tambi�n, seg�n el P. Lozano, los rastros dejados por Pay Zum� a orillas del Iguaz�, en el lugar donde se hab�a reclinado "para recrear un poco - sus fatigados miembros". En los alrededores de

Asunci�n, por fin, nos dice el P. Ruiz de Montoya, en la cima de una roca, dos huellas humanas estaban en la piedra y la del pie izquierdo preced�a la otra. El P. Lozano describe del siguiente modo el monumento megal�tico en lo alto del cual se pod�an ver estos rastros:

"En el pago de Tacumb�, distante como una legua de Asunci�n, est� la piedra que seg�n tradici�n antiqu�sima e inmemorial de todos los naturales sirvi� de pulpito al prodigioso maestro de estas regiones...

El�vase tres estados en alto, pero no es una sola pieza, sino piedras sobrepuestas unas a otras y calzadas con otras de canto delgado...

La piedra superior es la mayor de todas y tan capaz que han llegado a caber diez personas; su superficie llana, y en ella est�n impresas profundamente las dos huellas con sandalias del santo ap�stol, mirando hacia el r�o Paraguay, que cae hacia la parte del norte... quita toda duda de que se hayan podido fingir artificiosamente estas se�ales la extra�a dureza de la piedra; porque es tal, que queriendo algunos de nuestros jesuitas que subieron el a�o de 1700 a observar y venerar aquel prodigio, sacar alg�n polvo, se mellaron tres hachas bien templadas, sin imprimir en el lugar de las huellas la m�s leve se�al".

A los relatos de Ruiz de Montoya y de Lozano, y testimonio del Dr. Lorenzo de Mendoza, obispo de Asunci�n, que menciona el �ltimo, los cr�ticos no faltaron oponer una opini�n de peritos que reproduce lealmente P. Jos� Quiroga.

Tres ge�grafos, el capit�n de fragata Manuel Flores, el teniente de nav�o Atanasio Baranda, el teniente de fragata Alonso Pacheco, hab�an o�do hablar de las huellas del Ap�stol Santo Tom�s y quisieron dar cuenta de si se trataba verdaderamente de improntas de pie.

Fueron a ver y, a la vuelta, afirmaron que los rastros "ni semejanza ten�an de haber sido huellas de hombre".

De este examen resaltan dos hechos: que el monumento Tacumb� a�n exist�a, con sus "huellas", hac�a 1753, fecha del peritaje; y que las "huellas" en cuesti�n no proven�an de ninguna manera de pies humanos. En cuanto a este �ltimo punto, lo habr�amos sospechado...

Se�alemos tambi�n, seg�n el P. Lozano, que subiendo por el r�o Paraguay desde Asunci�n se encontraba m�s all� del r�o Tapet�, por 21� 50' de Latitud Sur, hilera de escollos sobre los cuales pasaba generalmente una corriente de una violencia extrema.

Cuando las aguas bajaban, sin embargo, se descubr�an las huellas de un hombre, grabadas en una de las piedras. Los indios las atribu�an a Pay Zum�.

Al margen de las improntas grabadas, los cronistas del Paraguay se�alan una gruta que la tradici�n vinculaba con el ap�stol blanco. Es muy conocida, a�n hoy, y se encuentra en Paraguar�, a cien kil�metros de Asunci�n.

Seg�n varios testimonios, entre los cuales el de Julio Ram�n C�sar, oficial ingeniero que pas� dieciocho a�os en el pa�s como miembro de la Comisi�n de Fronteras, se la llamaba "Gruta del Ap�stol Santo Tom�s". No ten�a nada de especial, ya en aquella �poca, salvo que el sol entraba por una claraboya.

Se cre�a ver en ella un altar con sus atriles y candeleros, todo de una sola piedra, una sacrist�a y un pulpito donde predicaba el Ap�stol.

"Casi un romboide oblicu�ngulo, dice C�sar, es la figura que da esta cueva en su base... Su cielo... lo cubren dos piedras disformes, la una de m�s de 10 varas de largo, introduci�ndose su ancho por los costados que forman los lados colaterales.

Estos son de una enorme piedra del mismo cerro, que supongo ser mineral, pero llanos y tersos como pudiera hacerse la m�s lucida habitaci�n... (La) luz del sol... entra por una apertura que cae por el lado derecho, sobre la puerta o entrada de la cueva, cuya luz se percibe solamente dentro de la pieza...

Las grandes piedras de este cerro son barroque�as, que perpendicularmente caen unas sobre otras, sentadas horizontalmente, y de mucho volumen, cuyas juntas apenas se perciben".

Esta gruta era, evidentemente, un lugar de culto y el detalle del rayo de sol parece indicar que se trataba de un culto solar, luego anterior o, por lo menos, ajeno a Pay Zum�.

La descripci�n sugiere un dolmen b�pode subterr�neo. Tal vez el hecho no carezca de alguna relaci�n con el templo, del que nos habla Lozano y, que se alzaba en el cerro de Nautingu�, cerca de la Sierra de Yvytyremb�. En este Sancta Sanctorum, seg�n los propios t�rminos del cronista, los indios veneraban las osamentas de un tal Urubol� o Urubumorot�n: Cuervo Blanco, en guaran�.

Apenas hace falta decir que, en el Paraguay como en todas partes, los cuervos y, en particular los urub�es - especie muy difundida por toda Sudam�rica - son negros.

�Qui�n pod�a ser, pues, este Cuervo Blanco7 �Un sacerdote pagano de raza blanca? �Un compa�ero de Pay Zum�, europeo como �l?

No se menciona, que sepamos, sino un �nico rastro material del paso del ap�stol por la provincia de Santa Cruz.

En el Per�, por el contrario, las huellas reaparecen, numerosas, seg�n el testimonio del P. Ramos. Se encuentra en Calango, en el valle de Ca�eque; en Collanc de Lampa; en San Antonio de Conilap, Departamento de Chillaos; en la provincia de Chachapoyas (Alto Amazonas) y en la isla del Sol, en el medio del Titicaca. En todas partes, estas huellas est�n profundamente marcadas en la roca.

Una de ellas, la de Calango, nos es conocida gracias a P. de la Calancha que trascribe dos descripciones de la piedra en la cual est� trazada.

La primera se debe a Fray Raimundo Hurtada, doctrinante del pueblo, que escribe:

"...una pe�a muy grande de m�s de doce pies de largo, en un altillo de ladera sobre unos andenes como grandes pasos de escalera junto a la iglesia vieja y antigua casa de los padres; en esta pe�a blanca muy lisa y bru�ida, diferente de las otras que hay por all�, que cuando le da el sol o la luna hace visos como si fuera de plata, est� una huella como de 14 puntos en ella hundida como si fuera de blanda cera, y a una parte muchas letras en renglones".

El otro testimonio es m�s preciso.

Est� contenido en el informe enviado en 1625 al arzobispo Gonzalo de Ocampo por el Licenciado Duarte Fern�ndez, visitador de Calargo:

"Junto a donde estaba la iglesia vieja, est� la piedra de que tantas antig�edades dicen las tradiciones.

Es de un m�rmol azul y blanco luciente; est� doce varas y cuarto levantada por una cabeza; seis varas y media tiene de largo y de ancho cuatro y media; est� figurada e impresa una planta de un pie izquierdo de m�s de doce puntos y por encima unas se�ales o letras a XX, como pondr� en la figura; m�s abajo est�n unos c�rculos y otros como llaves; no quisieron decir los indios su origen.

Era cacique en Calango D. Juan Pachao y �ste y otro indio viejo declararon y despu�s de algunas diligencias confesaron ser tradici�n de sus antepasados que en la lengua general (el quichua. N. del A.) se llamaba esta piedra Coyilor Sayona, que quiere decir: piedra donde se paraba la estrella; y en la lengua materna se llamaba entre los de la parcialidad Yumisca Lantacaura, que significa la vestidura o pellejo de la estrella".

El P. de la Calancha - quien, por su parte, escribe Cantaucaro - precisa que los indios dec�an que la estrella era la vestimenta del Santo.

Se escandaliza de que el Visitador haya hecho picar "una huella tan digna de veneraci�n" con el pretexto de que los indios la adoraban, cuando la cruz que se hab�a colocado en ella habr�a bastado ampliamente para desterrar toda idolatr�a.

Y, lo que es m�s importante para nosotros, reproduce el dibujo que el iconoclasta hab�a incorporado a su informe. (Cf. Fig. 14).

Notemos de inmediato que no se trata en absoluto de un conjunto incoherente de grabados rupestres de estilo ind�gena, sino de un cuadro cuidadosamente compuesto que tiene la forma de un escudo franc�s antiguo de alrededor de 75 cm de alto.

Vemos en su centro la huella en cuesti�n, con dos signos, uno a cada lado, que tal vez sean llaves como piensa Fern�ndez, o tambi�n las letras latinas min�sculas d y b; debajo, tres c�rculos conc�ntricos y una ancla; y encima, once o doce letras. Las dos primeras pueden ser r�nicas y la pen�ltima de la primera hilada pertenece indudablemente al alfabeto escandinavo.

Pero los dos signos que dominan la huella son x latinas min�sculas, tan claras como sea posible, mientras que los dos grupos J C y el grupo J-C sugieren - pero nada m�s - la idea de monogramas latinos que simbolicen a Jesucristo. De cualquier modo, el conjunto carece de sentido para nosotros.

Pero se vincula, sin duda alguna, a los daneses de Ti�huanacu - los indios de la �poca incaica no conoc�an el ancla - y muy probablemente al Padre Gnupa: la mezcla de letras latinas y r�nicas, por un lado, y la forma medieval y, m�s especialmente, francesa del escudo parecen indicarlo.

�Qu� representar�n esas huellas, todas semejantes - siempre marcadas en una roca bien a la vista, salvo en el caso del r�o Paraguay, y, cuando hay dos, una delante de la otra - que se encuentran, no s�lo en el itinerario del Padre Gnupa, sino tambi�n hasta en las marcas del imperio de Tiahuanacu: en la meseta de Cundinamarca (Kondanemarka, la Marca Real Danesa, en norr�s), en Itoco, Tocoregu� y Ubeque, seg�n el P. Lozano, y en Chile, a veintis�is leguas de Santiago, seg�n el P. Andr�s Lara, citado por el P. de la Calancha?

Nada m�s f�cil que contestar esta pregunta y Jim�nez de la Espada, quien se encarniza con el mito de Santo Tom�s, lo hace sin darse cuenta cuando dice que los escandinavos empleaban se�ales de este tipo para indicar, en los caminos, la direcci�n a seguir. Nada m�s exacto.

Una o dos plantas de pie grabadas o pintadas en una roca bien visible eran, para los vikingos, el equivalente de las flechas de nuestra se�alizaci�n caminera.

No es nada sorprendente, pues, que rastros de este g�nero, acompa�ados a veces de signos convencionales incomprensibles para nosotros, hayan sido encontrados en los lugares por donde Pay Zum� hab�a pasado.

�l no los hab�a dejado: los hab�a seguido. Nada extra�o tampoco, por lo tanto, en que se los haya encontrado en otras partes y hasta en M�xico.

El P. Ramos (47) trae m�s pruebas materiales de la predicaci�n de Thunupa en el Per�. La primera es la famosa Cruz de Carabuco. En la segunda mitad del siglo XVI, poco despu�s de que los espa�oles hab�an ocupado la regi�n, el P. Sarmiento, cura del pueblo indio de este nombre - m�s correctamente, Carapuku - recibi� la informaci�n de que una cruz antiqu�sima estaba enterrada en los alrededores, a orillas del Lago Titicaca.

En el curso de una pelea entre dos tribus rivales, los urinsayas y los anansayas, estos �ltimos hab�an reprochado violentamente a sus enemigos el haber lapidado a un santo, en otros tiempos, e intentado quemar una cruz que llevaba. Pero ellos, los anansayas, la hab�an recogido y escondido. Algunos j�venes se apresuraron a avisar al cura.

Seg�n otra versi�n, �ste se enter� por su sacrist�n que hab�a obtenido el dato de una mujer "durante una fiesta y borrachera". O tambi�n por un indio que esperaba una gratificaci�n.

Sea lo que fuere, el P. Sarmiento mand� hacer excavaciones en el lugar indicado y descubri�, en efecto, una cruz de madera de alrededor de seis pies de largo que llevaba dos clavos de cobre y un anillo del mismo metal. El obispo de Charcas, Alonso Ram�rez de Vergara, indag� el asunto. El resultado de la investigaci�n habr� sido satisfactorio, pues mand� edificar una capilla y autoriz� la veneraci�n de la cruz.

M�s a�n, prosigui� con las excavaciones en el lugar donde se la hab�a desenterrado y un tercer clavo de cobre apareci�, el que se llev� a Charcas.

Entre tiempos, se hab�an soltado las lenguas y los indios ya no hab�an vacilado en contar lo que la tradici�n les hab�a ense�ado: un santo var�n hab�a tra�do la cruz y la hab�a plantado en la cima de un cerro que los ind�genas utilizaban para sacrificios paganos.

Cuando la llegada de los espa�oles, observando que �stos levantaban cruces en todas partes como s�mbolos de su toma de posesi�n del pa�s, hab�an derribado la suya e intentado destruirla. Pero hab�a resistido el fuego y en vano hab�an tratado de hundirla en el lago: por m�s que la hubieran cargado con piedras, siempre hab�a vuelto a la superficie. Entonces hab�an decidido enterrarla.

Salcamayhua es a�n m�s preciso: el santo var�n que apareci� un d�a en el Altiplano llevando una cruz que hab�a tallado en Los Andes de Caravaya - al este del Titicaca - no era sino Thunupa.

Y el P. del Techo agrega que nadie hab�a visto jam�s, en el Per� ni en las regiones adyacentes, una materia semejante a la de que la cruz estaba hecha y que el P. Ruiz de Montoya supon�a que hab�a llegado del Brasil, donde hay �rboles de esta especie, a trav�s del Guayr� y el Paraguay.

�Habr� que sospechar, tambi�n aqu�, alguna "santa" mistificaci�n, aunque, por una vez, no se la podr�a achacar a los jesuitas?

Bandelier que estudi� a fondo el problema, inclusive yendo a Carabuco en 1897, nota con raz�n que las tradiciones ind�genas relativas a la cruz y que relatan, no s�lo sacerdotes, sino tambi�n laicos como Sim�n P�rez de Torres y Christ�bal de Jaque de los R�os de Mancaned no pueden haber sido inventadas, puesto que perjudicaban a los indios.

El P. Ur�a , por lo dem�s, describe dos cuadros, de factura muy primitiva, que ornamentaban la capilla de Carabuco y mostraban que se le hab�a debido someter a tormento, para que revelara donde estaba enterrada la cruz, a la mujer de quien el sacrist�n del P. Sarmiento hab�a recibido la primera informaci�n.

Un detalle curioso que no carece de inter�s: al llegar a Carabuco, Thunupa no llevaba solamente una cruz, sino tambi�n,

"un peque�o cofre que, seg�n ciertas tradiciones, se hallaba enterrado en alguno de los cerros de Carabuco", dice el P. Ramos cuya incomprensi�n demuestra la buena fe.

Pues este "peque�o cofre" no pod�a ser sino un breviario medieval de cierre met�lico, como el que Betanzos pone en manos de Viracocha - a quien confunde, ya lo hemos visto, con el predicador cristiano del siglo XIII - y como el que lleva el "Fraile" de Tiahuanacu, estatua �sta que s�lo por indicaciones del Padre Gnupa o de alguno de sus compa�eros pudo ser esculpida por los indios.

La otra prueba que nos trae el P. Ramos es m�s interesante a�n.

Se trata de,

"una t�nica, al parecer incons�til, de color tornasolada, y en dos sandalias ojotas * de catorce puntos y muy primorosas que arrastraron las cenizas del volc�n de Arequipa hasta el puerto de Quilca".


* Especie de alpargatas peruanas.


Cincuenta a�os m�s tarde, el P. del Techo agrega un detalle significativo cuando menciona una,

"vestem inconsutilem incognitae materiae �nter deflagrantis montis cineres inventam": "una t�nica sin costura, hecha de una materia desconocida, encontrada en las cenizas de un volc�n".

Una t�nica sin costura, tornasolada e incombustible, hecha de una materia desconocida en la Sudam�rica precolombina, no hay sino un objeto que responda a esta definici�n; la cota de mallas que constitu�a lo esencial de la vestimenta de combate de los normandos, pero que los vikingos no conoc�an y que los espa�oles, que usaban coraza, ya no utilizaban desde hac�a tiempo en la �poca de la Conquista.

La que mencionan los cronistas - y es dif�cil que la hayan inventado, pues, manifiestamente, no saben de qu� est�n hablando - no deb�a de pertenecer al Padre Gnupa, aunque no faltaban sacerdotes, en la Edad Media, que practicaran el oficio de las armas.

Pero de seguro hab�a llegado con �l.


5. La cristianizaci�n de Tiahuanacu

El an�lisis de las tradiciones ind�genos recogidas por los cronistas y los misioneros nos da la explicaci�n de la presencia, en la Am�rica del Sur precolombina, de un elemento cristiano y nos confirma la fecha en que se produjo su aporte.

La coincidencia de ciertas esculturas de Tiahuanacu y algunas im�genes, en el sentido medieval del t�rmino, de la catedral de Amiens nos hab�a llevado a la conclusi�n de que un enlace entre Europa y el Altiplano hab�a tenido lugar a mediados del siglo XIII. Ahora sabemos que existi�. Inclusive tenemos algunas informaciones precisas sobre el personaje que lo realiz�.

El thu� Gnupa, como lo llamaban los daneses del Titicaca, el Padre Gnupa, era un sacerdote cat�lico - probablemente un religioso, al juzgar por la palabra empleada para nombrarlo y por el corte de su pelo - que desembarc� en San Vicente y, predicando a lo largo de su camino, sigui� a trav�s del Guayr� y el Paraguay un itinerario, debidamente se�alizado al modo escandinavo, que lo condujo a Tiahuanacu.

En su recorrido, tropez� con serias resistencias: ni los descendientes paganos de los vikingos ni los ind�genas pod�an aceptar de buena gana dogmas y, sobre todo, costumbres que contradec�an sus creencias y trastornaban su modo de vivir. Al juzgar por los resultados, logr�, sin embargo, a pesar de las dificultades, imponerse en el Altiplano.

El Padre Gnupa no hab�a venido solo: las tradiciones mencionan en varias oportunidades a sus disc�pulos.

Tal vez, inclusive, hayan agrupado bajo el nombre de un personaje �nico, convertido en mito, a varios predicadores distintos y hasta sucesivos. Uno de ellos, de cualquier modo, lleg� al Per� en la segunda mitad del siglo XIII, despu�s de la construcci�n del port�n central de la catedral de Amiens: el padre de Manko' K�pak lo conoci�, y esto basta para demostrarlo.

Los datos de que disponemos nos permiten ir m�s lejos a�n. En efecto, es muy dif�cil suponer que el Padre Gnupa vino por casualidad, o navegando sin rumbo, a Sudam�rica.

De ser as�, el mapa de Mart�n Wa�dseem�ller permanecer�a, por lo dem�s, inexplicable, como tambi�n el Tapiz de Ovrehogdal donde figuran llamas. Por lo tanto, es l�gico pensar que fueron los vikingos de Tiahuanacu los que retomaron contacto, en un momento dado, con Europa.

�Hubo uno o varios viajes? Lo ignoramos.

Pero s� sabemos que el camino que sigui� nuestro misionero por el Guayr� y el Paraguay no hab�a sido trazado por �l y, m�s a�n, estaba destinado a permitir el acceso al oc�ano desde Tiahuanacu m�s bien que a Tiahuanacu desde el oc�ano, puesto que las "flechas indicadoras" de su se�alizaci�n - las huellas grabadas o pintadas - en varios puntos de la costa, se dirig�an hacia el mar.

IV. Los Caminos del Para�so

1. El imperio de Tiahuanacu


S�lo disponemos de muy pocos datos en lo que ata�e a los territorios que dominaban los atumuruna, los daneses cuyo centro religioso y, probablemente, pol�tico estaba en Tiahuanacu.

