12. Muerte en el páramo
Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar crédito a mis oídos. Luego
recobré los sentidos y la voz, al mismo tiempo que, como por ensalmo, el peso de una abrumadora
responsabilidad pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía
pertenecer a una persona en todo el mundo.
—¡Holmes! —exclamé—. ¡Holmes!
—Salga —dijo— y, por favor, tenga cuidado con el revólver.
Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra en el exterior del refugio,
los ojos grises llenos de regocijo mientras captaban el asombro que reflejaban mis facciones. Mi
amigo estaba muy flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro tostado por el sol y
curtido por el viento. Con el traje de tweed y la gorra de paño parecía uno de los turistas que
visitan el páramo y, gracias al amor casi felino por la limpieza personal que era una de sus
características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan bien afeitadas y su ropa blanca tan
inmaculada como si siguiera viviendo en Baker Street.
— Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida — dije mientras le
estrechaba la mano con todas mis fuerzas.
—Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?
—Así es, tengo que confesarlo.
—No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a veinte pasos de la puerta
no tenía ni idea de que hubiera descubierto mi retiro provisional y menos aún de que estuviera
dentro.
—¿Mis huellas, supongo?
—No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus huellas entre todas las
demás. Si se propone usted de verdad sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero, porque
cuando veo una colilla en la que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson se
encuentra por los alrededores. Puede usted verla ahí, junto al sendero. Sin duda alguna se deshizo
del cigarrillo en el momento crucial en que se abalanzó sobre el refugio vacío.
—Exacto.
—Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de que estaba emboscado,
con un arma al alcance de la mano, en espera de que regresara el ocupante del refugio. ¿De
manera que creyó usted que era yo el criminal?
—No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo.
—¡Excelente, Watson! Y, ¿cómo me ha localizado? ¿Me vio quizá la noche en que Sir Henry
y usted persiguieron al preso, cuando cometí la imprudencia de permitir que la luna se alzara por
detrás de mí?
—Sí; le vi en aquella ocasión.
—Y, sin duda, ¿ha registrado usted todos los refugios hasta llegar a éste?
—No; alguien ha advertido los movimientos del muchacho que le trae la comida y eso me ha
servido de guía para la búsqueda.
—Sin duda el anciano caballero con el telescopio. No conseguí entender de qué se trataba la
primera vez que vi el reflejo del sol sobre la lente —se levantó y miró dentro del refugio—. Vaya,
veo que Cartwright me ha traído algunas provisiones. ¿Qué dice el papel? De manera que ha
estado usted en Coombe Tracey, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Para ver a la señora Laura Lyons?
—Así es.
—¡Bien hecho! Nuestras investigaciones han avanzado en líneas paralelas y cuando sumemos
los resultados espero obtener una idea bastante completa del caso.
— Bueno; yo me alegro en el alma de haberlo encontrado, porque a decir verdad la
responsabilidad y el misterio estaban llegando a ser demasiado para mí. Pero, por el amor del
cielo, ¿cómo es que ha venido usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que seguía en
Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.
—Eso era lo que yo quería que pensara.
—¡Entonces me utiliza pero no tiene confianza en mí! —exclamé con cierta amargura—. Creía
haber merecido que me tratara usted mejor, Holmes.
—Mi querido amigo, en ésta, como en otras muchas ocasiones, su ayuda me ha resultado
inestimable y le ruego que me perdone si doy la impresión de haberle jugado una mala pasada. A
decir verdad, lo he hecho en parte pensando en usted, porque lo que me empujó a venir y a
examinar la situación en persona fue darme cuenta con toda claridad del peligro que corría. Si los
hubiera acompañado a Sir Henry y a usted, mi punto de vista coincidiría por completo con el suyo,
y mi presencia habría puesto sobre aviso a nuestros formidables antagonistas. De este otro modo
me ha sido posible moverme como no habría podido hacerlo de vivir en la mansión, por lo que
sigo siendo un factor desconocido en este asunto, listo para intervenir con eficacia en un momento
crítico.