Esta laguna proviene de la deformaci�n sistem�tica que los incas hab�an impuesto a la historia. Quer�an hacer olvidar a su s�bditos la derrota de la isla del Sol y la destrucci�n del imperio de sus antepasados. Todo deb�a haber empezado el d�a que, hacia 1300 los sobrevivientes de la gran batalla, refugiados en la monta�a, hab�an retomado El Cuzco y, en el marco del nuevo imperio, sacado a las poblaciones andinas del caos y la barbarie.

Fue esta historia oficial la que lleg� a los o�dos de los cronistas espa�oles por intermedio de los amanta, los sabios del mundo incaico y la que los cronistas mestizos, en especial Garcilaso, contribuyeron poderosamente a difundir. Se recordaban, por cierto, los blancos divinizados de los cuales descend�an los incas, pero las tradiciones que a ellos se refer�an eran imprecisas.

S�lo con Manko K�pak la historia adquir�a consistencia.

Las ruinas pre-incaicas nos dan, sin embargo, algunas informaciones valiosas desde el punto de vista geogr�fico. Fuera de la zona costera, todas las que conocemos, pues debe de haber muchas otras, est�n situadas, con una �nica excepci�n, al sur del Cuzco, vale decir en la parte de la actual Bolivia donde viv�an y siguen viviendo los aymar�es, o collas.

Por lo dem�s, Sarmiento de Gamboa nos habla, sin precisar su cronolog�a, de un reino colla cuyo soberano, Chauchi C�pac, mandaba en un territorio que se extend�a desde 100 km al sur del Cuzco hasta Arequipa y Atacama, en el norte de Chile, y, al este, hasta las monta�as que dominan los Moxos.

No sabemos qui�n era Chauchi, pero su t�tulo", K�pak, es escandinavo (del norr�s kappi, hombre valeroso, h�roe, campe�n, caballero) y es el mismo que llevar�n los emperadores incas. Tambi�n se lo llamaba, por otro lado, Colla C�pac - algo como Pr�ncipe de los Collas - y se trataba tal vez del jefe local que los vikingos se subordinaron.

Pero el imperio de Tiahuanacu se extend�a mucho m�s all� del reino colla que, probablemente, sirvi� de base para las conquistas ulteriores. Bastar�a para probarlo el hecho de que la ciudad del Cuzco, en territorio quichua, le pertenec�a.

Las tradiciones aymar�es confirman esta expansi�n, desd� Colombia a Chile, pero resultan muy sospechosas.

Hac�a tiempo que los historiadores incaicos las hab�an concienzudamente removido cuando los cronistas espa�oles las relevaron y es en los relatos de estos �ltimos que se apoyan los autores bolivianos contempor�neos (�5'66) que las mencionan, aun cuando pretenden haberlas recogido de bocas de ind�genas que, por lo dem�s, s�lo habr�an podido repetir versiones deformadas.

Notemos, sin embargo, con las reservas del caso, que el Mallku (rey) Takuilla habr�a llegado, con sus ej�rcitos, hasta el norte del Ecuador y, en Colombia, hasta la frontera de la actual Venezuela, mientras que, en el sur, habr�a alcanzado Coquimbo, en Chile. Por otro lado, habr�a penetrado en las llanuras del Amazonas y del Paraguay y a �l se deber�a el nombre de Tumuk-Humak dado a un macizo monta�oso de la meseta brasile�a, a 300 km, a vuelo de p�jaro, al norte de las bocas del Amazonas y a 200 km del mar.

Es mucho para un solo monarca. Pero bien podr�a tratarse de una atribuci�n m�tica de las conquistas efectivamente realizadas, con tropas aymar�es, por los Hombres del Titicaca. Sabemos, por otro lado, que los daneses controlaban el imperio chim� y el reino de Quito que hab�an fundado.

De seguro hab�a por lo menos contactos entre Tiahuanacu y estos dos centros y tal vez cierta unidad pol�tica.

Lo que permite suponer que �sta exist�a es que los incas, una vez reinstalados en el Cuzco, se aplicaron a reconquistar, una tras otra, las provincias perdidas. Manko K�pak, su primer soberano, no fue muy lejos, pero avanz� unos cincuenta kil�metros en todas las direcciones y, seg�n Garcilaso, lo hizo a lo largo de los Caminos Reales que conduc�an, respectivamente, a las cuatro regiones del imperio:

  • el Chinchasuyu, al norte

  • el Kollasuyu, al sur

  • el Antisuyu, al este

  • el Kontisuyu, al oeste

El texto, siempre muy preciso, del cronista mestizo no deja ninguna duda al respecto.

Manko no traz� de ninguna manera estas rutas:

"...mand� poblar a una y otra banda del camino real de Antisuyu trece pueblos..."

Y emplea exactamente las mismas palabras en lo que ata�e a las otras direcciones.

Parece, pues, que los Caminos Reales exist�an ya antes de la conquista incaica, facilit�ndola. Doscientos a�os despu�s del advenimiento de Manko K�pak, el imperio de los incas se extend�a desde la meseta de Kondanemarka (Cundinamarca, seg�n la transcripci�n espa�ola), en la actual Colombia, al norte, hasta el r�o Maulli (hoy, Maule), 260 Km. al sur de Valpara�so, a unos 2000 km de la actual frontera entre el Per� y Chile.

Estaba limitado, al oeste, por el Pac�fico y comprend�a, al este, el Tucum�n, vale decir todo el noroeste de la actual Argentina hasta C�rdoba, y las actuales provincias bolivianas del Beni, Santa Cruz y Tarija.

Esta �ltima regi�n nos interesa especialmente, pues fue por ella, ya lo vimos, que Pay Zum� lleg� al Altiplano.

Ahora bien: Yupanki, el soberano que la conquist�, no se lanz� en una aventura. Sab�a muy bien a donde iba, merced, nos dice Garcilaso, a "cierta relaci�n" que sus antepasados y �l mismo hab�an tenido y seg�n la cual hab�a en la zona tierras inmensas, pobladas e inhabitadas. A prop�sito de esta expedici�n, sin embargo, nuestro cronista que, en aquella �poca, no pod�a conocer la geograf�a sudamericana, por lo menos fuera del Per�, comete un error grav�simo, pero f�cil de corregir.

En efecto, confunde Santa Cruz, entonces llamada Provincia de los Moxos, con el territorio de los musus (o de los mosos, puesto que, en quichua, la o y la u constituyen una sola vocal).

Nos dice que, para alcanzar esa regi�n, Yupanki sigui� el curso de un gran r�o cuya fuente se encuentra al este del Cuzco, el Amarumayu.

"A d�nde va a desembocar este r�o en el mar del Norte (el Atl�ntico. N. del A.), escribe Garcilaso, yo no lo sabr�a decir. Pero, por su grandeza y el curso que sigue hacia el Levante, me sospecho de que es uno de los grandes que (forman) el R�o de la Plata."

Sabemos, nosotros, que el Amarumayu - hoy d�a, el Madre de Dios - es un tributa - r�o del Beni, afluente del Madeira que desemboca en el Amazonas al este de Manaos. La regi�n que pod�a alcanzar el emperador Yupanki por el Amarumayu es, por lo tanto, el Beni y no la Provincia de los Moxos, situada m�s al sur.

Y tampoco el territorio de los musus - o de Moso - que nada tiene que ver con esta �ltima, como lo prueba el relato que el mismo Garcilaso nos da de la expedici�n.

La regi�n, dice el cronista, estaba cubierta de monta�as y de pantanos. S�lo por el r�o se pod�a penetrar en ella.

De ah� que Yupanki hiciera cortar una gran cantidad de �rboles de la zona.

"No s� su nombre indio, agrega Garcilaso, pero los espa�oles los llaman higueras, no porque dan higos, que no los dan, sino porque son tan livianos como las higueras, y aun m�s livianos."

Con esos troncos, el emperador mand� construir, lo cual exigi� dos a�os, balsas capaces de llevar treinta, cuarenta o cincuenta hombres, m�s el abastecimiento colocado, en el centro de cada embarcaci�n sobre una plataforma ligeramente levantada.

La "flota", con diez mil hombres, descendi� por el r�o hasta la provincia de Musu.

Aqu�, el cronista demuestra una extraordinaria prudencia y se lo siente inseguro: "se dice que" Musu estaba situada a doscientas leguas (1100 km) del Cuzco y "se dice que" el r�o ten�a, en ese lugar, seis leguas (33 km) de ancho y que las balsas necesitaban dos d�as para cruzarlo. La distancia, por lo dem�s dudosa hasta para quien nos la da, no significa nada.

Si la aplicamos a un itinerario qu� siga el Amarumayu, nos lleva mucho m�s all� de este r�o y del Beni, muy abajo en el curso del Madeira. Pero ninguno de estos cursos de agua se acerca, ni de lejos, a los 33 km de ancho.

En Sudam�rica, s�lo el Amazonas alcanza, antes d� su desembocadura, dimensiones de este orden. Ahora bien: a unas 200 leguas al norte del Cuzco, encontramos el Mara��n, vale decir el Alto Amazonas, que tiene, en Iquitos, si no 33 km, por lo menos una buena docena y m�s a�n.

El Camino Real llega hasta �l, en Ja�n y hay en la regi�n ruinas incaicas, y hasta preincaicas como las de la ciudad que descubri�, en 1954, cerca de Chachapoyas, la expedici�n von Hagen.

Por otra parte, el Ochroma Lagopus, u Ochroma piscatoria, el �rbol que proporciona la madera de balsa, no crece en el Sur del Per�. S�lo se lo encuentra en el extremo Norte y, sobre todo, en el Ecuador. Lo cual explica por qu� Garcilaso, cuyo idioma materno era el quichua pero que hab�a pasado en el Cuzco, ciudad del Sur, toda su juventud, no conoc�a su nombre ind�gena.

No cabe ni la menor duda, por lo tanto, de que fue por el Amazonas que Yupanki trat�, vanamente, por lo dem�s, de alcanzar la provincia de Musu.

Pero, al tomar este camino, no hac�a, una vez m�s, sino seguirles el rastro a sus antepasados. Las inscripciones de la Piedra Pintada, entre otras, prueban que los vikingos frecuentaban la regi�n. Inclusive nos podemos preguntar si, en 1290, no ten�an en ella algunos establecimientos que, cortados de su base, subsistieron durante cierto tiempo, totalmente aislados.

Seg�n el coronel Fawcett, que no da sus referencias, las tradiciones ind�genas de Bolivia indican que los musus, en la �poca de las grandes invasiones, se hicieron rodear por sus tribus vasallas m�s salvajes, con orden de matar a quienquiera tratara de penetrar en su territorio.

Tal vez, por otro lado, no sea mera casualidad que el nombre de musu (o moso) aplicado a una regi�n donde las tierras y las aguas nunca est�n estrictamente separadas, se parece tanto a mose, pantano en dan�s.

El error de Garcilaso no es sino el reflejo de la inveros�mil confusi�n en la cual se encontraban los espa�oles del tiempo de la Conquista cuando se trataba de las tierras legendarias cuyo recuerdo qued� con el nombre de El Dorado que no es sino el de una de ellas.

En 1535, apenas llegado al Per�, Hernando Pizarro enviaba a Pedro de Candia a buscar el Reino de Ambaya y la capital, Manoa, del Gran Paytiti, emperador de los musus; luego a Pedro Anzures, en 1539; en fin a su propio hermano, Gonzalo, y a Orellana, en 1541.

Todas estas expediciones se dirigieron hacia la Amazon�a que Orellana fue el primero en cruzar, por el r�o, de parte en parte. Pero no encontraron nada que se pareciera a la Tierra del Oro que estaban buscando.

Parece que uno de los or�genes del mito de El Dorado fue una ceremonia religiosa de los indios de Guatavit�, en Colombia, en el curso de la cual, cada a�o, el pr�ncipe local, cubierto de polvo de oro, se ba�aba en el lago vecino en homenaje al Dios-Sol.

Sin embargo, fue por una tribu tupinamb� - tup�-guaran� - que, en 1539, despu�s de cruzar la Amazonia en su ancho m�ximo en busca de la tierra del "Gran Antepasado", lleg� al Per� que los espa�oles recibieron confirmaci�n de la ciudad de los palacios de oro. Dedujeron que �sta se encontraba en las selvas orientales de donde ven�an los indios, mientras que �stos, en realidad, hab�an emprendido su extraordinaria marcha hacia el oeste para alcanzarla.

En el Paraguay, los Conquistadores recogieron tradiciones m�s pormenorizadas.

Los indios les contaron que al oeste, m�s all� del Chaco, se encontraba el imperio del Gran Moxo (Mojo, seg�n la actual ortograf�a espa�ola), el Candir� cuya capital estaba situada en una isla, en medio de un lago inmenso.

En Puerto de los Reyes, sobre el Alto Paraguay, Hernando de Ribera oy� hablar de "ciudades con casas de piedra poblada de gente vestida", situadas al noroeste, vale decir exactamente en el Per�, a orillas de una grand�simo lago.

"Toda era gente la de dichas poblaciones labradores... que criaban mucho ganado de ovejas muy grandes con las cuales se sirven en sus rozas y labranzas y las cargan."

Llamas, evidentemente, lo cual bastar�a para identificar el Per�.

La capital de la isla, cuyos templos y palacios estaban cubiertos de oro, Barco de Centenera nos la describe abundantemente, en 1602, con el palacio del Gran Moxo, la fuente y sus cuatro gruesos ca�os de oro, la imagen del Sol, de oro, y la de la Luna, de plata, etc�tera.

Ahora bien: m�s all� del Chaco se encontraba, en efecto, la provincia de los Moxos, hoy Santa Cruz, de la cual parece provenir el nombre del soberano fabuloso. Pero ser�a en vano que se buscar�an all� el lago y su isla. Los espa�oles no tardaron en darse cuenta de ello.

El misterioso imperio se desplaz� entonces hacia el Alto Paraguay, al norte de Puerto de los Reyes y al sur de la Laguna de los Xarayes - en realidad un inmenso pantano del actual Mato Grosso brasile�o - en la cual tanto el Paraguay como el Amazonas habr�an nacido. La isla se hallaba al sur de la laguna y los cart�grafos jesuitas le dejaron el nombre que le daban los indios: Isla del Para�so.

Pero jam�s se la encontr� fuera de los mapas de la �poca.

A primera vista, esta obstinaci�n en el error es tanto menos comprensible cuanto que los indios del Paraguay precisaban que la isla en cuesti�n estaba poblada de orejones. Ahora bien: se sabe que los incas, vale decir los miembros de la aristocracia blanca del Per�, ten�an la extra�a costumbre de estirarse las orejas hasta los hombros insertando en su l�bulo un pesado anillo de oro o piedra que llamaban ringrim (de ring, anillo, aro, en dan�s).

Los espa�oles, que no lo ignoraban puesto que ya ocupaban el Per�, supusieron que la isla del Para�so estaba poblada de incas que se hab�an refugiado en ella cuando la Conquista.

�Por qu� no pensaron en el Lago Titicaca y la isla del Sol?

La respuesta a esta pregunta es sencill�sima: el lago no fue descubierto sino hacia 1540, despu�s de las grandes expediciones en las selvas del Nordeste. Por otra parte, se cre�a entonces, ya lo hemos visto, que el R�o de la Plata y el Amazonas nac�an de un mismo gran lago situado entre las respectivas bac�as de los dos r�os, en alg�n lugar en la direcci�n donde se encontraban Guatavit� y tambi�n el imperio de los musus al que pertenec�an, tal vez las "ciudades perdidas" que, desde aquel entonces, se buscan en vano.

Espont�neamente, los distintos relatos se fusionaron poco a poco en un mito �nico: el de la isla de los palacios de oro, en medio del lago del Dorado.

Si hemos relatado aqu�, someramente, esta f�bula que cost� a los espa�oles tantas vidas y tantos esfuerzos, es porque nos va a servir para mostrar que hubo, en determinado momento, cierto contacto entre el Paraguay y el Per� preincaico. No s�lo, en efecto, los guaran�es de principios del siglo XVI pod�an describir, en sus menores detalles, el centro religioso y pol�tico del imperio de Tiahuanacu - y no El Cuzco, capital del imperio de los incas - y dar de sus habitantes, los orejones, una descripci�n imposible de inventar, sino que tambi�n llamaban a su soberano "Gran Payt�ti".

Pay, ya lo sabemos, significa sacerdote, en guaran�, y Titi parece ser una variante de Ticci o Ticsi: por lo dem�s, una forma m�s cercana de Ti, ra�z de Tiwaz, nombre del Padre del Cielo en antiguo germ�nico, que la que se encuentra en Kon Ticsi Huirakocha, el Dios Blanco de la religi�n incaica.

Una forma m�s primitiva, tambi�n, probablemente, puesto que es ella la que figura en el nombre del lago sagrado de los Hombres de Tiahuanacu, el Titicaca * y en el de - una dinast�a pre-incaica que nos han conservado las tradiciones aimaraes del Kollasuyu, la de los Mallku Titi.

Quiz� se equivoque Thor Heyerdahl cuando ve en Titi, como en Tiki, una deformaci�n polinesia de Ticsi. Antes bien, parece que Titi sea la forma originaria - repetici�n, al modo de los idiomas amerindios, del Ti germ�nico - de la cual salieron el Ticsi incaico y el Tiki oce�nico.


* Y tambi�n, tal vez, en el de la capital del imperio vikingo. En una comunicaci�n personal, el profesor Hermann Munk nos sugiere, en efecto, para Tiahuanacu, la siguiente etimolog�a: Ti, en una forma derivada de t�a, conducir, y vangr, residencia, en norr�s. Tiahuanacu significar�a asi: Residencia 'de Dios y, m�s ' exactamente, del Dios conductor del Sol.


Sea lo que fuere, y es esto lo que nos interesa aqu�, se conoc�a en el Paraguay, antes de la Conquista, la existencia del imperio de Tiahuanacu y de sus orejones, a pesar de que los incas no hab�an pasado de Santa Cruz. Luego, los daneses del Altiplano frecuentaban la regi�n, como las aventuras de Gnupa ya nos lo han mostrado.

Queda por saber si se trataba s�lo de contactos espor�dicos o si el Paraguay y el Guayr� constitu�an una marca del imperio.


2. La red caminera incaica


El territorio �e los incas estaba surcado por los Caminos Reales cuyo conjunto - el K�pak �an - cubr�a unos 16.000 km. Lo esencial de esta red estaba constituido por dos rutas paralelas, unidas por numerosas v�as trasversales.

Una de estas rutas, de 4.056 km' bordeaba la costa, de Tumbes, en el norte del Per�, a Talca, en Chile.

La otra, de 5231-km, part�a de Quito, segu�a la l�nea del Altiplano de la Cordillera de los Andes, a veces a m�s de 5000 m de altura, hasta el lago Titicaca, alrededor del cual se desdoblaba, luego el r�o Desaguadero hasta el lago Poop� cuya costa oriental bordeaba, se inclinaba hacia el este para alcanzar a Potos� y Tarija, continuaba hacia el sur por Jujuy, la Rioja y San Juan y luego, hacia el oeste, llegaba a Mendoza, se internaba en la Cordillera por el Puente del Inca y se un�a, en Santiago de Chile, a la ruta costera.

El Camino Real incaico, que muy a menudo y con toda raz�n se ha comparado con la calzada romana, ten�a normalmente de 15 a 25 pies daneses (4,40 a 7,33 m) de ancho, salvo ciertos tramos de importancia estrat�gica, por ejemplo entre Huanuco y Chachapoyas, donde alcanzaba 50 pies (14,65 m), y las rutas secundarias de monta�a que, a veces, no pasaban de un metro.

Bordeado de murillos, pavimentado en los tramos de tierra blanda, tallado en la roca, a menudo en escalera, en la monta�a, con t�neles - uno de los cuales, el del Apurimac, mide 230 m de largo - y asentado en terrapl�n en las zonas pantanosas, estaba tan s�lidamente construido que la expedici�n von Hagen, en 1952-54, pudo seguirlo, en cami�n o a caballo, en casi todo su recorrido peruano, a pesar del estado de abandono en que se encuentra desde la Conquista.