—Pero, ¿por qué mantenerme a oscuras?
—Que usted estuviera informado no nos habría servido de nada y podría haber descubierto mi
presencia. Habría usted querido contarme algo o, llevado de su amabilidad, habría querido traerme
esto o aquello para que estuviera más cómodo y de esa manera habríamos corrido riesgos
innecesarios. Traje conmigo a Cartwright (sin duda recuerda usted al muchachito de la oficina de
recaderos) que ha estado atendiendo a mis escasas necesidades: una barra de pan y un cuello
limpio. ¿Para qué más? También me ha prestado un par de ojos suplementarios sobre unas piernas
muy activas y ambas cosas me han sido inapreciables.
—¡En ese caso mis informes no le han servido de nada! —me tembló la voz y recordé las
penalidades y el orgullo con que los había redactado.
Holmes se sacó unos papeles del bolsillo.
—Aquí están sus informes, mi querido amigo, que he estudiado muy a fondo, se lo aseguro.
He arreglado muy bien las cosas y sólo me llegaban con un día de retraso. Tengo que felicitarle
por el celo y la inteligencia de que ha hecho usted gala en un caso extraordinariamente difícil.
Todavía estaba bastante dolorido por el engaño de que había sido objeto, pero el calor de los
elogios de Holmes me ablandó y además comprendí que tenía razón y que en realidad era mejor
para nuestros fines que no me hubiera informado de su presencia en el páramo.
—Eso ya está mejor —dijo Holmes, al ver cómo desaparecía la sombra de mi rostro—. Y
ahora cuénteme el resultado de su visita a la señora Laura Lyons; no me ha sido difícil adivinar
que había ido usted a verla porque ya sabía que es la única persona de Coombe Tracey que podía
sernos útil en este asunto. De hecho, si usted no hubiera ido hoy, es muy probable que mañana lo
hubiera hecho yo.
El sol se había ocultado y la oscuridad se extendía por el páramo. El aire era frío y entramos en
el refugio para calentamos. Allí, sentados en la penumbra, le conté a Holmes mi conversación con
la dama. Se interesó tanto por mi relato que tuve que repetirle algunos fragmentos antes de que se
diera por satisfecho.
—Todo eso es de gran importancia en este asunto tan complicado —dijo cuando terminé—,
porque colma una laguna que yo había sido incapaz de llenar. Quizá está usted al corriente del
trato íntimo que esa dama mantiene con Stapleton.
Lo ignoraba por completo.
—No existe duda alguna al respecto. Se ven, se escriben, hay un entendimiento total entre
ambos. Y esto coloca en nuestras manos un arma muy poderosa. Si pudiéramos utilizarla para
separar a su mujer...
—¿Su mujer?
—Déjeme que le dé alguna información a cambio de toda la que usted me ha proporcionado.
La dama que se hace pasar por la señorita Stapleton es en realidad esposa del naturalista.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo ha permitido ese hombre
que Sir Henry se enamore de ella?
—El enamoramiento de Sir Henry sólo puede perjudicar al mismo baronet. Stapleton ha tenido
buen cuidado de que Sir Henry no haga el amor a su mujer, como usted ha tenido ocasión de
comprobar. Le repito que la dama de que hablamos es su esposa y no su hermana.
—Pero, ¿cuál es la razón de un engaño tan complicado?
—Prever que le resultaría mucho más útil presentarla como soltera.
Todas mis dudas silenciadas y mis vagas sospechas tomaron repentinamente forma
concentrándose en el naturalista, en aquel hombre impasible, incoloro, con su sombrero de paja y
su cazamariposas. Me pareció descubrir algo terrible: un ser de paciencia y habilidad infinitas, de
rostro sonriente y corazón asesino.
—¿Es él, entonces, nuestro enemigo? ¿Es él quien nos siguió en Londres?
—Así es como yo leo el enigma.
—Y el aviso..., ¡tiene que haber venido de ella!
—Exacto.
En medio de la oscuridad que me había rodeado durante tanto tiempo empezaba a perfilarse el
contorno de una monstruosa villanía, mitad vista, mitad adivinada.
—Pero, ¿está usted seguro de eso, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa?
—Porque el día que usted lo conoció cometió la torpeza de contarle un fragmento auténtico de
su autobiografía, torpeza que, me atrevería a afirmar, ha lamentado muchas veces desde entonces.
Es cierto que fue en otro tiempo profesor en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no hay nada tan
fácil de rastrear como un profesor. Existen agencias académicas que permiten identificar a
cualquier persona que haya ejercido la docencia. Una pequeña investigación me permitió descubrir
cómo un colegio se había venido abajo en circunstancias atroces, y cómo su propietario (el
apellido era entonces diferente) había desaparecido junto con su esposa. La descripción coincidía.
Cuando supe que el desaparecido se dedicaba a la entomología, no me quedó ninguna duda.
La oscuridad se aclaraba, pero aún quedaban muchas cosas ocultas por las sombras.
—Si esa mujer es de verdad su esposa, ¿qué papel corresponde a la señora Lyons en todo esto?
—pregunté.
—Ese es uno de los puntos sobre los que han arrojado luz sus investigaciones. Su entrevista
con ella ha aclarado mucho la situación. Yo no tenía noticia del proyecto de divorcio. En ese caso,
y creyendo que Stapleton era soltero, la señora Lyons pensaba sin duda convertirse en su esposa.
—Y, ¿cuándo sepa la verdad?
—Llegado el momento podrá sernos útil. Quizá nuestra primera tarea sea verla mañana, los
dos juntos. ¿No le parece, Watson, que lleva demasiado tiempo lejos de la persona que le ha sido
confiada? En este momento debería estar usted en la mansión de los Baskerville.
En el occidente habían desaparecido los últimos jirones rojos y la noche se había adueñado del
páramo. Unas cuantas estrellas brillaban débilmente en el cielo color violeta.
—Una última pregunta, Holmes —dije, mientras me ponía en pie—. Sin duda no hay ninguna
necesidad de secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué es lo que se propone
Stapleton?
Mi amigo bajó la voz al responder:
—Se trata de asesinato, Watson; de asesinato refinado, a sangre fría, lleno de premeditación.
No me pida detalles. Mis redes se están cerrando en torno suyo como las de Stapleton tienen casi
apresado a Sir Henry, pero con la ayuda que usted me ha prestado, Watson, lo tengo casi a mi
merced. Tan sólo nos amenaza un peligro: la posibilidad de que golpee antes de que estemos
preparados. Un día más, dos como mucho, y el caso estará resuelto, pero hasta entonces ha de
proteger usted al hombre que tiene a su cargo con la misma dedicación con que una madre amante
cuida de su hijito enfermo. Su expedición de hoy ha quedado plenamente justificada y, sin
embargo, casi desearía que no hubiera dejado solo a Sir Henry. ¡Escuche!
Un alarido terrible, un grito prolongado de horror y de angustia había brotado del silencio del
páramo. Aquel sonido espantoso me heló la sangre en las venas.
—¡Dios mío! —dije con voz entrecortada—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo que significa?
Holmes se había puesto en pie de un salto y su silueta atlética se recortó en la puerta del
refugio, los hombros inclinados, la cabeza adelantada, escudriñando la oscuridad.
—¡Silencio! —susurró—. ¡Silencio!
El grito nos había llegado con claridad debido a su vehemencia, pero procedía de un lugar
lejano de la llanura en tinieblas. De nuevo estalló en nuestros oídos, más cercano, más intenso,
más perentorio que antes.
—¿De dónde viene? —susurró Holmes; y supe, por el temblor de su voz, que también él, el
hombre de hierro, se había estremecido hasta lo más hondo—. ¿De dónde viene, Watson?