En toda su extensi�n, hab�a, de distancia en distancia - de 2,5 a 4 km - una posta donde dos chasquis - dos corredores - siempre estaban listos para trasportar un mensaje hasta la estaci�n siguiente, a 20 km por hora, y, cada 6 a 25 km seg�n las dificultades del camino, un tampu, un albergue donde los viajeros y sus recuas de llamas pod�an pasar la noche.

Todo deja suponer que los incas se hab�an limitado a restaurar, no sin ampliarla, una red caminera anterior, debida a los daneses de Tiahuanacu.

La expedici�n von Hagen descubri�, en la Pen�nsula de Paracas, al noroeste de lea, el rastro de un camino de 3 m de ancho que conduc�a de la ruta costera a las cuevas donde fueron halladas las momias rubias de Hombres del Titicaca y que parec�a mucho m�s antiguo que el Camino Real.

Luis de Monz�n, corregidor de Huamanga (hoy, Ayacucho), en el centro del Per�, escrib�a por lo dem�s, en 1586, que los indios ancianos dec�an que, seg�n sus tradiciones ancestrales, los viracochas, mucho antes de los incas, hac�an construir por los ind�genas caminos anchos como una calle, bordeados de murillos y provistos de casas en las etapas.

De las dos rutas principales se desprend�an, hacia el este, cierto n�mero de caminos que nos interesan muy especialmente.

  • de Quito, uno se dirig�a hacia la meseta de Kondanemarka

  • de Huancabamba, otro alcanzaba, en Ja�n, como ya hemos visto, el Alto Amazonas

  • una tercera se hund�a, en Chachapoyas, en la selva amaz�nica, cerca de una ciudad pre-incaica

  • del Cuzco sal�an la ruta de Machu-Picchu y el Camino de Antisuyu, extra�amente interrumpido en Pisac, a unos 60 km de la capital, punto �ste m�s all� del cual se hallaba Vilkabamba donde se refugi� el inca que los espa�oles hab�an nombrado emperador con el nombre de Manko K�pak II pero que no por ello hab�a dejado de sublevarse contra los invasores: una fortaleza que no se reencontr� jam�s

  • de Ayavire, por fin, a media distancia entre el Cuzco y el lago Titicaca, un �ltimo penetraba en la Sierra de Carabaya que domina los llanos de Santa Cruz, pero sus dos ramificaciones no iban m�s lejos que Macusani, por un lado, y Sandia, por otro, en plena monta�a

Nada m�s normal, pues los incas, salvo cuando su expedici�n fluvial contra los antis, nunca fueron m�s all�. Inclusive hab�an construido, en esta frontera, para defenderse de las incursiones guaran�es, una l�nea de fortalezas que los espa�oles descubrieron en el siglo XVI y de la cual subsisten todav�a algunos restos.

La expedici�n von Hagen encontr�, sin embargo, en esta regi�n, como tambi�n m�s all� de Machu-Picchu, numerosos rastros de caminos de 5 m de ancho que se dirigen hacia la selva virgen.

Hab�a otros m�s.

El coronel Fawcett que recorri� la zona en cuatro oportunidades, entre 1906 y 1913, se�ala la existencia, en la provincia boliviana de Caupolic�n, de un camino pavimentado de 10 pies de ancho (unos 3 m) que iba de Carabaya al borde del r�o Beni, en la llanura de los Mojos.


3. Los "caminos mullidos"


La red caminera incaica no es, por cierto, la �nica de que tengamos noticia en Sudam�rica.

Si nos trasladamos, en efecto, del Per� a los territorios guaran�es, encontraremos caminos de otro g�nero, pero no menos construidos por el hombre. Reproduzcamos aqu� lo que dice al respecto el historiador y antrop�logo paraguayo Mois�s Bertoni:

"Ten�an los guaran�es grandes v�as de comunicaci�n que les permit�an mantenerse f�cilmente al corriente de lo que ocurr�a en las diferentes regiones de la dilatada superficie que ocupaban.

"El sistema era muy f�cil e ingenioso. Abr�an picada en el monte y, despu�s de limpiarla con cierta prolijidad, la sembraban de trecho en trecho con semillas de dos o tres especies de gramin�ceas, una especialmente cuyos brotes se propagan con suma facilidad, y plantas que nac�an pronto cubr�an completamente el suelo y pod�an impedir el crecimiento de los �rboles y de los yuyos, que sin eso hubiesen ocultado la picada.

Estas gram�neas tan bien escogidas ten�an la especialidad de tener semillas glutinosas o sedosas, de tal manera que se pegaban espont�neamente a los pies y a las piernas de los viajeros.

Sobraba con plantarlas o sembrarlas a grandes distancias, de legua en legua, por ejemplo, para que, al poco tiempo, uno o dos a�os tal vez, resultase tapizado el camino por una alfombra que imped�a el crecimiento de los arbustos y otras malezas que hubiesen podido obstruirlo.

"Debido a este procedimiento, los pueblos guaran�es pudieron abrir v�as de comunicaci�n verdaderamente asombrosas. Una de estas v�as pasaba del Guaira a la costa del Brasil; otra sal�a de la costa de Santa Catalina y llegaba al salto Iguaz�; otra desde el salto Iguaz� pasaba a la regi�n del Guaira; una continuaci�n de la misma, desde el salto Iguaz�, llegaba a Pareja, para ir a la Sierra del Tap�, donde hab�a otra naci�n confederada; de la sierra de los tapes segu�a hasta la costa del mar, como otra que probablemente sal�a de la Isla de los Patos.

Desde el Pareja, sal�a otra v�a que llegaba seguramente hasta cerca de Asunci�n, probablemente por Lambaree centro de los carios. Por fin, otra v�a, de Pareja o sea de Iguaz�, sal�a tomando una direcci�n nordeste, pasaba a visitar a los tobatines y, por el territorio de los tarumaes, pon�a seguramente en comunicaci�n a los itatines con todo el resto de la confederaci�n.

Estos caminos ten�an centros donde se cruzaban, en un lugar bien escogido, como la cumbre de un cerrito, o una gruta, un lugar cualquiera donde se pudiese depositar las correspondencias. De esta manera se facilitaba grandemente la comunicaci�n,

Por ejemplo, para valerme de un caso que ha permanecido hasta los �ltimos siglos, el correo que bajaba del Guaira o del Matto Grosso no ten�a necesidad de llevar las correspondencias hasta el Alto Uruguay, sino que las dejaba en un paraje a medio camino y el correo que del sur venia por el Alto Paran� las recog�a de un islote muy conocido llamado Pareja, y all� dejaba la correspondencia que tra�a de la parte del sur".

Pareja, en guaran� - Pareh�, seg�n la ortograf�a moderna - significa posta y correo.

El primer problema que se nos plantea es el de saber si esta red, acerca de la cual Bertoni no nos da sino indicaciones muy generales de las que precisaremos algunas m�s adelante, proven�a realmente de los guaran�es. Lo podemos dudar, por tres razones.

En primer lugar, como muy bien lo dice el historiador paraguayo Cardozo, �stos,

"en tiempos de la conquista, no hab�an salido todav�a de la Edad Neol�tica: sus costumbres, sus herramientas, su organizaci�n social estaban se�aladas por las caracter�sticas de aquella edad de la humanidad.

"A pesar de que su lenguaje ya ten�a vocablos designativos del oro (cuarepotyy�), de la plata (cuarepotyf�n), del cobre (cuarepotyp�) y del hierro (cuarepoty), no existe ning�n recuerdo en ning�n documento de aquella �poca de que se haya encontrado en poder de ellos instrumento de metal alguno. Sus herramientas eran de piedra."

Lo cual, entre par�ntesis, indica que los guaran�es conoc�an los metales que no trabajaban, luego que estaban en contacto con un pueblo que lo hac�a, vale decir, pues era el �nico, con el del Altiplano.

Ser�a realmente muy sorprendente que tribus neol�ticas hubieran inventado el medio ingenioso, que nos describe Bertoni, de construir con poco esfuerzo caminos permanentes. Ser�a m�s extra�o a�n que hubiesen experimentado la necesidad de v�as de comunicaci�n tan extensas. Los primitivos m�s bien tienden a aislarse de vecinos siempre peligrosos.

Es altamente improbable, por lo dem�s, que los guaran�es hayan jam�s constituido una confederaci�n. Todo lo que sabemos de ellos, y hasta el nombre que se daban - guaran� significa guerrero - indican que sus tribus cultivaban asiduamente el arte de la guerra. Es �sta nuestra segunda raz�n de dudar de que se les pueda atribuir una red caminera tan compleja.

M�s todav�a: el P. Cataldino nos cuenta que los indios no utilizaban nunca el camino principal que iba de la costa del Atl�ntico a la desembocadura del Iguaz�,

"sin duda en reverencia de las sagradas plantas que lo hollaron", agrega el P. Lozano.

M�s probablemente por tratarse de un Cancino "oficial" reservado, anteriormente, a los vikingos y a sus correos.

Estas dos primeras razones pueden discutirse. La tercera, por el contrario, es definitiva. Para que haya posta, correos y correspondencia que se pueda dejar en un lugar convenido, el uso de alguna forma de escritura es indispensable.

Ahora bien: los guaran�es no ten�an ninguna, ni alfab�tica, ni ideogr�fica, ni mnem�nica siquiera. Por lo tanto, si no los caminos, por lo menos la posta hab�a sido creada por otro pueblo que dispon�a de alg�n medio de trasmisi�n del pensamiento. La red de senderos herbosos que cubr�a el Paraguay propiamente dicho, el Guayr� y los actuales estados brasile�os del Sur deb�a, pues, de haber sido construida por un pueblo civilizado.

Los dos caminos principales de esta red (cf. Mapa, al final del volumen) iban de la costa del Atl�ntico, a trav�s del Guayr�, a la confluencia del Iguaz� y el Paran�, vale decir a las famosas cataratas.

Tenemos, en lo que ata�e al primero, algunos datos precisos. Era, en efecto, seg�n los cronistas jesuitas, el que hab�a tomado Pay Zum� para llegar al Paraguay y las tradiciones ind�genas lo recordaban; sin hablar, hasta hoy, de la toponimia.

Los jesuitas, por lo dem�s, hab�an encontrado algunos de sus tramos que nos describen las Cartas Aminas resumidas por el P. Lozano:

"Por esta provincia (la de Tayaoba, en el Guayr�) corre el camino nombrado por los guaran�es Peabir� y por los espa�oles de Santo Tom�, que es el que trajo el glorios�simo ap�stol por m�s de 200 leguas, desde la capitan�a de San Vicente, en el Brasil, y tiene ocho palmos de ancho, en cuyo espacio s�lo nace una yerba muy menuda que lo distingue de toda la dem�s de los lados, que por la fertilidad crece a media vara, y aunque agostada la paja, se quemen los campos, nunca la yerba de dicho camino se eleva m�s".

Y m�s adelante:

"Por �ltimo, donde se ven clar�simas se�ales de la venida y predicaci�n de Santo Tom� a la Am�rica, es en la gobernaci�n del Paraguay, de donde infiero, fue el ap�stol que a la naci�n guaran� y a muchas de sus confinantes, anunci� la doctrina del cielo.

Son tan claras 'estas se�ales, que en sentir de los autores del Ymago primi saeculi, lib. 1, cap. 2, en Annuis litteris Paraguariae 1626 et 1627, fol. 109, no admiten g�nero de duda. La primera es el c�lebre camino, llamado de Santo Tom�, que corre muy seguido desde el Brasil hasta la provincia de Tayaoba, situada en el Guayr�, que toca a dicho gobierno.

Tiene ocho palmos de ancho, en cuyo espacio s�lo nace una yerba muy menuda, siendo as� que por ambos lados, crece toda muy alta, y aun agostados. los campos, se queme la paja y vuelva a nacer, y criarse muy viciosa por la humedad del terreno, fomentado del sol ardient�simo, la del dicho camino nace siempre y se cr�a en la misma forma".

Nadie, por lo dem�s, ha puesto jam�s en duda la existencia de este camino.

Jim�nez de la Espada, aun �l, adversario sin matices de las tradiciones recogidas por los jesuitas, no vacila en darnos, al respecto, un testimonio tanto m�s precioso cuanto que proviene de un esc�ptico:

"He visto y transitado en mis viajes por las selvas americanas, no uno, sino muchos sitios semejantes al descripto por aquel misionero" (el P. Ruiz de Montoya).

Por lo tanto, a�n exist�an, en el siglo XIX, caminos del tipo de los que describen las Cartas Annuas.

Seg�n las indicaciones geogr�ficas que nos dan estas �ltimas respecto del itinerario de Pay Zum�, este sendero que los indios llamaban Peabir�, "Camino Mullido", en guaran�, sal�a de San Vicente, en el Golfo de Santos, y se dirig�a hacia el pueblo que lleva todav�a hoy el nombre malsonante de Avar� (el desagradable apodo del Padre Gnupa), a 270 km a vuelo de p�jaro, al noroeste.

De all�, se desviaba hacia el oeste y luego hacia el noroeste, pasaba por las actuales ciudades de Ourinhos, donde cruzaba el Paranapan� (hoy, Paranapanema), Cambar� y Proc�pio, atravesaba el r�o Tibag�, alcanzaba a Londrina y, por Apucarana, despu�s de franquear el Huybay (hoy en d�a Ivai), la villa que se llama a�n hoy Peabir�. Segu�a despu�s, en direcci�n sur-sudoeste, hasta la desembocadura del Iguaz�.

O sea, a vuelo de p�jaro, un recorrido de 1000 km.

El P. Lozano habla de "m�s de 200 leguas", vale decir de m�s de 1100 km, lo cual coincide perfectamente. Este camino .es, tan l�gico que es hoy en d�a, grosso modo, el que sigue, hasta Maring�, la v�a de ferrocarril Santos-Guayr�. De ser cierto que improntas de pie se encontraban en el valle del Para�ba, el camino en cuesti�n deb�a de prolongarse, hacia el norte, hasta el puerto actual de Sao Jo�o da Barra, a unos 30 km del Cabo Santo Tom�.

El P. Ruiz de Montoya hab�a establecido un mapa detallado del Peabir� que, desgraciadamente, se perdi�.

Antonio de Pinelo lo menciona en su obra El Parayso en el Nuevo Mundo, escrito en 1636, que cita Jim�nez de la Espada:

"El Padre Ruiz de Montoya viniendo a esta Corte trajo un mapa de todas ellas (las misiones), bien delineado, se�alando en �l este notable camino. Despu�s, en el libro que sac� a luz; explic� mejor esta tradici�n".

La Conquista espiritual es de 1639. El mapa en cuesti�n era, por lo tanto, anterior a esta fecha.

El otro camino sal�a de la costa, al norte de la isla de Santa Catalina y en direcci�n noroeste, alcanzaba el Iguaz�. Es �sta la ruta que siguieron Alejo Garc�a, un portugu�s al servicio de Espa�a, cuando la famosa expedici�n de 1521-26 que lo llev� a Potos�, en el Per� (actual Bolivia), y Alvar N��ez Cabeza de Vaca, gobernador del R�o de la Plata, quien, en 1541, la tom� para ir a Asunci�n a asumir su cargo.

Respecto de esta parte del itinerario de Alejo Garc�a, s�lo tenemos algunas indicaciones generales. Conocemos muy bien, por el contrario, el camino seguido por N��ez Cabeza de Vaca, merced a los relatos de viaje que dejaron el gobernador y su secretario, Pedro (o Pero) Hern�ndez.

La isla de Santa Catalina ya estaba poblada, en aquella �poca, no solamente por indios guaran�es, sino tambi�n por los n�ufragos de la expedici�n de Sol�s (Alejo Garc�a hab�a sido uno de ellos) a los cuales se hab�an unido algunos compatriotas.

Constitu�a una escala obligada para los buques que iban al R�o de la Plata. N��ez Cabeza de Vaca desembarc� en el lugar y mand� a uno de sus lugartenientes, Pedro Dorantes, con algunos arcabuceros, a reconocer el "camino de tierra firme" que deb�a de conducirlo a Asunci�n.

Dorantes volvi� tres meses y medio despu�s. Hab�a alcanzado el r�o Itabuco, al norte de la isla, y hab�a encontrado all� un camino trazado, accesible para los infantes y "menos fatigoso" para la caballer�a.

Con 250 hombres y treinta caballos, N��ez Cabeza de Vaca desembarc� al norte del Itabuco. La columna pas� sucesivamente por las aldeas de los caciques Cipopay, A�anir� y Tocaguaz�.

Lleg� a las fuentes del Iguaz� y, luego, del Tibaxiva (Tibag�) y del Tacuar�, en cuya orilla encontr� la aldea del cacique Abangoby, y, unos d�as m�s tarde, entr� en el pueblo de Tocangucir donde el piloto tom� la altura: 24� 30' de Latitud Sur.

Alcanz� despu�s las fuentes del Piquir� (Pequir�) y, luego, el Iguaz� que orill� hasta el Paran� (cfk. Mapa al final del volumen).

Este camino se hizo cl�sico, posteriormente, para los espa�oles que lo utilizaron, aun despu�s de la segunda fundaci�n de Buenos Aires, para ir del Atl�ntico al Paraguay y al Per�. As� el Virrey Garc�a de Mendoza autoriz� su empleo, por ordenanza de 1592 (71), para ir a Espa�a por el Paraguay.

En 1607, Hernando Arias de Saavedra, gobernador del R�o de la Plata, recomendaba al Rey de Espa�a el poblamiento de las provincias de Santa Catalina y Santa Cruz, camino �ste,

"muy breve... para llevar la plata de Potos�".

Agregaba, en otra carta del mismo a�o, que al adoptar este camino,

"se ahorrar�an grandes gastos... (pues) desde Potos� lo m�s se puede andar con carretas".

Estos dos caminos, el del norte - el Peabir� - y el del sur, preferido por los espa�oles porque, contrariamente al primero, no cruzaba territorio portugu�s, los conocemos, por lo tanto, en sus l�neas principales por testimonios precisos.

Sabemos, sin embargo, mucho m�s, lo vamos a ver, gracias a nuestro descubrimiento de un mapa precolombino - m�s exactamente, un portulano - respecto del camino que conduc�a de la desembocadura del Iguaz� a Paragua�, la actual Asunci�n. Pero, antes de abordar este punto, debemos se�alar que la elecci�n, como puertas de acceso al Guayr�, del Golfo de Santos y de la isla de Santa Catalina era perfectamente l�gica.

Por un lado, se trataba de radas bien abrigadas; por otro, la excelente bah�a de Paranagu� que utilizaron m�s tarde espa�oles y portugueses est� rodeada por las monta�as de la Sierra de Curitiba, lo que habr�a planteado a la "Vialidad" precolombina problemas de dif�cil soluci�n.

Precisemos tambi�n que las dos rutas en cuesti�n de seguro no eran las �nicas que atravesaran el Guayr�. Sabemos, por ejemplo, que Hernando de Salazar, en 1552, y Hernando de Trejo, en 1555, en su viaje de Santa Catalina a Asunci�n, abandonaron a orillas del Ivai el camino seguido por N��ez Cabeza de Vaca y bajaron por el r�o hasta el Paran�.

Este itinerario, los indios no lo desconoc�an, seg�n parece. La mitolog�a guaran� ha conservado, en efecto, el recuerdo del Para�so Perdido, de una "Tierra sin Males": una isla donde se halla la "Casa de nuestra Abuela" y un lago al que conduce el "Camino de los Dioses", ubicados, a veces m�s all� de los mares, otras veces hacia el oeste, vale decir en el Per�, all� donde fueron a buscarlos las grandes migraciones de principios del siglo XVI.

Esta contradicci�n geogr�fica resulta comprensible si pensamos que los vikingos, llegados del este, se hab�an establecido al oeste de los territorios guaran�es y que los indios conoc�an perfectamente la existencia de los pueblos civilizados del Altiplano y, en particular, lo indica la menci�n de un lago y una isla, del de Tiahuanacu.

Fue por los ind�genas de la isla de Santa Catalina que Alejo Garc�a oy� hablar de Potos� y de sus minas de plata, y fue en la costa que se le indic� el camino a seguir. O uno de los caminos: tal vez no sea por casualidad, en efecto, que Ivai, el nombre del curso de agua por el que bajaron Salazar y Trejo y cerca del cual se encuentra la villa de Peabir�, significa "R�o del Para�so".