—De allí, me parece —dije señalando hacia la oscuridad.
—¡No, de allí!
De nuevo el grito de angustia se extendió por el silencio de la noche, más intenso y más
cercano que nunca. Y un nuevo ruido mezclado con él, un fragor hondo y contenido, musical y sin
embargo amenazador, que se alzaba y descendía como el murmullo constante y profundo del mar.
— ¡El sabueso! — exclamó Holmes —. ¡Vamos, Watson, vamos! ¡No quiera Dios que
lleguemos tarde!
Mi amigo corría ya por el páramo a gran velocidad y yo le seguí inmediatamente. Pero ahora
surgió, de algún lugar entre las anfractuosidades del terreno que se hallaba inmediatamente frente
a nosotros, un último alarido de desesperación y luego un ruido sordo producido por algo pesado.
Nos detuvimos y escuchamos. Ningún nuevo sonido quebró el denso silencio de la noche sin
viento.
Vi que Holmes se llevaba la mano a la frente, como un hombre que ha perdido el dominio
sobre sí mismo, y que golpeaba el suelo con el pie.
—Nos ha vencido, Watson. Hemos llegado demasiado tarde.
—No, no, ¡es imposible!
—Mi estupidez por no atacar antes. Y usted, Watson, ¡vea lo que sucede por dejar solo a Sir
Henry! Pero, el cielo me es testigo, ¡si ha sucedido lo peor, lo vengaremos!
Corrimos a ciegas en la oscuridad, tropezando contra las rocas, abriéndonos camino entre
matas de aulaga, jadeando colinas arriba y precipitándonos pendientes abajo, siempre en la
dirección de donde nos habían llegado aquellos gritos espantosos. En todas las elevaciones
Holmes miraba atentamente a su alrededor, pero las sombras se espesaban sobre el páramo y no
había el menor movimiento en su monótona superficie.
—¿Ve usted algo?
—Nada.
—¡Escuche! ¿Qué es eso?
Un débil gemido había llegado hasta nuestros oídos. ¡Y luego una vez más a nuestra izquierda!
Por aquel lado una hilera de rocas terminaba en un farallón cortado a pico. Abajo, sobre las
piedras, divisamos un objeto oscuro, de forma irregular. Al acercarnos corriendo la silueta
imprecisa adquirió contornos definidos. Era un hombre caído boca abajo, con la cabeza doblada
bajo el cuerpo en un ángulo horrible, los hombros curvados y el cuerpo encogido como si se
dispusiera a dar una vuelta de campana. La postura era tan grotesca que tardé unos momentos en
comprender que había muerto al exhalar aquel último gemido. Porque ya no nos llegaba ni un
susurro, ni el más pequeño movimiento, de la figura en sombra sobre la que nos inclinábamos.
Holmes lo tocó y enseguida retiró la mano con una exclamación de horror. El resplandor de un
fósforo permitió ver que se había manchado los dedos de sangre, así como el espantoso charco que
crecía lentamente y que brotaba del cráneo aplastado de la víctima. Y algo más que nos llenó de
desesperación y de desánimo: ¡se trataba del cuerpo de Sir Henry Baskerville!
Era imposible que ninguno de los dos olvidara aquel peculiar traje rojizo de tweed: el mismo
que llevaba la mañana que se presentó en Baker Street. Lo vimos un momento con claridad y
enseguida el fósforo parpadeó y se apagó, de la misma manera qué la esperanza había abandonado
nuestras almas. Holmes gimió y su rostro adquirió un tenue resplandor blanco a pesar de la
oscuridad.
— ¡Fiera asesina! — exclamé, apretando los puños —. ¡Ah, Holmes, nunca me perdonaré
haberlo abandonado a su destino!