Ahora bien: la isla del Para�so era para los espa�oles, ya lo hemos visto, uno de los avalares del Dorado.


4. El portulano de piedra de Yvytyruz�


Pudimos identificar, a unos 20 km de Villarica, en el Paraguay, una de esas encrucijadas, uno de esos Pareh� que menciona Bertoni.

Le vamos a dedicar �ntegramente nuestro pr�ximo cap�tulo, en el cual veremos que la m�tica "Confederaci�n guaran�" no ten�a nada que ver en el asunto. Pero no podemos esperar para hablar del mapa que encontramos all�.

En una pared cubierta de petroglifos que constituye el "cartel indicador" de la encrucijada en cuesti�n figura, en efecto, un dibujo grabado en la roca al que no es f�cil, a primera vista, atribuir un sentido aceptable. Se trata de un conjunto geom�trico constituido por un c�rculo central del que se desprenden seis l�neas rectas que terminan c�rculos de dimensiones variables, adem�s de un c�rculo adicional que duplica uno de los anteriores y del que parte una l�nea sin fin.

Dos de estas rectas, casi verticales, se prolongan mutuamente, con una ligera distorsi�n angular. Las otras cuatro se abren en abanico a la izquierda de las anteriores (cf. L�m. IX y Fig. 15).

En un primer momento, se podr�a pensar en un sistema planetario, pero esta hip�tesis no resiste el menor an�lisis, pues el petroglifo en cuesti�n no corresponde ni a la realidad del cosmos tal como lo conocemos, ni a la imagen que pod�an hacerse del cielo los astr�nomos pre-copernicanos, fueran ignorantes o sabios. Dicho con otras palabras, la figura no se parece a nada.

S�: se parece a un portulano.

No es nuestro prop�sito resumir aqu� la historia de la cartograf�a. Pero tenemos que recordar que, en la Antig�edad griega y romana, se utilizaban, al margen de los mapas geogr�ficos del tipo de los de Marino de Tiro y de Ptolomeo, "mapas camineros" que se limitaban a indicar, en una l�nea recta, las etapas y los principales accidentes del pa�s.

Los de Roma eran a menudo un tanto m�s complejos y representaban, siempre en forma de l�neas rectas, los cambios de direcci�n y las ramificaciones de las famosas calzadas.

El sistema se aplic�, en la Edad Media - y tal vez no fuera novedad - a los mapas mar�timos. De ah� el portulano, o "mapa de rumbo", cuyo m�s antiguo ejemplar conocido figura en �l Historia eclesi�stica de Ad�n de Bremen, que data del siglo XI.

Las direcciones y las distancias - estas �ltimas calculadas en d�as de navegaci�n - son indicadas por l�neas rectas que salen de un centro. Los incas, al contrario de los aztecas que utilizaban mapas cl�sicos, recurr�an al mismo procedimiento para situar, con respecto al Cuzco, las cuatro provincias de su imperio.

Pensamos entonces que el misterioso petroglifo bien podr�a ser un portulano terrestre o, si se prefiere, un "cartel de se�alizaci�n", como los que se encuentran hoy d�a en las encrucijadas de nuestras carreteras, con, adem�s, una representaci�n lineal de las distancias. Un primer intento de aplicar la figura sobre un mapa del Paraguay, con su centro en Yvytyruz�, no dio resultado coherente alguno.

Recordamos entonces que el hecho de colocar el norte en la parte alta del mapa no pasa de una convenci�n; que los chinos y, a imitaci�n de ellos, muchos cart�grafos europeos del siglo xvi pon�an el sur en dicho lugar y los aztecas, el este.

Aqu�, nos dimos cuenta de inmediato que el grabador del portulano hab�a procedido como estos �ltimos.


Aplicado correctamente en el mapa (cf. Fig. 15), nuestro portulano de piedra indica, del este al oeste:

  • la con fluencia del Paran�, el Monda�, en su orilla derecha (provincia del Paraguay), y el Iguaz�, en su orilla izquierda (l�mite sur de la provincia del Guayr�)

  • un lugar no identificado, en el brazo sur, que nace en Cerro Morot�, de Acaray-Guaz�, afluente del Paran�

  • Cerro Morot�

  • Paragua�, la actual Asunci�n, en la confluencia de los r�os Paraguay y Pilcomayo, cerca de la cual se encontraba la pir�mide - o dolmen - de Tacumb� y sus "huellas de Pay Zum�"

  • la villa de Guarambar�, sobre el Paraguay

  • por fin un punto no identificado de dicho r�o, a 50 km a vuelo de p�jaro al sur de Asunci�n

Si tomamos en cuenta las vueltas que imponen los accidentes del terreno, las distancias relativas son correctas.

Las direcciones est�n indicadas como una aproximaci�n que no ten�an los mapas espa�oles del siglo XVIII. Y los caminos correspondientes - "caminos naturales", dice el mapa del Instituto Geogr�fico Militar Argentino - existen a�n hoy, por lo menos en gran parte.

Despr�ndese de nuestro descubrimiento que Yvytyru era, en una �poca indeterminada - por el momento - anterior a la Conquista, un nudo caminero - un Parcha - de Peabir�.

Situado en el centro geogr�fico del Oriente paraguayo, a igual distancia de los dos grandes r�os que rodean en tres de sus lados, su portulano indicaba la ruta del Guayr� y el Atl�ntico, la de Cerro Morot� que deb�a de ser entonces una villa importante, y la de Asunci�n punto de partida de los caminos que llevaban al Per�.

Yvytyruz�, por lo dem�s, no perdi� su papel en la �pica de la Conquista, lo cual confirma el hecho de que espa�oles se limitaron a utilizar una red caminera preexistente.

D�as de Guzm�n, al describirnos el itinerario de Alvar N��ez Cabeza de Vaca, precisa que el gobernador, a partir de la desembocadura del Iguaz�,

"con la vuelta del Poniente, por un r�o llamado el Monday; y. lleg� a la comarca de la Sierra de Ihitirucu..."

Era �sta la ruta normal para alcanzar a Asunci�n desde el Guayra"


5. Los caminos del oro y la plata


No fue por casualidad, evidentemente, que los espa�oles establecieron en Paragua�, de la que hicieron Asunci�n la capital de la gobernaci�n del Plata que se extend�a al sur, hasta Buenos Aires y, al este, hasta el Atl�ntico.

Paragua� era, en efecto, antes de la Conquista, el centro de comunicaci�n m�s importante de la Am�rica del Sur oriental, de donde part�an, acabamos de verlo, el camino que, por Yvytyruz�, se dirig�a hacia la costa que alcanzaba en dos puntos, de f�cil acceso por v�a terrestre, donde los buques de alta mar encontraban una rada segura; el Golfo de Santos y la isla de Santa Catalina; el (camino?) que orillaba el r�o Paraguay, en particular hacia el (norte?) y el que segu�a el curso del Pilcomayo - a�n existe en parte - y llegaba a Potos� y, m�s all�, al Lago Titicaca, en un punto muy cercano a un pueblo que, notable coincidencia, se llama Guaki o Guayki.

Sin hablar del r�o que desembocaba, al sur, en el R�o de la Plata y permit�a, al norte, alcanzar los Xarayes, en el actual Matto Grosso. Este �ltimo detalle reviste para nosotros una especial importancia, pues era por el norte que pasaban las rutas que los espa�oles siguieron para ir del Paraguay y, por lo tanto, del Atl�ntico al Per�.

La primera expedici�n fue la de Alejo Garc�a quien, salido de Santa Catalina con cuatro compa�eros, reclut� a 2000 indios en la regi�n de Paragua� y los llev�,

"a la parte del Poniente a descubrir y reconocer aquellas tierras, de donde tra�an muchas ropas de estima y cosas de metal, as� para el uso de la guerra, como de la paz".

Este verdadero ej�rcito subi� a lo largo del Paraguay hasta un promontorio - el Pan de Az�car - que dominaba el r�o en el lugar que m�s tarde se llamar� San Fernando, unas leguas al sur de Santa Mar�a de la Candelaria.

Desde all�, atravesando la provincia de Santa Cruz, alcanz� los contrafuertes de los Andes y penetr� en territorio incaico hasta Tomina y Tarabuco. Pero los charcas, vasallos de los incas, los rechazaron. Garc�a tuvo que emprender la vuelta. El y sus compa�eros espa�oles fueron muertos, en el Paraguay, por los ind�genas.

La segunda expedici�n no tuvo mejor suerte. Pedro de Mendoza, que acababa de fundar a Buenos Aires por segunda vez, mand�, en 1536, a su Alguacil Mayor, Juan de Ayolas, en misi�n de reconocimiento hacia el norte.

Este, con unos 170 hombres, subi� por el Paran� y, luego, por el Paraguay hasta la Candelaria donde encontr� a un indio, antiguo esclavo de Alejo Garc�a, que prometi� llevarlo a la Sierra de la Plata, vale decir a Potos�.

Con 137 hombres, el Alguacil Mayor se lanz� a trav�s del Chaco. Alcanz� el Alto Per�, junt� un considerable bot�n de oro y plata, pero tropez� con fortalezas - probablemente las que los incas hab�an edificado despu�s de la incursi�n de Alejo Garc�a - y, atacado por los indios, desapareci� para siempre.

En 1539, el general Domingo de Irala sali� en busca de Ayolas y, con 280 espa�oles y un fuerte partido de auxiliares indios, entr� en el Chaco por San Sebasti�n, ocho leguas antes de llegar a la Candelaria.

Citemos aqu� la relaci�n an�nima de uno de los miembros de la expedici�n:

"El primer d�a que nos partimos hallamos el camino bueno y otro d�a hallamos el camino bueno anegado y mal camino, tanto que hubo muchos d�as que no hallamos tierra enxuta para poder reposar... (por) las aguas que cada d�a llov�a".

Por lo tanto, se trataba de un camino trazado que las lluvias de verano - la expedici�n hab�a tenido lugar en febrero - hab�an hecho intransitable. Irala tuvo que volverse, no sin haberse enterado, por los indios de la regi�n, de cu�l hab�a sido la suerte de Ayolas.

La cuarta expedici�n, a las �rdenes del gobernador Alvar N��ez Cabeza de Vaca en persona, sigui�, en 1549, un itinerario distinto que nos se�ala otra ruta.

Subi� por el Paraguay hasta el lugar donde fund� Puerto de los Reyes y, luego, penetr� en la selva, hacia el oeste, por un sendero que deb�a conducirla a la Sierra de la Plata. Pero sus v�veres se agotaron en pocas semanas y, sin medio alguno de renovarlos, N��ez tuvo que retroceder y volvi� a Asunci�n.

No por ello la ruta de los Xarayes dejaba de ser v�lida y los guaran�es la conoc�an perfectamente, pues m�s de una vez, en el curso de los cien a�os anteriores, la hab�an utilizado para ir a atacar el imperio de los incas. Nufrio de Chaves lo comprob�, en el lugar, en 1559: un indio le indic� el camino seguido por los guaran�es hasta el r�o Guapay, vale decir hasta las puertas de la actual ciudad de Santa Cruz.

A los tres caminos que acabamos de mencionar, el del Pilcomayo, el de la Candelaria (o de San Fernando) y el de Puerto de los Reyes, corresponde agregar el de Guarepot� (actualmente Rosario) del que queda a�n hoy un trecho de unos 150 km.


6. La toponimia danesa del Paraguay y el Guayr�


La presencia hist�rica de los vikingos en el Paraguay y el Guayr� encuentra confirmaci�n en un documento de suma importancia: un mapa del que reproducimos (cf. Fig. 16) la parte que nos interesa y que fue enviado a Roma por el P. Diego de Torres, provincial de la Compa��a de Jes�s, con su Carta Annua del 17 de mayo de 1609.

Se trata sin duda alguna de una recopilaci�n de datos de fuentes diversas, como lo prueba la ortograf�a portuguesa - Taquar� - del nombre del r�o Tacuar�, afluente del Paranapan�.

Hay buenas razones para pensar que algunos de ellos proven�an del P. Cataldino, explorador y colonizador italiano del Guayr�, largamente mencionado en el cap�tulo III.

Notamos, en efecto, que el Mara��n - el Alto Amazonas - lleva, en este mapa, el nombre del primer navegante espa�ol, Orellanada, que lo recorri�, pero que este nombre est� escrito Oregliana, al modo italiano.


En este documento, vemos figurar, como centro supuesto de todo el sistema hidrogr�fico sudamericano, el m�tico lago de los Xarayes en el cual desemboca el Madeira, recolector de los r�os peruanos, y donde nacen el Paraguay y el Amazonas.

El Guayr� a�n se conoce bastante mal: los jesuitas apenas si empiezan a explorarlo con el prop�sito de instalar futuras reducciones, lo que har�n unos a�os m�s tarde.

S�lo se ven tres de los cuatro cursos de agua principales que nacen en la provincia y desembocan en el Paran�:

  • el Paranapan�, que figura con el nombre de Toeanguaz�

  • el Pequir�, muy reducido, lo cual parece indicar que s�lo se lo conoc�a en funci�n de las villas de Ciudad Real y Guayr�, situadas en su desembocadura, y del pueblo de Pequir�, en su fuente presumida

  • el Iguaz�

Falta el Iva�, cuya importancia hemos se�alado m�s arriba.

Conforme a la usanza de la �poca, el cart�grafo mencion� en lat�n las indicaciones geogr�ficas generales. Los nombres de lugar, de curso de agua y de tribu est�n en castellano o en un guaran� aproximado (por ejemplo, Iguz� por Iguaz�).

Pero hay cuatro excepciones que s�lo resultan comprensibles en el marco de nuestro estudio.

La primera es la palabra Weibingo que figura, justo encima del r�o Paraguay, en su intersecci�n con el Tr�pico de Capricornio, vale decir aproximadamente en la desembocadura del r�o Ypan�. Este vocablo no pertenece a ninguno de los tres idiomas del, mapa. Pero s� tiene un sentido clar�simo en dan�s. En efecto, est� compuesto de vej, camino, y vink, se�al, o vinkel, �ngulo.

Estas dos �ltimas palabras, por lo dem�s, tienen la misma ra�z. Precisemos que, en aquel entonces, se escrib�an constantemente la b y la v una por otra y que, en escritura r�nica tard�a, la k y la g se expresaban con el mismo car�cter. En fin, la w, para representar el primer sonido v no nos debe sorprender. Hab�a, en aquel tiempo, varios jesuitas austr�acos en la provincia del R�o de la Plata.

Probablemente uno de ellos colabor� en la confecci�n del mapa. Tenemos, pues: Se�al del Camino o �ngulo del Camino: el lugar donde el camino del Per� gira, en efecto, del norte al oeste.

La segunda palabra se encuentra al sur del Parana-pan� (aqu�, Tocanguaz�) y al oeste de su afluente el Taquar�. En ese lugar, notamos dos nombres. Uno de ellos, Abangobi, es vocablo guaran� mal ortografiado y significa "Multitud de indios", de hovi, amontonar, y aua indio.

En las trascripciones de la �poca, la h aspirada se escrib�a generalmente g. La otra palabra, Tocanguzir, es danesa. Viene de toga, genitivo plural de tog, expedici�n - la n es evidentemente fon�tica, como en Abangobi - y husir, nominativo plural de hus, casa. Significa, pues, "Casas de las Expediciones". La forma de estos dos vocablos unidos bastar�a para excluir toda posibilidad de que se tratara de dan�s moderno.

En el siglo XVII, hac�a tiempo que las declinaciones hab�an desaparecido. Tocahusir, por lo tanto, es indiscutiblemente un vocablo norr�s.

Mencionemos que Weibingo, Tocanguzir y Abangobi est�n acompa�ados de un mismo signo: un peque�o c�rculo que no se halla en ning�n otro lugar del mapa y que simboliza, pues, algo distinto a todo lo dem�s. Desgraciadamente, no sabemos qu� a ciencia cierta. A lo m�s podemos suponer que se trata de aldeas.

El signo que representa las villas espa�olas est� constituido, en efecto, de un c�rculo id�ntico y de los dos campanarios de una iglesia que lo rodean y dominan.

Tenemos algunas buenas razones para pensar que nuestro cart�grafo cometi� un error al situar Abcmgobi y Tocanguzir cerca del Paranapan�, en una regi�n que conoc�a muy mal, por lo dem�s, puesto que coloca el r�o Taquar� al oeste del Tibag� cuando se encuentra, en realidad, al este. Ahora bien: sucede que Tocanguzir figura - ortografiado Tocangusir - en la relaci�n de viaje de Alvar N��ez Cabeza de Vaca.

Se tratar�a, ya lo hemos visto, del nombre de un cacique cuya tribu estaba establecida a diez d�as de marcha del r�o Tacuar� donde, efectivamente, en direcci�n al Pequir�, el mapa lleva la inscripci�n. Confundir una tribu, su �efe y su aldea, esto no tiene nada de sorprendente por parte de un espa�ol recientemente desembarcado que lo ignoraba todo del guaran� y estaba acostumbrado a ver a los nobles de Europa usar nombres de tierra.

El mismo fen�meno se produce cuando Cabeza de Vaca menciona al cacique Tocanguaz� (su secretario, Pedro Hern�ndez, escribe: Tocaguaz�), hallado entre Santa Catalina y las fuentes del Iguaz�. Cosa rara, el cart�grafo jesuita hace de Tocanguaz� el nombre del Paranapan�.

Para quien mire un mapa exacto (cf. Mapa al final del volumen), la explicaci�n de este doble error es sencill�sima: hay, en el Guayr�, dos r�os Tacuar�. Uno es un afluente del Paranapa-nema el otro, un tributario del Tibag�. N��ez Cabeza de Vaca se refer�a a este �ltimo. Pero el autor del mapa de 1609 lo confundi� con el primero. De ah� un desplazamiento hacia el norte que explica igualmente el nombre de Tocanguaz� atribuido equivocadamente al Paranapanema.

N��ez Cabeza de Vaca encontr� a Tocanguaz�, o Tocaguaz�, ya lo hemos visto, antes de llegar a la fuentes del Iguaz�. El cart�grafo deb�a, por lo tanto, colocar esta palabra al este de Abangobi y de Tocanguzir. Lo hizo.

�Pero por qu� haber dado este nombre a un r�o? Simplemente porque se parec�a a Iguaz� y que un curso de agua as� denominado deb�a hallarse en la regi�n, mientras que el verdadero Iguaz� estaba mucho m�s al sur.

Guaz�, en guaran�, significa "grande" y figura abundantemente en la topograf�a de la zona. Iguaz� quiere decir "Agua Grande" o "R�o Grande". Pero las dos primeras s�labas de Tocaguaz� no tienen sentido alguno en la lengua local: constituyen, ya lo hemos visto, el genitivo plural de un vocablo dan�s. Es probable, pues, que la palabra pertenezca a la toponimia vikinga. Es as�, efectivamente.

Sin embargo, guaz� no es dan�s. La explicaci�n es m�s extra�a: se trata de la deformaci�n por los guaran�es de un t�rmino quichua: huasi, casa, que, a su vez, constituye una deformaci�n, por los indios del Altiplano, del dan�s hus.

Tocaguaz� viene de Tocahuasi que viene de Togahusir que ya hemos encontrado. El mismo nombre, con dos formas distintas, de la cual una es directamente norresa mientras que la otra muestra la influencia sucesiva del quichua y del guaran�, se halla, pues, dos veces en el mapa jesu�tico.

Es en la zona del verdadero Iguaz� que figura el cuarto vocablo dan�s del mapa en cuesti�n, a�n m�s claro que los anteriores. Lo encontramos en el �ngulo formado por los r�os Pequir� e Iguaz�, sin ning�n signo que justifique su presencia: Storting, "Gran Asamblea", que viene del norr�s stor, grande, y thing, asamblea.

El sonido th no existe en guaran�, lengua en la cual el t�rmino lleg� a los o�dos del cart�grafo.

Notemos que el Parlamento noruego se llama, a�n hoy, Storting.


Todo deja suponer, por lo tanto, que "Tocaguaz�" y "Tocanguzir" constitu�an, primitivamente, albergues de etapa, semejantes a los tampu incaicos y preincaicos, situados en la ruta vikinga que iba de Santa Catalina a la desembocadura del Iguaz�, cerca de la cual se encontraba un lugar de reuni�n, y, m�s all�, por Yvytyruz�, a Paragua� (Asunci�n) y, por tres o cuatro itinerarios convergentes, al Per�.

As� la red de los "Caminos Mullidos" se conectaba con los Caminos Reales del imperio de Tiahuanacu de los que no era sino la prolongaci�n hacia el Atl�ntico.

La construcci�n, por cierto, era distinta, como lo era la naturaleza del terreno.

En la selva tropical, una ruta pavimentada hubiera sido r�pidamente destruida por el empuje de las ra�ces. Merced a su ingeniosa t�cnica, los daneses hab�an sabido resolver, en el Paraguay y en el Guayr�, un problema dif�cil que no se planteaba en el Altiplano.

�Los autores del mapa de 1609 se hab�an dado cuenta del origen de los topon�micos que hab�an relevado? Parece que no, pues las Cartas Annuos no los alude en absoluto. En Europa, por el contrario, algunos sab�an muy bien a qu� atenerse al respecto.

En el globo terr�queo construido por Vulpius en 1542 (cf. Fig. 17), la costa de Santa Catalina lleva, en efecto, el nombre revelador de Costa Do�eo, vale decir muy exactamente, en el lat�n de la �poca, Costa Danesa.


7. El acceso al Atl�ntico


La reconstrucci�n, tal como acabamos de hacerla, de la red caminera que vinculaba a Tiahuanacu con la costa del Atl�ntico confirma lo que dijimos en el cap�tulo anterior: el Padre Gnupa sigui�, cuando su viaje hacia el Altiplano un camino permanente y transitado que, por lo dem�s, no era el �nico.

Llegados al Per� a trav�s de Venezuela y Colombia, los daneses no hab�an tardado en establecer una v�a de comunicaci�n m�s c�moda con el Atl�ntico y, por el Atl�ntico, con Europa de donde proven�an. El Amazonas, por cierto, era utilizable, y lo empleaban.

Pero el clima deb�a de hacerles muy penosa la navegaci�n por este r�o ecuatorial. Por el sur, el itinerario era m�s largo, pero m�s agradable.

M�s seguro, tambi�n, probablemente. Los espa�oles lo adoptaron, m�s tarde, por las mismas razones.


V. La posta vikinga de Yvytyruz�


1. Las avispas protectoras

A unos 12 km a vuelo de p�jaro al este de Villarica, en el Oriente paraguayo, y a 20 km o m�s de esta ciudad por un p�simo camino de tierra, se encuentra la Sierra de Yvytyruz�, un peque�o macizo monta�oso de alrededor de 4 km por 2,5.

Tiene la forma de una media luna y sus puntas norte y sur est�n orientadas hacia el este. En el centro de la apertura que �stas dibujan est� situada una gran roca de unos 30 m de alto, llamado Cerro Polilla o Cerro Pelado, que constituye una especie de avanzada del conjunto.

El bloque, alargado, tiene dos paredes: una, al oeste, mira hacia la Sierra; el otro, al este, domina de un centenar de metros la llanura que lo rodea y que circunscriben, al sur, la Sierra Monte Rosario y, al este y al nordeste, la Cordillera de Caaguaz�.

Las dos paredes est�n unidas por un peque�o t�nel que se abre en el fondo de una gruta natural situada al oeste. En la cima de la roca, se ve una especie de altar tallado, de mano de hombre, en la piedra. La pared occidental del bloque, el interior de la gruta y los dos lados de la salida oriental del t�nel est�n cubiertos de dibujos y de inscripciones.

Cerro Polilla y sus "pinturas", como dicen los escasos habitantes de la zona, por cierto no fueron descubiertos por nosotros, aunque fuimos los primeros en estudiarlos seriamente. Los espa�oles del tiempo de la Conquista deb�an de conocerlos, puesto que la ruta que, desde el Atl�ntico, conduc�a a Asunci�n pasaba, ya lo vimos, por Yvytyruz�.

El coronel Fawcett menciona, por referencia, en sus notas de viaje de 1910, las inscripciones, redactadas en un idioma desconocido, cuya existencia se le se�alaba cerca de Villa Real: simple lapsus, puesto que no existe ninguna ciudad con este nombre en el Paraguay.

Pero, en aquella �poca, hac�a tiempo que el �rea se hab�a convertido en un coto de caza de los guayak�es, s�lo accesible para expediciones fuertemente armadas. No hace m�s de unos cuarenta a�os que se la puede otra vez recorrer sin peligro, por lo menos cuando las inundaciones cr�nicas de la estaci�n de las lluvias no la a�slan.

Nada, sin embargo, se ha publicado acerca de los dibujos e inscripciones de la roca, salvo, en el diario La Tribuna de Asunci�n, un breve art�culo del Dr. Ramiro Dom�nguez que habla de s�mbolos guaran�es y de caracteres latinos. Su autor tuvo a bien mostrarnos algunas fotograf�as del Cerro y lo que vimos en ellas nos hizo dudar respecto de su interpretaci�n.

Val�a la pena ir all� y mirar de m�s cerca.

Una primera expedici�n a Yvytyruz� s�lo nos dio resultados insuficientes, aunque llamativos. Se tropez�, en efecto, con un obst�culo imprevisto e imprevisible: la roca alberga centenares de miles de enormes avispas coloradas, extremadamente peligrosas y muy agresivas. Por ello s�lo se pudieron tomar algunas fotos r�pidas de las paredes exteriores.

Su revelado hizo aparecer, con gran sorpresa nuestra, dos drakkares, imposibles de confundir - hay cuatro, en realidad - que permanec�an invisibles a simple vista, y unas quince inscripciones poco legibles pero indiscutiblemente r�nicas.

Ten�amos, pues, que retomar el asunto, provistos de un material m�s perfeccionado que la c�mara fotogr�fica com�n que se hab�a utilizado.

�Pero c�mo resolver el problema de las avispas? No quer�amos, de ninguna manera. tomar la responsabilidad de destruirlas con alguna fumigaci�n: es gracias a ellas que el sitio ha quedado protegido de los graffiti con los cuales los ni�os, los enamorados y los turistas no habr�an faltado en cubrir las inscripciones.

Nuestros colaboradores del Instituto de Ciencia del Hombre trataron de trabajar con trajes de apicultores: los guantes y la m�scara los trababan considerablemente y la campera de loneta no siempre resist�a el aguij�n de los insectos.

Acabaron encontrando, en Asunci�n, un producto fum�geno destinado a adormecer las abejas y, gracias a su empleo, pudieron efectuar el relevamiento, no s�lo en el exterior, sino tambi�n en la gruta que hubo, previamente, que limpiar con machetes, pues innumerables nidos la llenaban casi completamente.

Lo cual hicieron con guantes, m�scaras y camperas acolchadas del ej�rcito paraguayo - �con 45� en la sombra! - ya que el gas no hab�a penetrado en todas las anfractuosidades de la roca.


Aun antes de haberse terminado el trabajo fotogr�fico ya no ten�amos la menor duda: Cerro Polilla hab�a constituido una posta vikinga.

No quedaba rastro de la posada que hab�a debido de hallarse en �l: probablemente la selva hab�a cubierto sus ruinas. Pero la roca estaba intacta y, en el cielo raso de la gruta, un dibujo tan claro como fuera posible (cf. fig. 18) indicaba su destinaci�n principal: un chasqui estilizado, un corredor en todo semejante a los que empleaban los incas en sus Caminos Real.

El dibujo, m�s alem�n que escandinavo, recuerda curiosamente a los personajes que figuran en la iconograf�a germ�nica de la Edad Media.

Lo cual no tiene por qu� sorprendemos, puesto que sabemos que los daneses de Tiahuanacu proced�an del Schieswig y que alemanes formaban parte del grupo llegado a Am�rica en el siglo X.


2. El panel de se�alizaci�n

Lo que, en primer lugar, llama la atenci�n, en Cerro Polilla, es, en la pared occidental, un gran tri�ngulo 15 m de base por 15 m de alto, aproximadamente, que destaca, por su blancura, en el fondo oscuro de la roca.

Su color proviene de una especie de engobe de medio cent�metro de espesor, m�s o menos, del que no sabemos si es natural o artificial. Hasta una altura de unos 5 m, el tri�ngulo est� cubierto de dibujos y de signos, negros por estar grabados en la piedra, que constituyen un conjunto coherente.

Se ven en �l,

  • arriba a la izquierda (desde el punto de vista del observador), el portulano de piedra del que hablamos en el cap�tulo anterior (cf. L�m. IX y fig. y sobre el cual no volveremos

  • debajo y a la derecha, una serie de dibujos lineales que no significan nada para nosotros; m�s abajo y ligeramente a la izquierda, una cruz de 75 cm de alto

  • a su derecha, lo que parece ser un �rbol estilizado con, en su cima, una especie de nido, seguido de un conjunto confuso de signos, algunos de los cuales se parecen a caracteres r�nicos discontinuos en cuyo medio se destaca la representaci�n de una estela - semejante a las que se encuentran tanto en Tiahuanacu como en Irlanda -� con una cara humana trazada con signos de apariencia r�nica

  • arriba, lo que parece ser una serpiente erguida, que siguen grandes caracteres r�nicos cuyo conjunto no tiene sentido alguno para nosotros

Por fin, m�s arriba, otra serpiente, acostada, y algunos grandes signos que podr�an ser runas (cf. L�m. X y XI).

Salvo la cruz, de la que vamos a hablar, s�lo el �rbol y las serpientes nos dicen algo. Nos hacen pensar al �rbol de Vida, con su nido de �guila, y a la Serpiente del Mundo que son comunes a la mitolog�a escandinava y a la de Mesoam�rica. Sin embargo, los guayak�es a quienes se mostraron esos dibujos no tuvieron vacilaciones.

Para ellos - se interrogaron varios, separadamente - se trataba de s�mbolos cartogr�ficos: el "�rbol" representaba un camino principal cruzado por cinco caminos secundarios; las "serpientes", caminos sinuosos.

El portulano de piedra, y esto confirmaba plenamente nuestra interpretaci�n, era un mapa que indicaba la direcci�n de aldeas o de cotos de caza, representados con c�rculos de dimensiones variables, y la distancia, en d�as de marcha, a partir del centro.

Dieron el nombre que lleva, en su lengua, cada uno de los signos que se les somet�an y de muchos otros de la misma naturaleza. M�s a�n, ense�aron, en la selva a nuestros colaboradores, esos mismos dibujos grabados por ellos en �rboles.

No hab�a duda alguna, pues: la pared principal de Cerro Polilla constitu�a el panel de se�alizaci�n de la Posta. Y si nuestros "indios blancos" a�n conoc�an y empleaban los s�mbolos geogr�ficos que figuraban en �l, eso era una nueva confirmaci�n de su origen. Si hubi�ramos podido llevar a unos guayak�es a Cerro Polilla, tal vez habr�an podido interpretar, en el terreno, las indicaciones del panel. Pero no era factible, desgraciadamente.

Aun sin ellos, tendr�amos veros�milmente una explicaci�n por lo menos parcial si pudi�ramos descifrar tres grandes inscripciones, extremadamente extra�as, de la pared principal, una de treinta y siete signos, otra de sesenta y ocho y la tercera de veintis�is (se ve la primera, arriba a la derecha, en la foto superior de la L�mina X).

Esos caracteres, trazados con una especie de alquitr�n negruzco que, con el tiempo, se ha corrido por todos lados, han perdido el rigor de su contorno. En la medida en que hemos podido reproducirlos, esos signos tienen casi todos la apariencia de runas, pero, la mayor parte, de runas alocadas. Imposible transliterarlos, ni menos a�n traducir su conjunto.

Encontraremos m�s adelante otras formas de la misma degeneraci�n gr�fica.


3. Drakkares sobre la cruz

Los signos de la pared principal, que acabamos de describir brevemente, no nos proporcionan certeza alguna en lo que ata�e a su origen y podr�amos pensar, si no hubiera m�s que ellos, que fueron trazados, hace cincuenta a�os o m�s, por guayak�es. No as�, por cierto, en cuanto a la gran cruz grabada que los acompa�a.

A simple vista, s�lo se distingue en ella el fondo negro de la roca. Pero las innumerables fotograf�as que se tomaron, con todas las iluminaciones posibles, con o sin flash, hicieron surgir dibujos e inscripciones del mayor inter�s.

Cosa extra�a, pero perfectamente explicable, obtuvimos as� dos cuadros totalmente distintos, lo cual indica una superposici�n de im�genes que deben de pertenecer a diferentes �pocas.


En uno de esos cuadros (cf. fig. 19) aparecen cuatro drakkares trazados, con tinta negra, de modo impecable, el segundo de los cuales se reduce a una silueta.

El primero y el tercero est�n encimados por caracteres r�nicos que se pudieron relevar en parte. La palabra de tres letras que figura junto al tercero es f�cil de transliterar (rij) y de traducir: significa "riqueza", en norr�s.

La inscripci�n que acompa�a el primero resulta menos clara. Est� compuesta de tres l�neas de una palabra cada una. La primera, casi totalmente borrada, no ha podido descifrarse. La segunda s�lo contiene dos letras, �k, que significan "y". La tercera es parcialmente dudosa. Se lee en ella, en efecto, por transliteraci�n, ais.-.fk.

Los dos caracteres del medio no son identificables. Todo lo que se puede decir es que esta inscripci�n recuerda uno de los nombres de la quinta runa del antiguo futhark, aizirk, moneda de plata. Tal asimilaci�n s�lo se puede aceptar a t�tulo de hip�tesis de trabajo y con las reservas del caso, pero es muy l�gica, puesto que confirma y precisa el vocablo "riqueza" del barco anterior.

Queda por saber lo que ven�an a hacer drakkares en Cerro Polilla, a cerca de 800 km, a vuelo de p�jaro, de mar.

�Recordaban el o los nav�os utilizados por el P. Gnupa y su gente para venir de Europa? La cruz hace tal hip�tesis altamente probable. �Pero, entonces, para que mostr�rnoslos cargados con riquezas? �Debemos supone que esas embarcaciones, y tal vez muchas otras, antes despu�s de ellas, hab�an llevado a Europa cargamentos de plata extra�da de las minas de Potos�? Tal eventualidad no se puede descartar a priori.

Al margen de los drakkares, esta primera imagen de la cruz de Cerro Polilla contiene una quincena de inscripciones de cuatro a doce caracteres de los que casi todos son runas perfectas. Sin embargo, ninguna de estas palabras ha podido ser traducida hasta ahora.

Tal vez se trate de inscripciones criptogr�ficas, como hay tantas en Escandinavia, o del empleo de alg�n alfabeto r�nico especial, inventado para escribir el quichua, el aymar� o el guaran�.


A esta descripci�n, agreguemos dos fechas (cf. fig. 20) una de las cuales - 1431-es impecable, mientras que otra, situada encima de la inscripci�n del primer drakkar y que debe de leerse, seg�n toda probabilidad, 1433, contiene un n�mero algo incierto.

El hecho de que estas fechas aparezcan en la misma foto que los barcos no significa necesariamente que fueron trazadas en la misma �poca que ellos. �Los descendientes de los daneses de Tiahuanacu a�n utilizaban drakkares en el siglo xv? Es esto altamente improbable.

Se�alemos que se encontr�, en la regi�n, una fecha a�n m�s reciente. A 14 km del pueblo guayak� de Cerro Morot�, nuestros colaboradores descubrieron, en efecto, debajo del arco de un puente natural, una inscripci�n hecha de runas degeneradas en la cual se puede leer claramente (cf. fig. 20) 1457.

Detalles interesante: el 7, en todo semejante al nuestro, tiene para su tiempo una forma arcaica que corresponde al siglo X, vale decir a la �poca de la partida de Ullman de Europa (').


4. La imagen del Dios Sol

La segunda capa de 'inscripciones de la cruz - segunda en el marco de nuestra exposici�n, pues no nos fue posible establecer un orden cronol�gico - es tan importante como la primera, y tal vez m�s.

Vemos en ella, en efecto, la imagen de un vikingo (cf. L�m. XII), barbado y cubierto con el casco de Od�n. Este personaje est� sentado en actitud hier�tica, con las manos apoyadas en las rodillas. Los rasgos de la cara son netamente n�rdicos, pero tiene el t�rax anormalmente desarrollado de los habitantes del Altiplano - y de los actuales guayak�es.

Est� vestido con una t�nica - o una cota de mallas - con colete protector.

A su izquierda, se ve un objeto impreciso que resultar�a imprudente tratar de identificar aqu�; encima, a la derecha, un ser humano acurrucado cuyo cuerpo se presenta de perfil y la cara, de frente y dos otras caras sin cuerpo. �Qui�n es este guerrero, Dios o se�or? Su casco nos va a permitir contestar la pregunta.

En efecto, se descifra sin dificultad en �l la parte frontal de una inscripci�n r�nica que, al juzgar por la perspectiva del dibujo de las letras, lo rodea: Wunjo, Fehu, Ehwaz, Solewu y Ansuz. Sigue un car�cter ilegible.

La transliteraci�n da vfesa, lo que no parece tener sentido, aun admitiendo que la o sea la �ltima letra de una palabra cuya mayor parte permanezca escondida. Por lo contrario, la transcripci�n ideogr�fica - voluptuosidad, riquezas, caballo, Sol, Ase - es comprensible.

Por el juego del genitivo saj�n, el grupo Sol-Ase - se sabe que los Ases constituyen la familia principal de los Dioses escandinavos - significa evidentemente Dios-Sol: el Dios que conduce el Sol.

Por otro lado, el "Dios del caballo", el Dios que se representa habitualmente a caballo, es Od�n.

Por lo tanto, los tres caracteres en cuesti�n quieren decir:

Od�n, Dios-Sol.

Ser�a menos f�cil explicar la presencia de. las dos primeras letras, Wunjo (voluptuosidad) y Fehu (riquezas), que s�lo tienen con Od�n relaciones muy lejanas, si la imagen del Dios-Sol no llevara, en sobreimpresi�n, la l�nea de caracteres r�nicos, perfectamente descifrables, que reproduce la Figura 21.

Su transliteraci�n da sakhoberg, vale decir, teni�ndose en cuenta la haplograf�a - supresi�n de una letra repetida - normal en escritura r�nica, sakh ob berg: literalmente, "la cosa encima de la monta�a". La palabra cosa tiene evidentemente, aqu�, un" mero sentido indefinido. De ah� la traducci�n: Lo que (estaba) encima de la monta�a.

El Dios-Sol resid�a, en efecto, ya lo sabemos, en Tiahuanacu, en el Altiplano de la Cordillera de los Andes, y a su recuerdo estaban ligados, para los daneses refugiados en la selva paraguaya, la voluptuosidad y la abundancia, vale decir una vida material f�cil y agradable.


La inscripci�n, redactada en antiguo futhark, como la del casco, es de lo m�s cl�sico, sin fantas�a ni anomal�a de ning�n tipo.

La extensi�n 'anormal hacia arriba del asta derecha de la primera letra es veros�milmente la consecuencia de la superposici�n de caracteres pertenecientes a distintas capas de signos.

No tiene, por lo dem�s, importancia alguna. En la parte superior de la cruz, en el lugar donde los crucifijos llevan la inscripci�n INRI, encontramos un conjunto de caracteres (cf. fig. 22), trazados en semic�rculo, que no tienen sentido alfab�tico alguno pero s� constituyen un conjunto ideogr�fico cuyo sentido, sumamente claro, parece relacionarse con la llegada del P. Gnupa.

Tenemos, en efecto, de izquierda a derecha, Laguz y Thurisaz ligados (atm�sfera tempestuosa), Pertha (selva), Solewu (Sol), un signo que no es r�nico pero representa el tercer cuarto de la Luna, Fehu (bienes) y Odala (herencia). Lo que da: En la selva sofocante:, el Sol y la marea (nos traen de vuelta) los bienes de nuestra herencia.

El Padre Gnupa, en efecto, hab�a llegado del este, como el Sol, y por el mar.


5. Unas indicaciones geogr�ficas expl�citas

A la derecha del gran tri�ngulo blanco de la pared principal, la roca reencuentra su color natural.