— Yo soy más culpable que usted, Watson. Con el fin de dejar el caso bien rematado y
completo, he permitido que mi cliente perdiera la vida. Es el peor golpe que he recibido en mi
carrera. Pero, ¿cómo iba yo a saber, cómo podía saber, que fuese a arriesgar la vida a solas en el
páramo, a pesar de todas mis advertencias?
—¡Pensar que hemos oído sus alaridos, y qué alaridos, Dios mío, sin ser capaces de salvarlo!
¿Dónde está ese horrendo sabueso que lo ha llevado a la muerte? Quizá se esconda detrás de
aquellas rocas en este instante. Y Stapleton, ¿dónde está Stapleton? Tendrá que responder por este
crimen.
—Lo hará. Me encargaré de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: el primero muerto de
miedo al ver a la bestia que él creía sobrenatural y el segundo empujado a la destrucción en su
huida desesperada para escapar de ella. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión entre el
hombre y el animal. Si no fuera por el testimonio de nuestros oídos, ni siquiera podríamos jurar
que existe el sabueso, dado que Sir Henry ha muerto a consecuencia de la caída. Pero pongo al
cielo por testigo de que a pesar de toda su astucia, ¡ese individuo estará en mi poder antes de
veinticuatro horas!
Nos quedamos inmóviles con el corazón lleno de amargura a ambos lados del cuerpo
destrozado, abrumados por aquel repentino e irreparable desastre que había puesto tan lamentable
fin a nuestros largos y fatigosos esfuerzos. Luego, mientras salía la luna, trepamos a las rocas
desde cuya cima había caído nuestro pobre amigo y contemplamos el páramo en sombras, mitad
plata y mitad oscuridad. Muy lejos, a kilómetros de distancia en la dirección de Grimpen, brillaba
constante una luz amarilla. Únicamente podía venir de la casa solitaria de los Stapleton. Mientras
la miraba agité el puño y dejé escapar una amarga maldición.
—¿Por qué no lo detenemos ahora mismo?
—Nuestro caso no está terminado. Ese individuo es extraordinariamente cauteloso y astuto. No
cuenta lo que sabemos sino lo que podemos probar. Un solo movimiento en falso y quizá se nos
escape aún ese bellaco.
—¿Qué podemos hacer?
—Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir un último tributo a
nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la escarpada pendiente y nos acercamos al
cadáver, que se recortaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas. La angustia que
revelaban aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor y las lágrimas me
enturbiaron los ojos.
—¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta la mansión. ¡Cielo
santo! ¿Se ha vuelto loco?
Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo. Y ahora
bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél el Sherlock Holmes severo y reservado que yo
conocía? ¡Cuánto fuego escondido!
—¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba!
—¿Barba?
—No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la
vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor duda
sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba del
mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de la roca: el rostro de
Selden, el criminal.
Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a Barrymore sus
viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden para facilitarle la huida.
Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa, pero, al menos
de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había merecido la muerte. Con el corazón
rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.
—De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet —dijo mi
amigo—. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna prenda de Sir Henry (la bota que le
desapareció en el hotel, con toda probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay, sin
embargo, una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden a saber que el
sabueso seguía su rastro?
—Lo oyó.
—Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él hasta el punto de
exponerse a una nueva captura a causa de sus frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos guiamos
por sus gritos, aún corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo perseguía. ¿Cómo lo
supo?
—Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo que todas nuestras
conjeturas sean correctas...
—Yo no supongo nada.
—Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente esta noche? Imagino
que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir sin buenas razones
para pensar que iba a encontrarse con Sir Henry.
—Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto encontraremos una
explicación para la suya, mientras que la mía quizá siga siendo siempre un misterio. Ahora el
problema es, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos dejarlo
aquí a merced de los zorros y de los cuervos.
—Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos informar a la policía.
—De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos. ¡Caramba, Watson!
¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona. ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni una
palabra que revele lo que sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.
Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor rojo de un cigarro
puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue posible distinguir el aspecto atildado y el
caminar desenvuelto del naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo unos instantes.
—Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última persona que hubiera
esperado encontrar en el páramo a estas horas de la noche. Pero, Dios mío, ¿qué es esto? ¿Alguien
herido? ¡No! ¡No me diga que se trata de nuestro amigo Sir Henry!
Pasó precipitadamente a mi lado para agacharse junto al muerto. Le oí hacer una brusca
inspiración y el cigarro se le cayó de la mano.
—¿Quién..., quién es este individuo? —tartamudeó.
—Es Selden, el preso fugado de Princetown.
Al volverse hacia nosotros la expresión de Stapleton era espantosa, pero, con un supremo
esfuerzo, logró superar su asombro y su decepción. Luego nos miró inquisitivamente a los dos.
—¡Cielo santo! ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Cómo ha muerto?
—Parece haberse roto el cuello al caer desde aquellas rocas. Mi amigo y yo paseábamos por el
páramo cuando oímos un grito.
—Yo también oí un grito. Eso fue lo que me hizo salir. Estaba intranquilo a causa de Sir
Henry.
—¿Por qué acerca de Sir Henry en particular? —no pude por menos de preguntar.
—Porque le había propuesto que viniera a mi casa. Me sorprendió que no se presentara y,
como es lógico, me alarmé al oír gritos en el páramo. Por cierto —sus ojos escudriñaron de nuevo
mi rostro y el de Holmes—, ¿han oído alguna otra cosa además de un grito?
—No —dijo Holmes—, ¿y usted?
—Tampoco.
—Entonces, ¿a qué se refiere?
—Bueno, ya conoce las historias de los campesinos acerca de un sabueso fantasmal. Según
cuentan se le oye de noche en el páramo. Me preguntaba si en esta ocasión habría alguna prueba
de un sonido así.
—No hemos oído nada —dije.
—Y, ¿cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre desgraciado?
—No me cabe la menor duda de que la ansiedad y las inclemencias del tiempo le han hecho
perder la cabeza. Ha echado a correr por el páramo enloquecido y ha terminado por caerse desde
ahí y romperse el cuello.
—Parece la teoría más razonable —dijo Stapleton, acompañando sus palabras con un suspiro
que a mí me pareció de alivio—. ¿Cuál es su opinión, señor Holmes?
Mi amigo hizo una inclinación de cabeza a manera de cumplido.
—Identifica usted muy pronto a las personas —dijo.
—Le hemos estado esperando desde que llegó el doctor Watson. Ha venido usted a tiempo de
presenciar una tragedia.
—Así es, efectivamente. No tengo la menor duda de que la explicación de mi amigo se ajusta
plenamente a los hechos. Mañana volveré a Londres con un desagradable recuerdo.
—¿Regresa usted mañana?
—Ésa es mi intención.
—Espero que su visita haya arrojado alguna luz sobre estos acontecimientos que tanto nos han
desconcertado.
Holmes se encogió de hombros.
—No siempre se consigue el éxito deseado. Un investigador necesita hechos, no leyendas ni
rumores. No ha sido un caso satisfactorio.
Mi amigo hablaba con su aire más sincero y despreocupado. Stapleton seguía mirándolo con
gran fijeza. Luego se volvió hacia mí.
—Les sugeriría que trasladásemos a este pobre infeliz a mi casa, pero mi hermana se asustaría
tanto que no me parece que esté justificado. Creo que si le cubrimos el rostro estará seguro hasta
mañana.
Así lo hicimos. Después de rechazar la hospitalidad que Stapleton nos ofrecía, Holmes y yo
nos dirigimos hacia la mansión de los Baskerville, dejando que el naturalista regresara solo a su
casa. Al volver la vista vimos cómo se alejaba lentamente por el ancho páramo y, detrás de él, la
mancha negra sobre la pendiente plateada que mostraba el sitio donde yacía el hombre que había
tenido tan horrible fin.