En su orilla, se nota, adem�s de una inscripci�n indescifrable - las hay de todas partes en la pared occidental del Parcha - dos cruces c�lticas (cf. L�m. XIII), una de las cuales est� inscripta, no en un c�rculo, como de costumbre, sino en un cuadrado de �ngulos arredondados.


Inmediatamente despu�s, hacia la derecha - siempre desde el punto de vista del observador - aparece una inscripci�n (cf. fig. 23) hecha de grandes letras grabadas en la roca.

Se lee a simple vista y es f�cil de relevar, a pesar de que un criminal no haya encontrado nada mejor que repasar sus caracteres con una punta de metal, no sin retocarlos para darles la forma latina que supon�a corresponderles.

Muy felizmente, el nuevo trazado, superficial, no perjudic� el primitivo, profundamente marcado.

La inscripci�n est� dividida en dos partes desiguales por una fisura natural de la roca. A la izquierda, vemos, en tres l�neas, siete signos de los cuales cuatro son incomprensibles. Los dos primeros son runas ligadas que constituyen probablemente s�mbolos ideogr�ficos desconocidos.

Los otros dos, cuya transliteraci�n da u� no tienen sentido alguno. Los tres �ltimos, por el contrario, parecen decir ote (otte), "ocho" en norr�s.

La primera de las dos l�neas de la parte de la derecha es f�cil de trasliterar, lo que hacemos separando las palabras: soth ruitha hrukk. Sigue un signo que no es un car�cter r�nico y reemplaza la o que deber�a completar la palabra hrukka, "peque�a sierra".

La th de ruitha est� parcialmente borrada, como tambi�n la segunda asta de la h de hrukka. A pesar de estas insignificantes anomal�as, f�ciles de corregir, el sentido es clar�simo: Mas all� de la peque�a sierra colorada.

Notemos que las monta�as y colinas de la regi�n tienen, en efecto, vegetaci�n aparte, un hermoso color rojo.

La segunda l�nea de la inscripci�n est� parcialmente borrada. S�lo podemos trasliterar su primera palabra: soth, "m�s all� de". Siguen dos caracteres de los que quedan exclusivamente rastros indescifrables y, luego, las dos letras r y f..

Los s�mbolos geogr�ficos del Pareh� estaban acompa�ados, pues, por inscripciones redactadas en el m�s puro norr�s. La que acabamos de traducir es relativamente reciente. Sus runas pertenecen, en efecto, al nuevo futhark y hasta se nota, para algunas de ellas - la t de la tercera l�nea de la izquierda y la f de la segunda de la derecha - una neta influencia latina en su forma.

A�n m�s a la derecha, encontramos una segunda inscripci�n del mismo tipo (cf. fig. 24), pero trazada con tinta y no grabada. Parece a�n m�s reciente que la anterior, pues, a pesar de la presencia de la o y de la � del antiguo futhark, se nota en ella dos veces la m danesa tard�a, sin hablar de la �, por lo dem�s curiosamente invertida, del futhark punteado.

La t, la th y la .f tienen una forma latina. Al final d-q la primera de estas dos l�neas figura un signo semejante, aunque m�s fantasiosa todav�a, al que hemos encontrado en el mismo lugar en la inscripci�n anterior.


Lo cual hace pensar que se trata de alg�n s�mbolo geogr�fico, tal vez una se�al de direcci�n.

Al final de la segunda l�nea, se ve otro signo no menos incomprensible, salvo que se trate de una mano estilizada que muestra el norte. Todas las letras est�n claramente dibujadas, menos la cuarta de la primera l�nea, cuya parte inferior de la primera asta est� borrada.

La transliteraci�n no da lugar a vacilaci�n alguna: t�thhof om vr�th rimi. En t�thhof (en realidad, tothho-f, pues la misma letra expresa indiferentemente los sonidos U y o, y dothhof en graf�a normalizada), la repetici�n de la h es s�lo el resultado artificial de la trasposici�n del thurisaz r�nico en th.

La traducci�n del texto norr�s no plantea problema: Cementerio cerca de (o: en) la sierra atormentada.


6. Una extraordinaria obra maestra

De poder subsistir a�n la menor duda respecto de la raza de los Hombres del Titicaca, el examen de la gruta adyacente a la pared que acabamos de estudiar bastar�a para despejarla.

En ella se ve, en efecto, un cielo raso esculpido que lleva, adem�s de unos motivos secundarios, cuatro soles radiantes - o cuatro estrellas - que no pueden en absoluto compararse con los productos del arte neol�tico de Am�rica ni de Europa. La fotograf�a parcial que reproducimos aqu� (cf. L�m. XIV) pone en evidencia el talento y la t�cnica extraordinarios de un artista que, manifiestamente, s�lo pod�a pertenecer a un pueblo blanco de alto nivel cultural y de alta �poca.

Decimos: a un pueblo blanco, porque el dinamismo del dibujo es extra�o a todas las manifestaciones conocidas, eminentemente est�ticas, del arte amerindio.

Por su parte, las paredes de la gruta est�n literalmente cubiertas de inscripciones r�nicas de diversos estilos que parecen indicar un largo proceso de degeneraci�n gr�fica.

Las m�s numerosas, constituidas por varias decenas de l�neas cada una, est�n formadas por letras, regularmente trazadas con tinta, que son runas cl�sicas, a pesar de algunas deformaciones fantasiosas que, por lo dem�s, puedan proceder de un relevamiento imperfecto. Pues, salvo unos pocos fragmentos, esas l�neas est�n casi completamente borradas y se las adivina m�s que se las ve (cf. L�m.. XV y fig. 25).

Tal vez fuera posible trascribirlas reavivando la tinta por alg�n procedimiento qu�mico. Pero, para hacerlo, ser�a indispensable contar con medios que no tenemos por el momento. Lo cual es de lamentar, pues textos tan largos deben de constituir verdaderos relatos.


En un nivel gr�fico inferior, encontramos inscripciones pintadas (cf. fig. 26) o grabadas (cf. fig. 27), para nosotros desprovistas de cualquier significado, cuyos caracteres extravagantes a�n son runas, pero tan deformadas que a menudo no se pueden reconocer.

A este mismo estilo pertenece la inscripci�n de 1457 que hemos mencionado m�s arriba.

En un nivel m�s bajo aparecen, trazadas con pintura marr�n, algunas palabras aisladas (cf. L�m. XV, arriba a la derecha) y algunos monogramas (cf. fig. 28) en las cuales se puede a�n reconocer una inspiraci�n r�nica, pero nada m�s. Son, por supuesto, totalmente incomprensibles. En fin, como �ltima etapa de este proceso de degeneraci�n, se�alemos todav�a una inscripci�n de origen netamente de la entrada de la gruta.

Debajo de uno de los pocos souuenirs contempor�neos que las avispas hayan tolerado, se puede leer, en efecto, la palabra norresa storm (trasliteraci�n: sturm), o sea: Tempestad.

Aqu�, la graf�a, aunque muy legible, es netamente decadente. La s, extra�amente horizontal, y la t tienen una forma latina y la u toma el aspecto de un pi griego. Lo cual, unido al empleo de la m del futhark punteado, indica un estilo tard�o.


Encontramos, pues, en Cerro Polilla, inscripciones r�nicas correctas, escritas con caracteres del antiguo futhark tra�do a Am�rica, en el siglo X, por los antepasados de fas vikingos de Tiahuanacu, y otras, m�s modernas, redactadas con un nuevo futhark a veces algo latinizado y mezclado con caracteres del futhark punteado, que deben de provenir del contacto restablecido con la Europa del siglo XIII.


Despu�s de la destrucci�n del imperio de Tiahuanacu, los daneses refugiados en la selva paraguaya siguieron empleando - y manteniendo - los Caminos Mullidos y sus Parcha, y encontramos sus rastros en Yvytyruz�.

Pero, en las condiciones de vida dif�ciles que el medio les impon�a, esos hombres, cuyo nivel cultural, por lo dem�s, ignoramos, no pudieron conservar la herencia de sus antepasados. La escritura r�nica degener� lentamente para terminar en un mero conjunto de signos simb�licos, algunos de los cuales emplean todav�a los guayak�es contempor�neos.

La inscripci�n - incomprensible - situada debajo del puente que colaboradores nuestros descubrieron en los alrededores de Cerro Morot� nos muestra que, en 1457, los blancos del Paraguay segu�an empleando el calendario cristiano que les hab�a tra�do el Padre Gnupa.

Por lo tanto, no se hab�an convertido en salvajes, a pesar de su decadencia, cuando, 45 a�os m�s tarde, los normandos empezaron - o volvieron - a frecuentar las costas del Guayr�.


VI -� El pa�s de Gnupa


1. Los herederos de los vikingos

�De d�nde ven�a este misterioso personaje que los daneses de Sudam�rica conoc�an con el nombre de Gnupa - el Padre Gnupa - y cuyo itinerario reconstituimos, desde la costa del Atl�ntico a las orillas del Lago Titicaca?

Las ruinas de Tiahuanacu nos dan al respecto, una indicaci�n precisa, puesto que encontramos en ellas motivos esculpidos de la catedral de Amiens. Tenemos derecho a suponer, pues, a t�tulo de hip�tesis de trabajo, que el P. Gnupa proced�a de la capital picarda cuyo puerto natural era Dieppe, en Normand�a, a menos de 100 km.

Ahora bien: los dieppenses de la Edad Media ya frecuentaban las costas americanas.

Al establecerse definitivamente en tierra franca, los vikingos daneses y noruegos del jari Hr�lf, convertido en el Duque Rol�n, se hab�an amansado pero, por cierto, no hab�an renunciado a las grandes aventuras, como lo probaron, menos de cien a�os m�s tarde, la conquista de Inglaterra, la antigua posesi�n danesa que arrancaron a los sajones, y, poco despu�s, la de Sicilia donde fundaron un reino. Aunque se hab�an afrancesado r�pidamente, no hab�an perdido todo contacto con su pa�s de origen.

Estos guerreros tambi�n eran mercaderes y sus buques frecuentaban asiduamente los puertos de Escandinavia. All�, no pudieron dejar de o�r hablar de Groenlandia, de f�arkiandia y de Vinlandia donde los noruegos hab�an establecido, en el siglo X, colonias permanentes con las cuales mantuvieron, hasta el siglo XIV, relaciones seguidas.

Sabemos por las sagas que, en 1285, los dos hermanos Adalbrand y Thorvaid, sacerdotes islandeses, descubrieron la "Tierra Nueva" - Nyjaland - que el rey de Noruega Eirik, en 1290, encarg� a un tal R�lf explorar, lo que debi� de hacer puesto que cuando muri�, cinco a�os m�s tarde, se lo hab�a apodado Landa R�lf, R�lf de los Pa�ses, R�lf el Explorador.

Los Anales de Sk�lholt nos relatan que, en 1347, luego en pleno siglo XIV,

"vino tambi�n un buque de Groenlandia, menos grande que los barcos que hacen el viaje de Islandia; que atrac� en el Straumfjord exterior; que no ten�a ancla y llevaba diecisiete hombres que hab�an ido a Markiandia pero, despu�s, hab�an sido arrojados aqu� (en Islandia) al garrete".

En 1354 el rey Magnus orden� a Poul Knudsson montar una expedici�n destinada a reencontrar en Vinlandia a los sobrevivientes de los establecimientos groenlandeses, y todo parece indicar, aunque algunos, cada vez menos numerosos, es cierto, a�n lo dudan, que los escandinavos alcanzaron la regi�n de los Grandes Lagos.

En lo que ata�e a la Tierra-Verde, sabemos que la sede episcopal de Gardar fue abandonada en 1342 por su �ltimo titular residente.

El saqueo de Eystribygd por los ingleses demuestra que una parte de la poblaci�n, de vuelta al paganismo si debemos creer a Gissie Odsson, obispo de Sk�lholdt en el siglo XVIII, a�n viv�a en la isla en 1418.

Y m�s tarde todav�a,, puesto que en 1431 Eric de Pomerania, rey de la Uni�n Escandinava, protest� vivamente ante los enviados del rey de Inglaterra contra el comercio clandestino y la pirater�a a los cuales se dedicaban los ingleses en las colonias noruegas de Islandia, Groenlandia, Shetlandia y Oreadas, y,

"en las dem�s islas que pertenecen a Noruega".

Obtuvo satisfacci�n, por lo menos en el papel.

Por el tratado de 1432, Enrique VI se comprometi� a indemnizar a las v�ctimas y prohibir a sus s�bditos, so pena de muerte, salvo en caso de naufragio, establecer cualquier contacto con las colonias noruegas, prohibici�n �sta que renovaron los tratados de 1444 y 1449.

No es nada sorprendente, pues, que Sebasti�n Cabot, al explorar en 1496, al servicio de Inglaterra, las costas de Norteam�rica y al reconocer la T�rra Nova, se haya limitado a traducir su nombre noruego.

A prop�sito de este viaje, el Canciller Bacon escribe por lo dem�s, lealmente, que,

"se conservaba el recuerdo de algunas tierras descubiertas anteriormente hacia el Noroeste y consideradas como islas, que pertenec�an sin embargo, en realidad, al continente de la Am�rica septentrional".

Evidentemente, las "otras islas" del rey Eirik.

Y, en particular, la que el ge�grafo italiano Andrea Bianco hace figurar 'en su carta de 1436, en el lugar de Terranova, con el nombre - o la indicaci�n - de Stocafixa, clara deformaci�n de Stockfisch, bacalao seco erTT^^T.�s idiomas germ�nicos.

Los normandos, por cierto, no estaban peor informados que los ingleses ni menos a�n que los italianos. Mucho antes de Col�n frecuentaban asiduamente los bancos de Terranova, as� como los bretones, los gascones y los vascos.

Los archivos de Honfleur, en Normand�a, y de Saint-Malo, en Breta�a, prueban que importantes flotas pesqueras iban all� cada a�o a mediados del siglo XV. La T�rra Nova, por lo dem�s, era tan conocida que, cuando despu�s del primer viaje de Col�n los portugueses afirmaron que Jo�o Vaz Cortereal hab�a descubierto el Nuevo Mundo, en 1463, en el curso de una expedici�n a las Bacalaus, nadie siquiera discuti� el hecho: hubiera o no Cortereal ido a Terranova, de cualquier modo no hab�a descubierto nada, pues todo el mundo iba desde hac�a siglos.

Todo el mundo, pero sobre todo los bretones y los normandos. Lo prueba una carta de la reina Juana de Castilla que reproduce la autorizaci�n dada, en 1511, por su padre Fernando de Arag�n al catal�n Juan 'c[e"7^ram'onte "de descubrir y encontrar una tierra que se llama Terranova". El Rey impon�a el embarco exclusivo de "naturales de estos Treinos", salvo dos pilotos que deb�an ser "bretones o de alguna otra naci�n que all� hayan estado".

Se iba a Terranova, en efecto, repit�moslo, desde hac�a mucho tiempo. En 1539, el capit�n dieppense Jean Parmentier escribi� la descripci�n m�s antigua de la Franciscana, descubierta quince a�os antes por Verazzano, tierra �sta "llamada Norumbega por sus habitantes".

El mapa, por lo dem�s muy inexacto, dise�ado por Gastaldi para ilustrar el relato nos muestra la T�rra di Norombega como una isla que se extend�a desde 'el Cabo Bret�n hasta un brazo de mar que ba�aba tambi�n la Nueva Francia y debe de ser el Kennebek unido al r�o de la Chaudi�re. Esta "isla" corresponde muy exactamente a Acadia (Nuevo Brunswick y Nueva Escocia) y a la parte meridional del estado norteamericano del Maine, situado al oeste del Kennebek.

En el mapa de Gastaldi, se notan varios nombres.

Del este al oeste de los Bretones (hoy Cabo Canseau), Port du Refuge, Port-R�al y Le Paradis, en la costa, frente a la isla Briso, Flora, m�s o menos en el medio de la costa de Norombega, en fin Angoulesme, cerca de la frontera occidental del territorio. En el globo terr�queo de Vulpius (cf. Fig. 17), que data de 1542, encontramos, hacia el grado 43 � 44 de Latitud Norte, el nombre a�n m�s significativo de Normanvilla.

Norombega, Angoulesme, Normanvilla... Son �stas denominaciones un tanto extra�as, si se piensa que ni los franceses ni nadie, en la primera mitad del siglo XVI, hab�a colonizado a�n - ni explorado - oficialmente Acadia.

Pues Norombega recuerda de modo irresistible Noroenbygd, pa�s de los Norreses, o noruegos. Angoulesme es el nombre de una ciudad francesa. En cuanto a Normanvilla, el vocablo puede ser una deformaci�n italiana de Normannavirk - pero �sta habr�a dado m�s bien Normannavilla o Normavilla - y provendr�a entonces de los colonos escandinavos de Markiandia, o de Normanville, y constituir�a una prueba m�s d� la presencia de los normandos, en la Edad Media, en esa T�rra Nova que comprend�a, no s�lo la isla que ha conservado este nombre, sino tambi�n Norombega y Gaspesia.

Entre par�ntesis, de seguro que no fue sin algunas buenas razones que se bautiz� Montr�al la primera ciudad francesa fundada en el Canad�, en homenaje, no al Rey, como se lo podr�a suponer, sino a la capital del reino normando de Sicilia, Montreale, y esto a pesar de que Jacques Cartier fuera bret�n.

Las cr�nicas del tiempo de la conquista francesa est�n llenas, por lo dem�s, de extra�os relatos que confirman la existencia, antes de Col�n, de colonias europeas en el Canad�.

En 1541, por ejemplo, Jean Alphonse, el piloto que acompa�� a Roberval en su viaje a la Nueva Francia, cuenta que explor� Norombega hasta la bah�a, situada en el grado 42 de Latitud Norte, que la separa de Florida - probablemente la bah�a de Long-Island - y que, en el pa�s,

"la gente habla muchas palabras que se acercan al lat�n y adoran el sol y es bella gente y los hombres, altos".

En 1607, Champlain encontr� una cruz de madera en la Bah�a Francesa, o de Fundy, en la costa septentrional de Acadia.

Era muy vieja y estaba toda cubierta de musgo y casi toda podrida. Los ind�genas del Cabo Bret�n y los del r�o Saint-Jean hac�an la se�al de la cruz.

Los acadios mencionaban el Diluvio y una Trinidad, una de cuyas personas, a la que llamaban Messou (Mes�), redentor como el Mes�as, ten�a a una madre que, nos dice el P. Th�odat,

"parece representar en algo a la madre de Nuestro Se�or Jesucristo".

Daban al Dios Sol los nombres de Jes�s, Kes�s, Kis�s y Gisch�, seg�n la tribu.

A�n 'en el siglo XVIII, el Aleluya se o�a en sus cantos. En este campo, por cierto, los misioneros pueden, con toda buena fe, no ser muy objetivos. Pero resulta significativo, con todo, que gente seria de la �poca, legos y cl�rigos - Champlain, Lescarbot, Nicol�s Denys, Mons. de Saint-Vallier, el P. Le Clerq - hayan llegado a la conclusi�n de que el cristianismo ya se hab�a predicado en el pa�s antes de la llegada de los franceses.

Esta presencia europea deb�a de haber dejado rastros antropol�gicos. Sin volver sobre los "esquimales blancos" del Labrador, mencionemos el caso del sagamo (cacique) de los souriquois de Nueva Escocia, Membertou, cuyo nombre, si le amputamos sus �ltimas vocales, tiene una clara consonancia germ�nica:

"Era barbado como un franc�s... lo cual es tan raro entre los pueblos de Am�rica que, si no hubiera nacido antes de la llegada de los franceses a su pa�s, no se habr�a tenido duda alguna de que la sangre europea estuviera mezclada en sus venas con la sangre americana".

Tal vez no fuera por mera casualidad, por lo dem�s, que los ind�genas micmacs y abenak�s de Acadia mantuvieran excelentes relaciones con los franceses, al punto de que �stos se casaban frecuentemente, sin ninguna repugnancia, con ind�genas.

�Trat�base de una poblaci�n mestiza? Probablemente.


2. La geograf�a secreta de Am�rica

�Si los normandos, y otros m�s, frecuentaban las costas americanas antes de Col�n, c�mo es posible que no tengamos de 'ello ning�n testimonio directo?

Hay varias razones. En primer lugar, el comercio de ultramar, en la Edad Media, inclusive la pesca, lo practicaban guildas cerrad�simas, en apretada competencia,

que conservaba celosamente 'el secreto de sus descubrimientos. M�s tarde, los soberanos de las grandes potencias mar�timas rivales, Espa�a y Portugal, castigaban con la muerte la divulgaci�n de los mapas que dise�aban los cosm�grafos a su servicio.

En la �poca de Col�n, adem�s, y, m�s tarde, cuando el pleito entablado por los herederos del Almirante a la corona de Castilla, los banqueros marranos que hab�an financiado sus expediciones estaban muy decididos a reservarse los beneficios comerciales del Descubrimiento y sab�an ejercer sobre los indiscretos una presi�n eficaz.

Por fin, la famosa bula de Alejandro VI Borgia que, en 1494, hab�a repartido las nuevas tierras entre Portugal y Castilla obligaba a los franceses a la mayor prudencia, Pues poder temporal y poder espiritual colaboraban estrechamente para imponer las cl�usulas de este "testamento de Ad�n" que Francisco I, solicitaba ir�nicamente que se le ense�ara.

El mapa de Mart�n Wa�dseem�ller (cf. Fig. 31) demuestra que se conoc�a perfectamente, a principios del siglo XVI, no s�lo la autonom�a de una Am�rica del Norte, reducida a la Vinlandia escandinava, que los ge�grafos oficiales iban a obstinarse, hasta 1569, a presentar como la prolongaci�n del Asia oriental, sino tambi�n, con asombrosa exactitud, el contorno de Sudam�rica.


Este mapa, publicado en 1507 y grabado en doce tablas de 45,5 por 67 cm que hab�an exigido a�os de preparaci�n e impresi�n, es anterior al viaje de Magallanes (1520) y hasta, la llegada de Balboa en la costa pac�fica de Centroam�rica.

Supone conocimientos que s�lo, como ya sabemos, pod�an haber adquirido los vikingos de Tiahuanacu.

"Con los elementos conocidos en 1507, escribe el sabio jesuita Guillermo Furlong, no era posible saber la configuraci�n de la Am�rica Meridional, y era persuasi�n general que no se trataba sino de las costas orientales del Asia, y sin embargo hubo quien, en ese a�o de 1507, en un solo gran mapa nos dio un doble dibujo de nuestro continente, en toda su integridad: Norte, Sur, Este y Oeste, y lo deslig� del Asia y lo bautiz� con el nombre de Am�rica."

La fecha de 1507 es, sin duda alguna, aut�ntica, puesto que Glateano, en 1510, Stobnica, en 1512, y Apiano, en 1520, retomaron, sin mencionar al autor, los dos mapas en cuesti�n.

"Ni Wa�dseem�ller ni sus colaboradores de Saint-Di� pudieron tener la ciencia necesaria para acertar as� con la imagen de la Am�rica Meridional, agrega el P. Furlong. No hubo ni pudo haber ciencia o erudici�n: s�lo hubo intuici�n e inspiraci�n".

Habr�a m�s bien que decir videncia, en un campo en el cual la parapsicolog�a no se�ala ning�n caso.

Confesamos que este g�nero de explicaci�n no nos satisface en absoluto y que estamos convencido de que Wa�dseem�ller dispon�a de datos secretos que, tal vez, conservara probablemente, con sumo cuidado, el monasterio de Saint-Di�. Pues el hecho de que el famoso mapa haya sido publicado en 1507 no significa de ninguna manera que su autor acababa de recibir los elementos necesarios para dise�arlo.

Mucho m�s probable es que el Can�nigo Gaultier Lud, que dirig�a en el 'monasterio, con la protecci�n de Renato II de Vaudemont, Duque de Lorrena y de Bar, heredero por su madre, Yolanda de Anjou, hija del Rey Renato, de los t�tulos de Rey de Jerusal�n y de Rey de Sicilia, el c�lebre Gimnasio Vosgiano, s�lo se decidi� a utilizarlos una vez montada la imprenta indispensable para una gran difusi�n del trabajo, vale decir en 1500.

Fue en este a�o, por lo dem�s, que se incorpor� al gimnasio Mart�n Waitzeem�ller o, como prefer�a ortografiar su nombre, Wa�dseem�ller, o tambi�n Martinus Hylacomylus.

La incre�ble precisi�n del mapa, o m�s bien de los dos mapas de Sudam�rica que figuran en la Uni�ersa�is cosmographya del Gimnasio Vosgiano fue establecida cient�ficamente por el ge�grafo Alfredo Rodr�guez Gaitero.

La del m�s peque�o que reproducimos, salta a la vista. No as� en cuanto al otro, en el cual el continente aparece como estrechado y deforme, por haber sido dise�ado el planisferio en proyecci�n globular. Sin embargo, las cifras hablan.

Comparemos, con Rodr�guez Gaitero, las dimensiones representadas en los dos mapas con las que conocemos hoy d�a (en kil�metros):



Si se tiene en cuenta la enorme dificultad que ofrec�a entonces, en raz�n de la imprecisi�n de los instrumentos utilizados y de la imposibilidad de sincronizar exactamente los relojes a la distancia, el c�lculo de las longitudes, habr� que admitir que los mapas de Wa�dseem�ller son perfectos.

Sobre todo el grande, por supuesto, pues el peque�o no pasa de un esquema, aunque llama m�s que el otro, precisamente por este motivo, la atenci�n del lego.

Entre el gran mapa y el mapa actual, los valores son id�nticos en el 10� grado y el error no supera nunca, en las dem�s latitudes, el 12 %. Lo cual es inferior a las distorsiones que son comunes, en los mapas de la �poca, para Europa y Asia.

Y esto cuando los mapas inmediatamente anteriores - los de Juan de la Cosa, en 1500; de King-Hamy, Kunstmann II, Pesaro, Caverio y Cantino, en 1502; de Maiollo, en 1504; y de Conterino-Roselli, en 1506 - s�lo muestran de Sudam�rica el vago contorno de la costa oriental, desde Panam� al R�o de la Plata, no sin errores, y a veces - King - Hamy y Kunstmann II - con blancos.

In�til es agregar que los datos utilizados por Wa�dseem�ller no pod�an provenir de Am�rico Vespucio que s�lo habr�a alcanzado, en 1501 - y la existencia misma de este viaje parece muy poco probable - el 50� de Latitud Sur.

Si nuestro Hylacomylus agreg� al t�tulo de su obra segundum Ptholomaei traditionem e Americi Vespucci aUorumque lustrationes, "seg�n la tradici�n de Ptolomeo y los viajes de Am�rico Vespucio y otros", es sencillamente porque el Gimnasio acababa de recibir, de manos del Duque Renato, un ejemplar en franc�s de la Lettera de Vespucio, la que, traducida al lat�n, se incorpor� a la Cosmographiae introductio que acompa�aba el atlas y porque su autor defin�a en ella, por primera vez, las tierras nuevas como un cuarto continente.

Y nada m�s...


Cosa extra�a, en 1513 Wa�dseem�ller dio brutalmente marcha atr�s y public� un nuevo mapa (cf. Fig. 32) en el cual, de Sudam�rica, ya no figuran sino las costas orientales, por otra parte muy imprecisas e inexactas, del Brasil septentrional. Evidentemente, algunas influencias se hab�an manifestado.

Dos a�os m�s tarde, el cart�grafo de Nurembergo Juan W. Schoner dise�� un globo terr�queo (cf. Fig. 33) donde no figuraba Norteam�rica, lo que es extra�o, puesto que el mapa de Juan Ruysch, agregado a la edici�n romana de 1508 de la Geograf�a de Ptolomeo, mostraba el "Gruenlant", la T�rra Nova y las Baccalaurae como completamente separadas de la Am�rica insular, vale decir de la T�rra Sanctae Crucis, el futuro Brasil, y unidos al Asia septentrional.

Por el contrario, la parte meridional del continente, f�cil de reconocer pero imperfecta, aparec�a separada por un estrecho de una Tierra del Fuego, llamada Brasilie Regio, que se confund�a con la Ant�rtida.

Ahora bien: en 1515, Magallanes a�n no hab�a descubierto el "paso". Sch�ner dispuso, pues, de una fuente secreta de informaciones, y tal vez no sea abusivo el suponer que se trataba de la misma que la de Wa�dseem�ller.

Sch�ner era disc�pulo y amigo de otro famoso cart�grafo de Nurembergo, el Caballero Behaim, quien, al servicio del rey de Portugal, se hac�a a menudo llamar Mart�n de Bohemia. Lo cual no era del todo fantas�a, puesto que descend�a de una antigua familia de Bohemia.

En 1492, Behaim pas� alg�n tiempo en su ciudad natal, en casa de su primo el senador Miguel Behaim, y dise�� un mapamundi que quer�a dejar "como recuerdo a su patria" antes de retornar a las Azores donde viv�a en casa de su suegro, el Caballero lobst van H�rter, gobernador de la isla de Fayal.

Este globo terr�queo, netamente arcaico, no hace sino retomar los datos, tradicionales en la Edad Media, de Marino de Tiro y de Ptolomeo. Am�rica no figura en �l.


Hay buenas razones, sin embargo, para creer que Mart�n Behaim hab�a tenido acceso a las fuentes que deb�an de aprovechar Wa�dseem�ller y Sch�ner, muy anteriores por cierto, a los trabajos de �stos.

Se dec�a com�nmente, en aquella �poca, que era �l quien hab�a indicado a Col�n, no solamente la ruta a seguir para alcanzar el Asia, sino tambi�n la existencia de un continente desconocido.

Y que era �l tambi�n quien hab�a mostrado, en un globo terr�queo, a Magallanes el estrecho que lleva hoy en d�a el nombre de este �ltimo pero que, en el siglo XVI, se llamaba habitualmente Fretum Bohemicum, no sin sugerir que hubiera sido justo designar el continente entero con el nombre de Bohemia.

Guillermo Postel no vacilaba en escribir en su Cosmographia: "Ad 54 grad. (lat. mer.) ubiest Martini Bohemi fraetum a Magaglianeso alis nuncupatum".

Que Col�n haya conocido a Behaim, no hay mucha duda al respecto. Ambos vivieron en Lisboa desde 1482 a 1484, el uno cart�grafo, el otro ge�grafo del rey. Ten�an, por lo dem�s, relaciones comunes. Behaim formaba parte, con dos m�dicos de Juan II, Maese Rodrigo y el jud�o Maese Josef, de la Junta de Matem�ticos encargada por el soberano de buscar el medio de navegar por la altura del sol, y fue en esa �poca que invent� un astrolabio de nuevo tipo.

Ahora bien: estos dos m�dicos fueron designados por Diego de Ortiz, obispo de Ceuta, para examinar el proyecto de Col�n relativo a un viaje a Cipango (el Jap�n). M�s todav�a: el suegro de Col�n, Bartolom� Mu�iz Perestrello, era gobernador de Porto Santo, mientras que el Caballero von H�ter, suegro de Behaim, ya lo hemos dicho, ocupaba el mismo cargo en Fayal, una de las islas Azores.

El problema es saber, por un lado, si Behaim conoc�a la existencia del nuevo mundo y, por otro, en caso de respuesta positiva, si hab�a hablado del asunto con Col�n. El que no hubiera hecho figurar Am�rica en su globo terr�queo no ser�a sino muy natural: el secreto del rey se lo prohib�a.

En lo que ata�e a Magallanes, parece que el asunto est� claro. Tenemos, en efecto, dos testimonios concordantes. Por un lado, el tr�nsfuga portugu�s, mientras presentaba su proyecto a la Corte de Espa�a, en Valladolid, mostr� a Juan Rodr�guez de Fonseca, obispo de Burgos, un mapamundi en el cual figuraba en blanco la zona del estrecho.

Explic� a los ministros del rey - probablemente el Cardenal Xim�nez y Mons. de G�bres - que �l hab�a visto dicho estrecho,

"en una carta marina construida por Mart�n de Bohemia, portugu�s, natural de la isla de Fayal, cosm�grafo de gran reputaci�n".

El error cometido en cuanto a la nacionalidad de Behaim era de lo m�s com�n.

Todo eso no es nada al lado del testimonio de Antonio Pigafetta, Caballero de Rodas, agregado a la Legaci�n Apost�lica en Espa�a, quien acompa�� a Magallanes y Elcano en su famosa vuelta al mundo.

Lo encontramos en el Diario que hizo llegar, a su regreso, al Papa Clemente VII y al Gran Maestre de Rodas, el normando Felipe de Villiers de l'Isle Adam:

"El 21 de octubre encontramos un estrecho, al que dimos el nombre de las once mil v�rgenes, por ser el d�a consagrado a ellas. Sin el saber de nuestro capit�n, no se hubiera podido desembocar este estrecho porque todos cre�mos que estaba cerrado; pero nuestro capit�n se hab�a informado de que deb�a pasar por un estrecho singularmente oculto, habi�ndolo visto en una carta conservada en la tesorer�a del Rey de Portugal y dibujado por un cosm�grafo excelente, Mart�n de Bohemia".

Notemos que Pigafetta se hab�a portado, en las horas dif�ciles de la expedici�n, como amigo leal de Magallanes y que no se lo puede en absoluto sospechar de querer disminuir el m�rito de su jefe.

Alejandro de Humboldts6 procur� explicar el misterio por las expediciones clandestinas de los portugueses en Sudam�rica, las cuales tuvieron lugar, sin duda alguna.

Lo sabemos, en particular, por Ruysch que escrib�a como leyenda de la T�rra Sanctae Crucis, mal dise�ada y separada del Yucat�n por un paso libre:

"Nautae lusitani partem hanc terrae hujus observarunt et usque ad elevationem poli antartici 50 gradum pervenerunt, nondum tamen ad ejus finem austrinum".

Los portugueses no hab�an pasado, pues, del 50� de Latitud Sur.

Los espa�oles, por su parte, en 1508, fecha del mapa en cuesti�n, no hab�an ido m�s lejos que el Cabo San Agust�n (8� 20'). Juan D�az de Sol�s y Vicente Y��ez Pinz�n s�lo deb�an de alcanzar el 40" de Latitud Sur muchos a�os m�s tarde.

Por otro lado, ning�n viaje clandestino que hubiera tenido lugar entre la expedici�n de Alvares Cabral, en 1500, y la publicaci�n del mapa de Ruysch, en 1508, explicar�a la certeza anterior de Col�n, sin olvidar que los autores que menciona Ruysch no habr�an alcanzado el Estrecho de Magallanes.

Si Behaim, pues, como es probable, conoc�a la existencia del Nuevo Mundo y del paso austral, no pudo ser sino sobre la base de otras informaciones, probablemente recogidas en Alemania.


3. El comercio del palo brasil

S�, por Mart�n Behaim, existi� un contacto entre Portugal, punto de partida de Col�n y de Magallanes, y la patria de Wa�dseem�ller, la m�s estrecha colaboraci�n vinculaba, en aquella �poca, a dieppenses y castellanos, cuyos buques estaban mutuamente eximidos de ciertos derechos.

Se intercambiaban a menudo pilotos e int�rpretes. M�s a�n, �no se convirti� el normando Roberto de Braquemont en almirante castellano y Juan de B�thencourt, en rey de las Canarias, con dependencia de Castilla?

Tal vez el apoyo pol�tico y financiero que Col�n encontr� en Espa�a se debiera en parte al hecho de que se conoc�a muy bien all� la existencia de Am�rica, cuyas costas meridionales los normandos frecuentaban desde mediados del siglo XVI, vale decir desde la �poca del desembarco del Padre Gnupa en el Guayr�: lo podemos probar.

Al mismo tiempo que las especias, los �rabes importaban de Insulindia y del Malabar, desde el siglo IX, una madera colorada cuyos extractos serv�an para te�ir los tejidos: el bakkam, vocablo del que los italianos hicieron Bresill, brasilly, braxilis, verzino o, en lat�n, bresillum y verzinum. Se trataba del sapang (caesalpmia sapan), el candana (pterocarpus shntalinus) y otras maderas de tintura coloradas.

Los catalanes, que serv�an de intermediarios entre Italia y Castilla, la llamaban brasil.

A ellos debemos la segunda menci�n documentada del producto: en 1252, figuran en la Tarifa de Aduanas de Collioure, en el Rosell�n, conques de brasil, laca y grana. La conque era, seg�n parece, madera triturada o pasta de madera; laca no exige explicaci�n; grana se aplicaba a un extracto complejo sacado del coccus polonicus, del coccus laca y del crot�n lacciferum.

La primera menci�n nos viene de la Tarifa de Aduanas de Ferrara que, en 1193, hace figurar la grana di brasil! al lado de la pimienta, el az�car y el azafr�n.

La Tarifa de M�dena incluye, en 1376, la soma di braxi�is, vale decir "harina", "polvo". Los �rabes, cuyos buques no estaban en condiciones de trasportar troncos, vend�an a los italianos, juntamente con las especias, extractos de tintura elaborados en los pa�ses de origen, de gran val�a con reducido volumen.

En Francia, por el contrario, son troncos de br�sil los que se encuentran a partir de siglo XIII.

"Los toneleros pueden hacer toneles con maderas de tamarisco y de br�sil", reza, en tiempos del rey San Luis, el Libro de los Oficios de Estienne Boileau.

Y agrega:

"Ning�n ebanista puede poner con el boj otra madera alguna que no sea m�s cara que el boj, a saber... br�sil y cipr�s".

A fines del siglo XIII, el brasil se menciona como art�culo de importaci�n en las Droitures, consternes et appartenances de la uiscomt� de l'eau, de R�an.

En 1387, la Costumbre de Harfleur fija los derechos sobre este producto en cuatro denarios y medio cada cien libras. En 1396, la Aduana de Dieppe cobraba "para la carche de brasil VIII denarios, para el fardo III denarios". Est� demostrado, pues, que el brasil entraba en Francia por los puertos de Normand�a.

Ya no se trataba de extractos, sino de troncos. Cuando, despu�s del "Descubrimiento" de Am�rica, el brasil llegue directamente en Portugal y Espa�a, se especificar� cuidadosamente "pau brazil" o "pa�o brasil".

�De d�nde sacaban los normandos esos troncos? De seguro que no iban a buscarlos en el Asia: sus expediciones en las costas del �frica no pasaban del r�o Za�re (el Congo) donde ten�an una factor�a llamada "el peque�o Dieppe". No los compraban a los �rabes, puesto que �stos s�lo importaban extractos. La conclusi�n es que deb�an de haber encontrado una nueva fuente de abastecimiento.

Ahora bien: fuera del Asia meridional, la madera de tintura colorada s�lo se halla en Centroam�rica y en el Brasil: una variedad del sapang, la caesa�pinia brasi�iensis.

De hecho, a partir de 1350, empiezan a aparecer en los mapas del Atl�ntico, adem�s de las islas "bien conocidas", como escrib�a en 1474, el ge�grafo florentino Toscanelli a su colega el Can�nigo Mart�nez, entonces al servicio del Portugal, de Antilla, San Brandan y Manos de Satan�s, y a�n de aquella, "recientemente descubierta", que el mapa del genov�s Bedrazio denomina significativamente, en 1436, Danmar, una nueva isla que nos interesa muy especialmente.

El Portulano Mediceano la llama, en 1351, Brazil; Pizigano, en 1367, Bracir; el Mapa Catal�n, en 1375, y el Portulano de Macia de Villadeste, Brazil; el Portulano de la Biblioteca de Dij�n, en 1428, y los mapas de Bianco, en 1436, y de Fra Mauro, en 1457, Berzil.

Su situaci�n en el oc�ano es sumamente variable y encontramos la isla tanto al oeste de Irlanda como en el archipi�lago de las Azores, tanto a la altura de las Antillas como a la de Pernambuco.

Nada m�s natural: los normandos no hab�an podido disimular por mucho tiempo la existencia de la nueva tierra - y todas las nuevas tierras eran "islas", en aquel entonces - a donde iban a buscar el palo brasil, pero se reservaban celosamente el secreto de su emplazamiento.

Notemos aqu� que Pizigano mencionaba, en su mapa, que el nombre de Bracir hab�a sido dado por ellos a la isla en cuesti�n.

�D�nde se encontraba realmente la tierra del brasil?