—¡Ya era hora de que nos viéramos las caras! —dijo Holmes mientras caminábamos juntos
por el páramo—. ¡Qué gran dominio de sí mismo! Extraordinaria su recuperación después del
terrible golpe que le ha supuesto descubrir cuál había sido la verdadera víctima de su intriga. Ya se
lo dije en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos encontrado otro enemigo más digno
de nuestro acero.
—Siento que le haya visto, Holmes.
—Al principio también lo he sentido yo. Pero no se podía evitar.
—¿Qué efecto cree que tendrá sobre sus planes?
—Puede hacerle más cauteloso o empujarlo a decisiones desesperadas. Como la mayor parte
de los criminales inteligentes, quizá confíe demasiado en su ingenio y se imagine que nos ha
engañado por completo.
—¿Por qué no lo detenemos inmediatamente?
—Mi querido Watson, no hay duda de que nació usted para hombre de acción. Su instinto le
lleva siempre a hacer algo enérgico. Pero supongamos, como simple hipótesis, que hacemos que lo
detengan esta noche, ¿qué es lo que sacaríamos en limpio? No podemos probar nada contra él. ¡En
eso estriba su astucia diabólica! Si actuara por medio de un agente humano podríamos obtener
alguna prueba, pero aunque lográramos sacar a ese enorme perro a la luz del día, seguiríamos sin
poder colocar a su amo una cuerda alrededor del cuello.
—Estoy seguro de que disponemos de pruebas suficientes.
—Ni muchísimo menos: tan sólo de suposiciones y conjeturas. Seríamos el hazmerreír de un
tribunal si nos presentáramos con semejante historia y con semejantes pruebas.
—Está la muerte de Sir Charles.
—No se encontró en su cuerpo la menor señal de violencia. Usted y yo sabemos que murió de
miedo y sabemos también qué fue lo que le asustó, pero, ¿cómo vamos a conseguir que doce
jurados impasibles también lo crean? ¿Qué señales hay de un sabueso? ¿Dónde están las huellas
de sus colmillos? Sabemos, por supuesto, que un sabueso no muerde un cadáver y que Sir Charles
estaba muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero todo eso tenemos que probarlo y no
estamos en condiciones de hacerlo.
—¿Y qué me dice de lo que ha sucedido esta noche?
—No salimos mucho mejor parados. Una vez más no existe conexión directa entre el sabueso
y la muerte de Selden. No hemos visto al animal en ningún momento. Lo hemos oído, es cierto;
pero no podemos probar que siguiera el rastro del preso. No hay que olvidar, además, la total
ausencia de motivo. No, mi querido Watson; hemos de reconocer que en el momento actual
carecemos de las pruebas necesarias y también que merece la pena correr cualquier riesgo con tal
de conseguirlas.
—Y, ¿cómo se propone usted lograrlas?
—Espero mucho de la ayuda que nos preste la señora Laura Lyons cuando sepa exactamente
cómo están las cosas. Y cuento además con mi propio plan. No hay que preocuparse del mañana,
porque a cada día le basta su malicia 36 , pero no pierdo la esperanza de que antes de veinticuatro
horas hayamos ganado la batalla.
No logré que me dijera nada más y hasta que llegamos a las puertas de la mansión de los
Baskerville siguió perdido en sus pensamientos.
—¿Va usted a entrar?
—Sí; no veo razón alguna para seguir escondiéndome. Pero antes una última advertencia,
Watson. Ni una palabra del sabueso a Sir Henry. Para él Selden ha muerto como Stapleton quisiera
que creyéramos. Se enfrentará con más tranquilidad a la dura prueba que le espera mañana, puesto
que se ha comprometido, si recuerdo correctamente su informe, a cenar con esas personas.
—Yo debo acompañarlo.
—Tendrá que disculparse, porque Sir Henry ha de ir solo. Eso lo arreglaremos sin dificultad. Y
ahora creo que los dos necesitaremos un tentempié en el caso de que lleguemos demasiado tarde
para la cena.