Gonneville, del que volveremos a hablar, lo precisa en 1503:

en el "pa�s de las Indias Occidentales, donde desde hace a�os los de Dieppe y de Saint-Malo y otros normandos van a buscar madera para te�ir de colorado, algodones, monas y papagayos y otras mercader�as".

S�lo se encontraban todos estos productos a la vez en la regi�n que los portugueses, que la descubrieron en 1500 pero no tomaron posesi�n de ella sino muchos a�os m�s tarde, llamaban T�rra Sanctae Crucis pero que los franceses siempre designaban con el nombre de Brasil.


4. Las expediciones dieppenses al Brasil

Sabr�amos mucho m�s sobre las expediciones normandas en Am�rica si un bombardeo ingl�s no hubiera quemado, en 1694, tres siglos de archivos del Almirantazgo y del Ayuntamiento de Dieppe.

El relato que nos dej� Desmarquets de la de Jean Cousin es, sin embargo, demasiado preciso, aun cuando se noten muchos errores de detalle en la obra que lo contiene, para poder haber sido inventado lisa y llanamente. En cuanto al viaje posterior de Gonneville, lo respaldan documentos indiscutibles. Y es �ste el m�s importante para nosotros.

Soldado y negociante, Jean Cousin era una personalidad de primer plano en la Dieppe del final del siglo XV.

Se lo hab�a visto combatir victoriosamente a los ingleses como capit�n de un buque mercante artillado, y nadie desconoc�a sus numerosos viajes por las costas del �frica. Nada sorprendente, pues, en que fuertes mercaderes de su ciudad natal le ofrecieran, en 1488, tomar el mando de una expedici�n destinada a adelantarse a los portugueses en la ruta de las Indias Orientales.

Cousin parti� ese mismo a�o. Los dieppenses sab�an muy bien que, para alcanzar la costa africana sin correr el riesgo de encallar, hab�a que elevarse mar adentro hasta la altura del punto a donde se deseaba llegar. Puesto que se trataba, esta vez, de ir mucho m�s al sur que de costumbre, nuestro capit�n avanz� hacia el oeste m�s de lo que se sol�a hacer.

A la altura de las Azores, su buque fue arrastrado por una violent�sima corriente marina - evidentemente la Norte-ecuatorial - que lo llev� hacia el oeste, hasta una tierra desconocida - esto, por lo menos, dice Desmarquets - cerca de la desembocadura de un gran r�o que no pod�a ser sino el Amazonas.

Cousin no ten�a ni los medios ni, probablemente, el prop�sito de fundar un establecimiento. Reembarc�, pues, naveg� hacia el sudeste, alcanz� el �frica austral a la altura del Cabo de las Agujas, subi� hacia el norte a lo largo de las costas del Congo y de Guinea, donde canje� sus mercanc�as, y por fin volvi� a Dieppe.

Un hecho extra�o que ya se�alamos anteriormente, despu�s de muchos: Cousin hab�a contratado como segundo a un castellano llamado Pingon (sic).

Hubo de lamentarlo, pues el individuo en cuesti�n intent�, por lo dem�s en Vano, sublevar la tripulaci�n. Exonerado por el Consejo del Almirantazgo de Dieppe, Pingori' desapareci�. Hay fuertes probabilidades de que se trate de Alonso Pinz�n, lugarteniente de Col�n unos a�os m�s tarde. Sabemos, en efecto, que el Almirante consultaba a menudo a �ste y no vacilaba, para ello, a ir a visitarlo a bordo de su buque.

Todo parece indicar que el capit�n de La Pinta sab�a cu�l era el rumbo a seguir. Insisti� en varias oportunidades, y con raz�n, para que la flotilla navegara hacia el sudoeste, lo que consigui� finalmente. Cuando las tripulaciones amenazaron amotinarse, fue �l quien devolvi� el coraje a los marineros.

Pero, apenas llegado en el Mar del Caribe, abandon� lisa y llanamente a Col�n y sali� a "descubrir" por su lado, tan indisciplinado como el Pincon de Jean Cousin. Tal vez no fuese mera casualidad que, en 1499, Vicente Y��ez Pinz�n, sobrino de Alonso, montara a sus expensas una expedici�n a Am�rica y alcanzara precisamente el punto que, veros�milmente, hab�a tocado Jean Cousin, entre Recite y el Amazonas.

Queda por saber si el capit�n dieppense hab�a realmente llegado por casualidad, no s�lo al Brasil, sino tambi�n a una de las dos regiones costeras que frecuentaban los daneses de Tiahuanacu.

Lo que suscita la duda al respecto es el viaje de Gonneville que, al contrario del anterior, es indiscutible.

En 1503, el Capit�n Paulmier de Gonneville sali� de Honfleur y alcanz� sin dificultades, despu�s de hacer escala en Lisboa y en las islas de Cabo Verde, la costa brasile�a hacia la cual se dirig�a, a la altura del Cabo San Agust�n.

All� lo sorprendi� un violento temporal que lo zarande�, durante varias semanas, entre Sudam�rica y el Cabo de Buena Esperanza (Cabo de las Tormentas) y luego lo ech�, hacia el oeste, sobre una tierra desconocida,

"m�s all� del tr�pico austral", donde pas� seis meses.

Tenemos la relaci�n original de Gonneville, conservada en la Biblioteca del Arsenal, en Par�s:

"Declaraci�n del viaje del Capit�n Gonneville y unos compa�eros en las Indias, y b�squedas hechas en dicho viaje, presentada ante la justicia por el capit�n y sus dichos compa�eros, seg�n lo requiri� la gente del Rey nuestro Se�or y les fue intimado".

Se trata de un documento judicial elevado por Gonneville al Almirantazgo a pedido del Procurador del Rey, el 19 de julio de 1505, en raz�n del ataque de su buque por dos nav�os piratas y de la p�rdida, en el naufragio que result� del combate, de su libro de bit�cora. Nada m�s aut�ntico, por lo tanto.

La expedici�n hab�a sido financiada por burgueses de Dieppe. Un Espoir, de 120 toneladas, cargado con art�culos de trueque (g�neros, hachas, espejos, cuchillos, azadones, cuentas de vidrio, etc.), zarp� el 23 de junio de 1503, con sesenta tripulantes y abord� el continente americano entre el 33� y el 22� grados de Latitud Sur, vale decir en las costas que bordean los actuales estados brasile�os de R�o Grande del Sur, Santa Catalina y San Pablo.

M�s exactamente a�n: en las costas del Guayr�. Despu�s de explorar el pa�s, un Espoir entr� en un gran r�o que era "casi como el r�o Orne".

Los habitantes de la regi�n, carij�s de raza guaran�, acogieron amistosamente a los normandos. El pa�s, f�rtil y bastante-bien cultivado, no estaba muy poblado. Los ind�genas, sedentarios, moraban en villorrios de treinta a cuarenta cabanas. Viv�an de la caza, la pesca y "algunas legumbres y ra�ces".

Gonneville se llev� muy bien con el jefe supremo de la regi�n, Arosca, hombre de sesenta a�os "de porte grave y mediana estatura, regordete y de mirada bondadosa". Distribuy� regalos y tom� posesi�n del territorio erigiendo una cruz de treinticinco pies que llevaba, en uno de sus lados, una inscripci�n latina con la fecha y, en el otro, los nombres del Papa Alejandro VI, el Rey Luis XII, el almirante, el capit�n, los armadores y los tripulantes del Espoir.

Parece que el pa�s y sus habitantes gustaron a Gonneville y a sus hombres, pues se demoraron m�s de lo que exig�a el calafateo del buque.

S�lo seis meses despu�s de su llegada L'Espoir se hizo a la mar. Llevaba un precioso cargamento de mercanc�as locales y, lo que es m�s importante, el hijo de Arosca, Essomericq, de quince a�os de edad, y su sirviente Namoa. El navio luch� penosamente contra las corrientes marinas, entonces desconocidas, del Atl�ntico Sur.

El escorbuto se declar� a bordo y Namoa falleci� por su culpa. Muy enfermo, Essomericq fue bautizado con el nombre de Binot. Se cur�. Gonneville hizo escala en el pa�s de los tupinamb�es, en las costas de los actuales estados de R�o de Janeiro y Esp�ritu Santo.

Los ind�genas ya hab�an visto a europeos,

"como se notaba por las mercanc�as de cristiandad que los indios ten�an".

Tal vez, inclusive, tuvieran motivos para quejarse de ellos, pues atacaron a la tripulaci�n de L'Espoir, matando a dos hombres e hiriendo a cuatro.

Despu�s de una nueva escala en el Golfo de Bah�a, el navio retom� su rumbo, avist� a la isla. Fernando de Noronha, cruz� el Mar de los Sargazos que asust� mucho a los marineros y, luego, alcanz� las Azores, Irlanda y Jersey. A lo largo de Dieppe, dos buques piratas lo atacaron y, a pesar de una bella defensa, lo obligaron a encallar.

El barco y su carga se perdieron, pues, a unas millas del puerto y Gonneville, a pesar de no tener la culpa, no encontr� m�s comanditarios para montar una segunda expedici�n. Lo cual le impidi� cumplir con Arosca, a quien hab�a prometido traer de vuelta a su hijo.

Pero dio al joven una educaci�n esmerada, lo cas�, en 1521, con su hija Suzana y le leg�, al morirse, parte de sus bienes, con obligaci�n para �l y sus descendientes varones de usar el nombre y las armas de los Gonneville.

En este relato, dos hechos llaman la atenci�n. En primer lugar, nuestro capit�n, que se dirige hacia el Brasil, toca tierra "por casualidad" en la costa del Guayr� y, a la vuelta, hace escala en los mismos puntos que el Padre Gnupa a su llegada. Asimismo, antes de �l, pescadores dieppenses, no menos "por casualidad", hab�an retomado el camino de Norombega, en Markiandia, y Jean Cousin, tambi�n "por casualidad", hab�a alcanzado la desembocadura del Amazonas.

Si los normandos hubieran tenido mapas exactos de Am�rica tal como la conoc�an'-'los vikingos, hubieran sido atra�dos muy exactamente por esos tres puntos.

En segundo lugar, Gonneville, un noble orgulloso de su nombre y su blas�n, casa a su hija con uno de esos indios que, en 1518, otros dieppenses, probablemente parientes suyos, Prosper y Mathieu Paulmier, describen con estos t�rminos poco halag�e�os:

"Son de color oscuro, tienen gruesos labios; su cara est� surcada de estigmas; parecer�a que venas l�vidas, que parten de la oreja y llegan a la barbilla, dise�an sus mand�bulas. Nunca tienen barba en la cara ni en otras partes, ning�n pelo en el cuerpo, salvo el cabello y las cejas..."

Esta alianza, muy real, sin embargo, resulta sumamente inveros�mil. Pero todav�a hay m�s. El hijo de Essomericq y Suzana, Binot Paulmier de Gonneville, tom� los h�bitos y fue can�nigo de la catedral de San Pedro de Lisieux.

Ahora bien: en aquel entonces, la Iglesia no ordenaba a los mestizos. Y queda el nombre del yerno e hijo adoptivo de Gonneville, Essomericq, tan poco guaran�, en el cual no es muy dif�cil reconocer el Erik escandinavo...

Tenemps derecho, pues, a preguntarnos si los habitantes de la costa del Guayr� era realmente indios y si no se trataba, en realidad, de descendientes, ya parcialmente degenerados, pero puros a�n, de los daneses de Tiahuanacu.

No hac�a tanto tiempo que los blancos de Yvytyruz� todav�a trazaban runas.

La expedici�n de Gonneville por cierto no fue la �nica de su naturaleza. A principios del siglo XVI, dos armadores dieppenses, los hermanos Ango, organizaron un servicio regular con el Brasil y rivalizaron encarnizadamente con los portugueses por el Pa�s de los Papagayos.

No s�lo los dieppenses, por lo dem�s. Bajo Francisco I, verdaderas flotas mercantes iban al Brasil tambi�n desde Honfleur, R�an y, m�s tarde, El Havre. Esto por lo menos hasta 1555, fecha en la cual Villegaignon fund� en la bah�a de R�o de Janeiro, por orden del Almirante de Coligny, su ef�mera Francia Ant�rtica.

Estas expediciones debieron buena parte de su �xito a las excelentes relaciones que los normandos manten�an con los indios que, por el contrario, odiaban a los portugueses.

El mismo Villegaignon recibi�, hasta el �ltimo momento, el apoyo eficac�simo de los ind�genas de R�o. "

Entre los brasile�os y los franceses, escribe Gravier (81), los mejores intermediarios fueron los int�rpretes normandos.

Eran aventureros audaces, que no vacilaban en establecerse en medio de las tribus brasile�as, aprend�an su idioma, se conformaban a sus costumbres y viv�an su vida...

Su valent�a suscitaba admiraci�n entre los brasile�os, que los quer�an tambi�n por su habilidad, su comprensi�n y la facilidad con la cual se conformaban a las costumbres nacionales y hablaban su lengua...

Gran parte de ellos no s�lo adoptaban el idioma y las costumbres de su pa�s de adopci�n, sino que llevaron el olvido de su origen hasta renunciar a su religi�n y a tomar parte en los m�s horrendos festines del canibalismo".

Esta asimilaci�n tan r�pida y tan completa de normandos a la vida y la mentalidad de los indios nos ayuda a entender, entre par�ntesis, c�mo los descendientes de los daneses de Tiahuanacu se han convertido, en la selva en los actuales guayak�es.

Hay m�s todav�a. Cuarenta y seis a�os antes de la llegada de Gonneville, a�n hab�a en el Guayr� blancos que sab�an escribir con runas y, por lo tanto, veros�milmente, a�n hablaban el norr�s o, por lo menos, un derivado del norr�s. Ahora bien: en la Edad Media, Normand�a y Dinamarca manten�an intercambios comerciales seguidos.

Los barcos daneses frecuentaban asiduamente los puertos de Normand�a y los navios normandos, los de Dinamarca. No deb�an de faltar, pues, marineros capaces de farfullar el norr�s.

Comprendemos as� c�mo y por qu� los int�rpretes normandos se entend�an tan bien y tan f�cilmente con los ind�genas o, por lo menos, con algunos de ellos, especialmente en el Guayr�.

Tenemos una prueba complementaria de que las relaciones entre Normand�a y el Brasil fueron sumamente estrechas a principios del siglo XVI merced a un op�sculo de la �poca que nos describe la fiesta organizada, en R�an, en oportunidad de la Joyeuse Entr�e de Enrique II y Catalina de M�dici. Se edific� una aldea india en una selva cuyos �rboles hab�an sido llenados de monos y papagayos.

Cincuenta tupinamb�es de la tribu de los tabagerres, a las �rdenes de su morbich� - correctamente, mburuvich� - (cacique) simularon un combate. Se les hab�an agregado doscientos cincuenta int�rpretes y marineros que hab�an vivido en el Brasil.

O sea trescientos hombres,

"desnudos, bronceados y erizados, sin cubrir de ninguna manera la parte que la naturaleza ordena".

Ya que el puritanismo a�n no hab�a corrompido las mentes, a mediados del siglo XVI, la Corte y, en especial, la Reina mostraron ante el espect�culo "cara alegre y riente".

La iglesia Saint-Jacques, en Dieppe, nos ense�a todav�a un friso que data de 1525 a 1530 y representa a hombres, plantas y animales que pertenec�an a las tierras entonces frecuentadas por los normandos. Se ven, en medio de negros y asi�ticos, siete indios brasile�os, cinco varones, una mujer y un ni�o, totalmente desnudos pero tocados con plumas u hojas.

As� la piedra conserva el recuerdo de la epopeya mar�tima de los normandos en Sudam�rica a donde hab�an vuelto siguiendo los rastros de sus antepasados.

De elle queda igualmente un aporte apreciable a la lengua francesa en la cual gran n�mero de palabras guaran�es entraron directamente, sin pasar por el portugu�s ni el espa�ol: tapir, sagouin, ara, acajou, manioc, y cien otras m�s.


5. El padre Gnupa, normando

Se conoc�a, por lo tanto, a principios del siglo XVI, y mucho antes, la existencia del continente americano.

Las dos principales potencias mar�timas de la �poca, Espa�a y Portugal, pose�an - y manten�an secretos con el mayor cuidado - datos precisos acerca de un mundo que no era tan nuevo como se lo proclam� despu�s de 1492. Pero lo esencial de dichos datos no proven�a de los marinos castellanos y lusitanos. Ellos lo hab�an recibido, los primeros de Normand�a, los segundos de Alemania.

El mapa de Mart�n Wa�dseem�ller, que evidentemente no es el producto de la adivinaci�n, ni siquiera de indicaciones parciales que el azar de las tempestades hubiera podido proporcionar, sino de relevamientos cient�ficos efectuados por sabios ge�grafos, muestra que se conservaban, en Alemania, elementos que no se hab�an hecho p�blicos y que el mismo cart�grafo que se atrevi� a divulgarlos se apresur� a tapar poco despu�s.

Los normandos, por su lado, utilizaban desde hac�a tiempo sus conocimientos, tanto para ir a pescar bacalao en Terranova y Acadia - no eran ellos los �nicos - como para ir a buscar el palo brasil en la regi�n del Amazonas.

�De qui�nes pod�an provenir estas informaciones?

En lo que ata�e a Norteam�rica, no hay duda alguna: las colonias islandesas de Vinlandia hab�an mantenido durante largo tiempo, lo prueban los mapas, un estrecho contacto con Escandinavia. Pero el problema se plantea en cuanto a la parte meridional del continente.

�La hab�an alcanzado, en la Edad Media, expediciones europeas, navegando en su derredor? No existe al respecto ni el menor rastro y los barcos de que se dispon�a en la �poca no permiten considerar seriamente esta posibilidad.

Por el contrario, sabemos que un grupo de vikingos se hab�a establecido, en el siglo XI, en el Altiplano andino y hab�a conquistado, en Sudam�rica, un inmenso imperio cuya red caminera se extend�a, al este, hasta el Atl�ntico. Tenemos la prueba de que, hacia 1250, se hab�a establecido un contacto entre los daneses de Tiahuanacu y sus primos de Normand�a.

Fue en aquella �poca, en efecto, que el palo brasil apareci� en R�an, en Harfleur, en Dieppe. Y fue en aquella �poca igualmente que surgieron a orillas del Lago Titicaca elementos arquitect�nicos que proven�an de Amiens.

Todo deja suponer que la iniciativa de ese contacto se debi� a los vikingos que no ignoraban ni su origen ni el itinerario que sus antepasados del siglo X hab�an seguido del Schieswig a M�xico, pasando por Inglaterra e Irlanda, como lo demuestran las inscripciones r�nicas que relevamos, y luego al Per�. En el caso contrario, habr�a que admitir la intervenci�n del azar.

De cualquier modo, las tradiciones ind�genas nos hablan de un sacerdote cat�lico - tal vez ni el primero ni el �ltimo - que los daneses de Tiahuanacu llamaban Padre Gnupa y que hab�a llegado al Altiplano, en la segunda mitad del siglo XIII, despu�s de seguir, desde San Vicente, uno de los caminos - el Peabir� - que cruzaban el Guayr� y el Paraguay.

Acompa�ado de disc�pulos y, veros�milmente, como parece indicarlo el descubrimiento en el Per� de una cota de mallas, de una escolta militar, este religioso hab�a llegado a Santos por el mar y conocemos sus escalas brasile�as que el dieppense Gonneville, ciento cincuenta a�os m�s tarde, tampoco desconoc�a.

�Hab�a tra�do consigo a un arquitecto y un imaginero, o �l mismo era lo uno y lo otro?

Todo lo que podemos afirmar es que por lo menos uno de los miembros del grupo que �l encabezaba proced�a de Normand�a y hab�a trabajado en la construcci�n de la catedral de Amiens. El tapiz de Ovrehogdal y sus llamas muestran, es cierto, que los vikingos de Tiahuanacu no hab�an omitido, al volver a Europa, visitar su patria de origen.

Pero fue a Normand�a, y no a Escandinavia, que trajeron su conocimiento de Sudam�rica, y fue de Normand�a que este pas�, por Sal�t-Di�, a la Alemania occidental. En el caso contrario, el palo brasil habr�a aparecido en Hamburgo y no en R�an.

Todo parece indicar, pues, que el Padre Gnupa era normando.